volver al futuro 

Irracionalista. Mesiánico apocalíptico. Fatalista telúrico. Anarquista de derecha. Profeta energúmeno. Erudito a la violeta. Vomitador profesional. Intuicionista místico. Hábil sofista liberal. Resentido. Pesimista. Inteligencia extranacional. Macaneador. Nacionalista negativo. 

Esas son algunas de las críticas, palos, epítetos y etiquetas que le fueron dedicadas a Ezequiel Martínez Estrada y a sus obras desde las más diversas trincheras del mundo cultural argentino de su época. Fueron enunciadas por adversarios tan disímiles como Jorge Luis Borges, Juan José Sebreli, Arturo Jauretche, Gino Germani o Jorge Abelardo Ramos. Forman una parte no menor del rastreo del paso de esa vida por medio siglo de discusiones intelectuales argentinas que Christian Ferrer reconstruye en La amargura metódica (Sudamericana, 2014), la extensa biografía que le dedica al ensayista nacido en San José de la Esquina en 1895 y muerto en Bahía Blanca en 1964. Y si esas reacciones airadas, crispadas de enemistad, bordeando muchas veces la crueldad y la exageración, tienen un sentido que supera el habitual registro de las rencillas propias de un mundo pequeño como el de los intelectuales de un país periférico –siempre cruzado de tensiones políticas que lo superan–, es porque revelan el rasgo principal del personaje biografiado: su carácter incómodo, su pertenencia al linaje de los solitarios, su extraterritorialidad, su negativa a encuadrarse, su insistencia en dar malas noticias.

El libro comienza con una dedicatoria a Tomás Abraham y a Horacio González y en ese gesto es ya posible ver que este repaso por cincuenta años de historia intelectual argentina encarnados en la figura de Martínez Estrada habla tanto (o más) del presente que del pasado. Porque si el kirchnerismo, nuestro presente, volvió a atraer a la arena pública la discusión de modelos de país que trascendieran las coyunturas más inmediatas y los dictados de una supuesta racionalidad económica, también reactualizó discusiones, tradiciones de pensamiento, herencias de viejas disputas intelectuales que brillaron en el siglo XX y que, ahora décadas después, en otro contexto, lucen ajadas por el transcurso del tiempo. Los temas del compromiso de los intelectuales con un proyecto político en el poder, del distanciamiento y la toma de posición; de los saberes al servicio del gobierno o la oposición, de la inserción material de los intelectuales en una estructura estatal (los cargos, los proyectos en búsqueda de subsidio, las revistas con su sed de financiación magra, la tentación que siempre representa la ilusión de “influir” sobre el poder), todas esas cuestiones, como en un espejo invertido, se reflejan en la figura protagónica del libro de Christian Ferrer. Entonces, más que una biografía en realidad se trata de un instrumento para medir el pulso de la vida intelectual argentina: una historia de las complejas relaciones entre ideas y política en la Argentina narrada por un personaje singular que hizo de ese conflicto irresoluble el centro de su obra. 

Alguna vez el propio Martínez Estrada se definió a sí mismo como un “aguafiestas” y un “puritano en el burdel”. Le tocaron a Martínez Estrada vivir tiempos tanto de pesimismo (los años 30) como de optimismo cultural (los 50, los 60), pero más allá de los cambios de clima, fueron sus ideas sobre la Argentina y sus problemas los que siempre chocaron contra las versiones de la historia que desde la izquierda marxista, la derecha liberal y el nacionalismo popular (en su variante peronista, fundamentalmente) pensaban en términos de progreso y desarrollo económico el devenir nacional. Para Martínez Estrada el país era un jeroglífico a descifrar y sus formas exteriores cambiantes encubrían algunas constantes recurrentes que las historias oficiales y revisionistas, las sociologías científicas y el ensayismo de las plumas consagradas no querían enfrentar: la violencia sobre los cuerpos ejercida por las diversas encarnaciones del poder, desde la época de la colonia a la de la gran industria moderna, la edificación de una burocracia estatal diseñada para lucrar con los bienes públicos, la relación caníbal entre la macrocefalia de Buenos Aires y el interior. Radiografía de la pampa, La cabeza de Goliat, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, sus obras mayores, eran ensayos agobiantes, desesperados, repletos de observaciones sobre las formas en que el país había crecido entre sucesivas oleadas de euforia y depresión. Y a ese diagnóstico, para peor, Martínez Estrada no lo acompañaba con la prescripción de ninguna terapia. A contrapelo del optimismo histórico de una época donde a nivel mundial los grandes sistemas ideológicos se debatían en guerra abierta, no ofrecía soluciones ni por derecha ni por izquierda, apenas elevaba un espejo en el que se mostraban –monstruosos, expresionistas– los males que cruzaban la historia argentina desde sus inicios. Una voluntad desmitificadora que confiaba en el poder catártico del desvelamiento de los tabúes sociales. De ahí las constantes críticas a su obra que repetirán durante décadas casi siempre las mismas acusaciones: fatalismo, pesimismo, esencialismo, resignación política, ahistoricismo. Y de ahí también, como respuesta, la construcción del escritor como figura pública que Ferrer va siguiendo paso a paso: Martínez Estrada como profeta incomprendido, sus sobreactuaciones altisonantes, sus polémicas contra los escritores de capilla, su descentramiento de los grupos de pertenencia, su incomodidad con los consensos, su patetismo, su convicción de que estar a la contra, en solitario, es siempre un espacio de libertad y lucidez. 

En las casi 600 páginas de La amargura metódica, Ferrer sigue en detalle el vaivén de las idas y vueltas de Martínez Estrada con los nucleamientos intelectuales de su época. Por ahí desfilan polémicas ya hace mucho olvidadas y otras que trascendieron la coyuntura más inmediata y todavía llegan hasta nosotros en versiones degradadas. Fragmentos de la larga historia de contradicciones, posicionamientos, oportunismos, lealtades y rechazos de los escritores argentinos en una época de profundos cambios, los años que van desde la quiebra de la Argentina agropecuaria con el golpe del 30 a la radicalización política de los años 60, pasando por, parada obligatoria, el cataclismo que representó la emergencia del peronismo. Ahí desfilan las querellas de Florida y Boedo, la formación de la revista Sur (de la que Martínez Estrada fue colaborador desde el inicio aunque ocupando una posición distante y muchas veces conflictiva, a pesar de su amistad profunda con Victoria Ocampo), las internas esperpénticas de la Sociedad Argentina de Escritores, con sus roscas de miseria camufladas con el lenguaje de la alta literatura, la división del campo intelectual (antiperonista) después de la caída de Perón y el surgimiento de una nueva generación de ensayistas que pondrían en cuestión la preeminencia de las vacas sagradas de la literatura argentina. En ese cruce entre biografía e historia, el Martínez Estrada de Ferrer siempre aparece cultivando su perfil incómodo para todos los grupos, una obra-problema difícil de encasillar, siempre a tiro del rechazo y la valorización al sesgo. En fin, con sus palabras: “La Argentina es un país que no soporta la verdad”. 

Toda esa constante contrera que había definido la vida de Martínez Estrada encuentra sobre el final de su vida un momento que para muchos fue desconcertante, un período que contrasta con su trayectoria solitaria y al que Ferrer le dedica una buena parte del libro haciendo patente su propia incomodidad. Es su final etapa cubana. En 1960, Martínez Estrada se instala en La Habana y se convierte en uno de los primeros intelectuales argentinos en prestarle un apoyo explícito a la revolución. Ferrer despliega el contexto en que se produce esa “conversión” política, la primera y última vez en que Martínez Estrada abandona su desconfianza ácrata por los gobiernos para ponerse (como tituló uno de sus últimos libros publicados en vida) “al servicio de la revolución”. Es el paso de la indagación obsesiva de “lo argentino” al plano más abarcador del tercermundismo, la fascinación por la retórica de Fidel Castro y Ernesto Guevara y la entrega al proyecto de interpretación de la vida y obra de José Martí que ocupará sus últimos años. Es el abandono, por primera vez, del tono amargo por el descubrimiento festivo de un proyecto colectivo que juzgó como una bisagra en la historia de los fracasos cíclicos de America Latina. Es la época en que firma sus cartas con la consigna que años después sería rutina en todos los movimientos revolucionarios latinoamericanos: “Patria o Muerte. Venceremos”. ¿Fue la promesa de regeneración moral de esos primeros años de la revolución cubana lo que convenció a Martínez Estrada, más que la dialéctica marxista y sus proyectos de fundación de una “nueva sociedad” y un “nuevo hombre”? ¿Sobre el final de su vida, Martínez Estrada creyó ver en el sol del caribe la oportunidad de dar el salto entre los mundos de la política real y las ideas que en Argentina siempre habían permanecido separados? Ferrer, en todo caso, tensa esas páginas con las contradicciones entre la deriva autoritaria del socialismo cubano y las interpretaciones optimistas que Martínez Estrada producía de ese experimento recién nacido. Como sea, sus habituales antagonistas argentinos siguieron desconfiando de su nueva aventura. La tomaron como una última excentricidad de la senectud. Ni siquiera a la izquierda vernácula le alcanzó para considerarlo uno de los suyos. 

A la vuelta de los años, sin embargo, la acusación recurrente de intuicionismo y esencialismo que cayó sobre los ensayos de Martínez Estrada, tanto desde la izquierda como desde la derecha, desde las filas del revisionismo nacionalista a las del cientificismo progresista, no deja de iluminar una cara de la historia argentina que, ahora, con cincuenta años de ventaja, podemos apreciar mejor: esos fallos en la constitución moral de país, esas inalterables permanencias del fracaso y la coacción, ese eterno retorno de la soledad y la crueldad de la llanura que Martínez Estrada plasmó en sus textos de los años 30 y 40 ya no parecen el bramido de un pesimista inveterado que escribía a espaldas del progreso del país, sino una colección de observaciones que captaban algo que el optimismo de aquella época pasaba por alto, algo que se negaban a ver esos contemporáneos y que a nosotros nos cuesta menos reconocer, teniendo como tenemos la posibilidad de saber qué pasó en la historia argentina desde que Martínez Estrada dejó este mundo. Porque si Martínez Estrada jugó muchas veces, hasta la sobreactuación dramática, la carta del profeta apedreado que trae malas nuevas y encuentra el rechazo de sus destinatarios, nosotros conocemos los naipes que se jugaron desde su muerte en 1964: la sucesión de dictaduras, dictablandas y democracias, la entremezcla de crisis y booms, de inflaciones y estabilidades, de ilusiones y desencantos, de cosechas salvadoras y campos hipotecados, de consensos de los commodities y desarrollismo de vuelo bajo, la calesita incesante de la muerte y la transfiguración de la sociedad argentina. Ese es uno de los méritos del libro de Ferrer: no la resurrección de una vida ya hace mucho acabada a través de la reconstrucción detallada de su tiempo (dejemos eso a las películas de época) sino la conexión de una mente infectada por el virus de pensar la Argentina con el inmediato futuro, con el presente, con las décadas que lo sobrevivieron, con los destinos que no pudo contemplar. Momentos como cuando Ferrer relata las biografías truncadas de los jóvenes comunistas con los que Martínez Estrada se cruza en uno de esos festivales de “la juventud y la paz” que los países de la Pacto de Varsovia organizaban en la Guerra Fría, trayectorias rotas por el terrorismo de estado y las guerrillas latinoamericanas; o cuando enhebra la decadencia de instituciones que fueron vitales en el mundo cultural argentino como la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), su destino agónico hasta la intrascendencia total; o la proyección en las décadas por venir de sus contrincantes intelectuales ocasionales, sus devenires, sus posicionamientos contradictorios. Más que la vida y obra de Martínez Estrada, el libro es un panorama del siglo XX argentino, un pantallazo del pasado inmediato. 

Todo en La amargura metódica, y ese es el mayor mérito de Ferrer, parece hablar de cómo el paso de la historia confirma los chispazos de verdad melancólica revelados en los ensayos de Martínez Estrada. Cómo las invariantes históricas argentinas, siempre menospreciadas, se empecinan en manifestarse una y otra vez, cargándose a las figuras que cíclicamente pueblan este suelo: generales de derecha, caudillos políticos carismáticos, jóvenes militantes, escritores que sueñan con arquitecturas europeas, intelectuales enamorados de revoluciones caribeñas, científicos sociales de la gran ciudad capital de un país fantasma, editores de revistas de vida ínfima pero influencia crucial, profetas de la pampa solitaria. Todos girando en el vórtice de las interpretaciones y los conflictos inacabables sobre la patria, todos debatiendo un interminable “¿Qué es esto?” que se reescribe todos los días, todos girando en ciego desde hace ya doscientos años de soledad. 

Christian Ferrer
La amargura metódica. 
Vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada 
Sudamericana
2014
624 páginas