una gigantesca tierra de contrastes

Es el país de las revoluciones y el de la violencia criminal que no encuentra límites; el del cielo gris y los mercados abarrotados de color, el del muro en la frontera y el desborde de las identidades migrantes. Este fragmento integra una crónica sobre el México que se acerca a las elecciones presidenciales, incluida en el libro que Marco Teruggi escribió luego de recorrer doce países de América Latina, que será publicado durante 2024 por Ediciones Futurock.

La escala es otra. Apoteósica, dice una amiga con la que camino por el centro de la Ciudad de México en una mañana de casi invierno —faltan ocho días para que oficialmente lo sea—. Entró un frente frío desde el norte, bajaron las temperaturas, el cielo se nubló más que de costumbre, y hace tres días que no se ve el sol. Nublado es poco: el gris es más que gris en la capital mexicana, la sensación de estar dentro de una burbuja con un techo de nubes y smog a 2240 metros sobre el nivel del mar.

No es una sensación: la contaminación del aire es un problema de la ciudad, aunque según la información de Calidad del Aire del Gobierno de la Ciudad, que da partes diarios, hoy está de “aceptable a bueno con un riesgo a la salud de moderado a bajo”. Respiro tranquilo.

Todo es grande en el centro de la ciudad que alberga a unos 22 millones de personas contando la zona metropolitana. La mayor concentración de latinoamericanos de todo el mundo hispanohablante: todas las demás ciudades de América Latina y el Caribe —excepto San Pablo— parecen pequeñas cuando se las compara con Ciudad de México, que fue grande desde antes de la conquista. Una continuidad en lo inmenso proporcional a cada época: hoy la capital mexicana tiene más personas que las que había en toda América hispanohablante durante la Independencia.

Un montón de gente o un chingo, como dicen acá.

Se nota al caminar por las calles, al cruzar la avenida Lázaro Cárdenas donde, por un lado, está la Torre Latina, que me dan como punto de referencia para ubicar el centro de la ciudad, y del otro, el Palacio de Bellas Artes, imponente, todo de mármol, que empezó a construir en 1904 el gobierno de Porfirio Díaz. Una gran obra del dictador que gobernó desde 1876 hasta ser derrocado por la revolución, que inició en 1910 bajo el mando de Emiliano Zapata y Pancho Villa. Díaz huyó a Europa y murió en París, donde fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, cerca de la que fue mi casa: una tumba de esas muy grandes, muy frías y muy solas que veía cada mañana al ir al colegio entre mis catorce y diecisiete años. En cuanto al Palacio, se hunde en la tierra pantanosa sobre la cual está construida la megalópolis.

México: ciudad que se hunde, ciudad de terremotos y ciudad llena de puestos de comida callejera. Los hay en cada esquina, con frituras, tamales, choclos, tacos, un abanico de chiles peligrosos para quienes no sabemos si uno verde es más picante que uno rojo. Equivocarse puede ser un grave error. Pruebo los tacos al pastor: carne de cerdo, cilantro, cebolla y piña, quince pesos mexicanos, menos de un dólar, en una calle del centro con edificios tan grandes e imponentes como el Palacio Postal, y tan viejos como los que dan vida a las calles llenas de autos y personas por las que camino en dirección al Zócalo. Ciudad de México tiene algo viejo en sus fachadas, en sus transportes, en sus organitos con música metálica, antiguo como atravesar los siglos y llegar hasta el imperio azteca, al que veo al asomarme a las ruinas de Tenochtitlan sobre un ala del Zócalo: acá gobernó Moctezuma Xocoyotzin, que murió a manos de las tropas de Hernán Cortés, llegado a México desde Cuba en 1519 con un centenar de hombres.

Tenochtitlan emerge ahora debajo de esta inmensa explanada que es el Zócalo en el centro de la Ciudad de México. Inmenso no es exagerado: todas las demás plazas centrales de América Latina y el Caribe parecen chicas al lado del Zócalo, desde la Plaza de Bolívar en Bogotá o la Plaza de Mayo en Buenos Aires, hasta las pequeñas plazas Bolívar en Caracas o Murillo en La Paz. Esta es otra magnitud, otra ambición, otra historia: lo gigante fundado sobre lo que ya era gigante, la cabeza del nuevo imperio sobre la del imperio derrotado. 

Tapar templos, dioses y memorias con nuevos templos, dioses y memorias. 

Ahora huele a sahumerio al entrar al Zócalo, se puede pagar para hacerse una limpieza espiritual, o comprar una de las tantas formas de vender al presidente Andrés Manuel López Obrador (Amlo) o cabecita de algodón, como lo apodan: está en llaveros, chanclas, remeras, destapadores, muñecos con los dos dientes de adelante marcados. “En este módulo apoyamos cien por ciento a nuestro presidente constitucional lic. Andrés Manuel López Obrador, y a nuestra jefa de gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo”, dice la tienda de souvenirs obradoristas. El cartel está desactualizado: Sheinbaum ya no es jefa de gobierno, y será la candidata presidencial por el partido de gobierno, Morena, en las elecciones del próximo 2 de junio. Le ganó las primarias a su contrincante, Marcelo Ebrard, con un sistema de encuestas casa por casa, un método tan original como difícil de comprender desde afuera. El excanciller tardó en reconocer el resultado y evidenció la máxima política mexicana que escuché hace años: el que se enoja pierde. 

Todo indica que Sheinbaum ganará las elecciones y sucederá a Amlo, quien ya anunció que al terminar su sexenio presidencial se irá a su rancho, llamado La Chingada, en el sureño estado de Chiapas.

Se irá, literalmente, a la chingada.

un país de fosas
 

El frío aprieta a las siete de la mañana en la colonia Benito Juárez. Debajo del departamento se instaló un puestito ambulante que vende tortillas, café, la gente se detiene a comer y conversar rumbo al trabajo. Amlo está por comenzar la Mañanera, el programa que hace todos los días a esta hora ante la prensa y el país. Entra sonriente, se para frente a un atril que tiene un escudo que indica que estos son los Estados Unidos de México, detrás de él hay un recordatorio de que es el año de Francisco Villa, reconocido como “el revolucionario del pueblo” por el Honorable Congreso de la Nación. Francisco Villa es, en realidad, José Doroteo Arango Arámbula, alias Pancho Villa, con sombrero y cintas repletas de balas cruzadas sobre el cuerpo.

Amlo, con uno de los íconos de la revolución de 1910 a sus espaldas, un nutrido grupo de periodistas de frente y asesores a su lado, toma la palabra con ese ritmo sereno que lo caracteriza y comienza lo que algunos llaman el stand up presidencial. Abordará tres temas para empezar el día: la expansión de la red de comunicación Internet para el Bienestar para que llegue a los lugares más alejados del país; un informe sobre los desaparecidos que ascienden a 110.964; y el anuncio de la pronta inauguración de un tramo del Tren Maya en la Península de Yucatán, uno de los grandes proyectos del sexenio de Amlo.

—La Mañanera se ha convertido en un fenómeno de comunicación, primero porque no se les está hablando a los medios aunque los medios están presentes, a través de las redes, de la televisión pública, privada, pues el presidente no le habla a la clase política, a la oligarquía, a la élite académica, les está hablando a los ciudadanos, a los pobres, a los que nunca han sido tomados en cuenta. Esa interpelación a la sociedad ha ido construyendo una audiencia muy grande, y ha sido un proceso de integración, de entendimiento del proyecto, la historia nacional, me cuenta luego Jesús Ramírez Cuevas, coordinador general de comunicación de la presidencia. La idea de hablar todas las mañanas comenzó cuando Amlo era jefe de gobierno del Distrito Federal, entre 2000 y 2006, era una Mañanera diferente, pero ya estaba “la necesidad de comunicar directamente, ganar la agenda, plantear los temas”, dice Cuevas.

Para ese entonces, Amlo tenía una carrera política hecha: desde sus inicios en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), su ruptura en los años ochenta, cuando el PRI tomaba las banderas del neoliberalismo, su ingreso al recién formado Partido de la Revolución Democrática, el intento de ganar la gobernación de Tabasco en 1989 y la denuncia de un fraude, hasta crecer como figura nacional y alcanzar el gobierno de la Ciudad de México en 2000. En 2006 intentó su primera candidatura presidencial: perdió contra Felipe Calderón, denunció un fraude, movilizó a miles de seguidores en un plantón durante meses, que fue desde el Monumento a la Revolución hasta el Zócalo. Con esa acción consolidó una forma de acción política que había comenzado a ensayar en Tabasco y puede calificarse como resistencia pacífica. 

—Tiene una parte de liderazgo muy peculiar, que abreva de varias corrientes, hay una que poco se ha analizado que es la lectura de Amlo sobre León Tolstoi, es un tolstoiano muy temprano, lector de la parte de la resistencia pacífica que va desarrollando con los años, me explica Jenaro Villamil, periodista mexicano. “Si algo le podemos reconocer en sus años de liderazgo es que nunca ha generado brotes de violencia de costos altos”, dice. Amlo formó en 2011 el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), volvió a presentarse en 2012, denunció nuevamente fraude, hasta que en 2018 alcanzó la presidencia con el 53,18% de los votos. Comenzaba entonces el gobierno llamado de la “Cuarta Transformación”, es decir, el cuarto gran momento de cambio del país luego de la Independencia, la Reforma en el siglo XIX, y la Revolución encabezada por Zapata y Villa.

Ambicioso.

Entre 2006 y 2018, México fue, además, un baño de sangre con decenas de miles de asesinatos, desapariciones, cuerpos descuartizados, escenografías de un narco dantesco al cual el gobierno de Felipe Calderón le había declarado “la guerra”. El exjefe de lucha contra las drogas de Calderón fue declarado culpable de narcotráfico este año en Estados Unidos: operaba para el Cártel de Sinaloa, el mítico, el del Chapo. Algunas guerras no se pueden ganar; en realidad, no son guerras sino grandes negocios.

Van cinco años de gobierno. Amlo llenó el inmenso Zócalo varias veces con marchas multitudinarias, tiene una aprobación por encima del 60%, marca agenda con la Mañanera en una versión mexicana de los Aló Presidente de Chávez o las Sabatinas de Correa. ¿Cuánto logró cambiar de México en estos años? Me hago la pregunta mientras escucho a la vocera de la Estrategia Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas explicar cómo se descompone el número de 110.964 desaparecidos. Casi el triple que los 30.000 desaparecidos en la última dictadura en Argentina.

—Este es un país de fosas, me dice una amiga. México tiene fosas comunes en todo el territorio, lugares donde se apilan bajo tierra cuerpos sin nombres que buscan madres desesperadas como todas las madres que buscan a sus hijos desaparecidos.

La vocera explica que del total de personas lograron obtener la “certeza del paradero” de 16.681, es decir, que están vivas o muertas pero encontradas; otras 17.843 fueron ubicadas en alguna base de datos del Estado, pero no existe prueba de vida —siguen, entonces, desaparecidas—; sobre 26.090 no hay “datos suficientes para identificar a la persona”; 36.022 “cuentan con una identidad pero sin indicio suficiente para hacer una acción de búsqueda”; y hay 12.377 “registros confirmados como desaparecidos”. Es decir que existen 94.283 personas desaparecidas aunque ubicadas en diferentes categorías y niveles de incertidumbre, con dudas: ¿las personas sobre las que no hay datos suficientes para identificarlas no son más desaparecidas sino una nueva zona gris? ¿Y las 36.033 sin indicios para hacer una acción de búsqueda?

Existen casos emblemáticos como los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en 2014. Los avances fueron pocos, la verdad —denunció el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes— está en zonas militares a las que no se puede acceder. Y el poder militar creció en estos años.

Salgo a almorzar a Coyoacán, barrio al sur de esta inmensa ciudad donde una distancia pequeña en el teléfono suele ser una odisea de lejos y de tránsito. El mercado es un abarrotamiento de formas y colores que van desde las paredes hasta los techos: maíz morado, telas mayas con flores tropicales y pájaros bordados, máscaras de calaveras cubiertas de dibujos, piñatas grandes de siete puntas como planetas, imágenes de Frida, luchadores enmascarados, serpientes aztecas, puestos de tantas frutas, de tacos —en cualquier lugar de México hay puestos de tacos—, chapulines para comer como maníes salados, una serpiente envuelta alrededor del cuello de una señora que la acaricia, y miles de alebrijes, esos pequeños animales imaginarios traídos de los ensueños: gatos y perros con alas, tucanes, colibríes, dragones, axolotls. Nunca había visto un axolotl, “un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria”, con “ramitas rojas como de coral” donde deberían ir las orejas. Recuerdo esa descripción de Julio Cortázar en su cuento, el que para miles de lectores significó el descubrimiento del axolotl, que ahora tengo frente a mis ojos con colores cargados de sol, pintados por una mano de un pueblo de Oaxaca en el sur del país.

México es un mundo entero que se abre.

Mágico, de más está decirlo.

la frontera me cruzó
 

En la esquina de la Avenida Bucareli y Calle Morelos está el Café La Habana, con un cartel que indica que está ahí desde 1952 y ese olor a café tostado que sale por la puerta principal, donde una recepcionista me pregunta si quiero una mesa; contesto que espero a alguien que está por llegar y observo el interior del lugar que tiene grandes cuadros del Malecón y el Capitolio de La Habana, fotografías de Fidel junto al Che.

—Aquí se preparó la revolución cubana— dice cuando llega. Enfrente está la Fonda Margarita, que se presenta como El Reino del Sabor, donde, cuenta la historia, vivía un proveedor de armas para los entonces jóvenes Fidel, Ernesto, Raúl, y el pequeño grupo de cubanos. Acá ocurrió la conspiración que marcó a Cuba y al continente, donde armaron el plan y lo ejecutaron: de este bar antiguo de la Colonia Juárez en la Ciudad de México al Palacio de la Revolución en La Habana, pasando por el barco Granma en aguas del Caribe, el desembarco catastrófico, el cuartel en la Sierra Maestra, la batalla de Santa Clara hasta el 1 de enero de 1959. 

El lugar tiene un mostrador grande, mesas y sillas de madera viejas, en una de ellas se sentaba el escritor Roberto Bolaño durante horas con los poetas infrarrealistas, convertidos en real visceralistas en su novela Los detectives salvajes, donde el Café La Habana se llama Café Quito, y Juan García Madero con sus diecisiete años quería estudiar Letras pero estudiaba Derecho, y se sumó a los visceralistas sin ceremonia de iniciación. Debería ir al desierto de Sonora, pienso mientras me cuenta todo lo que sucedió en este café del que salimos en dirección al centro. Habla sobre su ciudad, que le gusta tanto, con poetas y armadores de revoluciones; aunque no es del todo su ciudad porque ella es norteña, del norte mexicano de verdad, explica, es decir Tijuana, donde empieza o termina Latinoamérica, el grado cero del continente sin Estados Unidos y Canadá, la esquina donde rebotan los sueños, como se conoce ese lugar donde un muro se adentra hasta el mar para indicar que del otro lado empieza una tierra a la que los pobres, desesperados, hambreados y jodidos de América Latina no tienen acceso, salvo que arriesguen su vida para cruzar y, a veces, lo consigan. 

Tampoco es exactamente de Tijuana porque ella es también del otro lado de la frontera y habla dos idiomas, es decir, dos mundos, dos maneras de soñar, y veo en ella un espejo de las vidas que se arman sobre puentes, con un deseo de cada lado, una ausencia siempre, ese ir y venir como de mar. Es una chicana, como se dice a quienes tienen la vida de ambos lados de la frontera, esos cerca de 40 millones de mexicanos que están en alguna de las ciudades estadounidenses: un país entero, más que varios de Sudamérica. Aunque allá debería ser acá, porque en el siglo XIX Estados Unidos le robó a México más de la mitad del territorio con el que había iniciado su independencia: invadió, ganó, y obligó a la rendición que hizo a Estados Unidos un país desde el Atlántico hasta el Pacífico, base para su conformación como imperio en expansión, y a México una tierra más chica y enfrentada puertas adentro.

“Yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó; América nació libre, el hombre la dividió, ellos pintaron la raya para que yo la brincara y me llamaran invasor. Es un error bien marcado, nos quitaron ocho estados. ¿Quién es aquí el invasor?”, cantan Los Tigres del Norte.

Me pregunto si hay un acto de justicia en la migración, en el regreso a lo que fue. Como cuando millones de latinoamericanos van a España.

Ella dice que en sus sueños habla inglés, yo nunca supe qué idioma me habita en las noches, tal vez uno nuevo, la lengua imposible que es una sola. 

Caminamos por las calles viejas del centro, hay algunas tabernas, cuidacoches, siempre tacos, santa ritas grandes y florecidas, pasamos por el lugar exacto donde se conocieron Fidel y el Che, la estatua que los representa sentados en un banco en la Plaza Tabacalera que algún derechista exaltado decide a veces pintar de rojo. 

No hay balcones en los edificios de la Ciudad de México, solo algunas excepciones que no están en esta avenida que ahora se abre sobre el Monumento a la Revolución. Es imponente, como debe ser para recordar la primera revolución del siglo XX en América Latina, la que repartió tierras a los campesinos alzados en armas, sentó las bases del México luego traicionado tantas veces salvo en un punto: la no reelección presidencial, la que respetó cada mandatario desde entonces, como el propio Amlo, que podría ser reelecto pero principios son principios, sobre todo si desataron guerras en el pasado y nacieron de los fusiles de 1910. Tiene razón ética y política, pero es un problema para todo lo que se debe cambiar en un país tan desigual como rico. 

Seis años no es nada.

El monumento a la Revolución está vallado alrededor para protegerlo de las pintadas cuando pasa alguna movilización, tiene una feria en las afueras con juegos y productos del México for export, una quinceañera es fotografiada con su vestido brillante de revista, y un grupo de raperos se trenzan en una batalla de rimas mientras cae el sol y se prenden luces celestes sobre el monumento. México es tantas imágenes. 

Caminamos por la ciudad que se ilumina con bares, ganas de mezcal, de música, y saber qué espera del otro lado de la noche.