un sentido desagravio

En la serie de columnas que publiqué en esta revista ejercito el intento de reproducir ciertos testimonios, voces, percepciones recogidas en el coro de los tiempos que vivimos. En un texto sobre la actual crisis (“El rey se queda sin secretos”), me retrotraje a otras crisis argentinas y recordé la vida de muchos abogados, empleados de banco, jubilados, coleros, contadores y demás hombres y mujeres que conocí o entrevisté y que trabajaron en el centro de aquella ciudad agitada de los años 2001 y 2002.

Cuando se cumplieron diez años de la crisis de 2001, en diciembre de 2011, junto al historiador Javier Trímboli trabajamos en un documental que emitió la Televisión Pública, donde registramos testimonios en primera persona de esos días. Aquella investigación me encontró, entre muchos otros, con el relato de un tipo delicioso: el abogado Alfredo Rodríguez. Su narración cruda de la vivencia de esos días fue de lo mejor que pude oír de primera mano, por eso no dudé en recuperarla.

Amigo personal de mi viejo, desde esa confianza Alfredo contó los avatares de su profesión, en la que fue común una actitud carroñera entre muchos trabajadores de la justicia (en cuya cima están varios jueces), aprovechados de la desesperación de la gente. Pero esa no fue la actitud de Alfredo: no hizo negocio con el dolor de nadie, por el contrario, representó a muchas personas vulneradas en sus derechos que perseguían justicia. Esas historias de pasillos de Tribunales con colas infinitas, escritos presentados a contrarreloj y redactados en la mesa urgente de algún bar, es también una gran historia de lo que nos tocó vivir. Y esa historia nos contó Alfredo.

En el envión de la escritura dejé su nombre como si fuera el “genérico” de un nombre común (podría haber puesto cualquier otro nombre, incluso), porque no quería mencionar solamente a él, sino al mundo de los abogados y de todo el centro porteño de aquellos días, pretendía entender las claves de una época. Sin embargo, en la breve parte que refiero a Alfredo incluí información que lo hacía identificable, y en realidad me faltó claridad y contundencia para decir lo que había que decir: que fue un tipo entrañable. En la narración mezclé informaciones (fue otro abogado el que me contó que tenía contratado “a un peruano” para hacer de colero), es decir, en su nombre nombré otros testimonios de aquella época.

Básicamente debí inventar un nombre cualquiera, y nombré a Alfredo como si nombrara a cualquiera. Doble error: porque Alfredo no era “un tipo cualquiera”, Alfredo era un gran tipo (tal como mi viejo no se cansó de describirlo), un abogado con calle y códigos, que no se cagaba en el dolor de la gente, incapaz de discriminar. Lo que nos contó para aquel documental fue la paradoja profesional de aquellos a los que les iba “bien” en medio de la hecatombe, porque asumían la tarea de representar a muchos ahorristas estafados en su buena fe. Nada oscuro ni ilegítimo. Y su modo de decirlo invitaba a la reflexión sincera. Dicho rápido: aún conociéndolo poco, Alfredo no era un careta, ni alguien de imposturas. Hablaba como un porteño de Pompeya capaz de mezclar la jerga erudita de lo jurídico y el acento popular. Resultaba la combinación de una porteñidad ya casi perdida. Y en eso me recordaba a mi viejo: la clase de “bogas” cuya profesión no se reduce a la creencia en una justicia abstracta y celestial sino en el oficio terrestre de ser justos.   

Hace tiempo lamentablemente falleció. Es una pena lastimar a quienes no lo merecen: su familia se sintió lastimada, y espero que estas líneas resulten un desagravio y un intento reparatorio y de disculpa.