La propietaria de uno de los campos en los que el Falso Senguer desagua en el lago Colhué Huapi habilita el acceso al lugar (ya que se accede únicamente con permiso). Un sábado, bien temprano a la mañana, nos encontramos en Sarmiento. La seguimos hasta su campo. Por una huella accedemos al casco que utilizan en la actualidad. Le avisa de nuestra presencia a un joven empleado que trabaja rearmando un alambrado. Debe cerrar con candado la tranquera de ingreso una vez que nos retiremos. Continuamos por otra huella que se tiende entre tupidos matorrales hasta lo que era el casco antiguo de la estancia. Lo construyeron sus abuelos y allí se crió su madre. Es una típica casa tipo “chorizo”, con las habitaciones individuales que dan a una galería abierta, situada de espaldas al viento. En derredor, corrales y diversas instalaciones. Se sitúa inmediato a la antigua costa del lago, algo que cuesta visualizar en el panorama actual. Cruzamos una tranquera y nos internamos a campo traviesa por pastizales, lomadas que ocasionalmente eran islotes, sectores de suelo pelado barrido por el viento y áreas donde debemos esquivar arenales con mogotes que, de intentar atravesarlos, harían que los vehículos queden colgados. Nos detenemos tras recorrer algunos kilómetros de lo que fue el lecho del lago. Delante, a varios centenares de metros se despliegan arboledas. Detrás de ellas, al fondo, la inconfundible silueta del coloso Pico Oneto. Aunque es temprano, el calor se hace sentir. A pocos pasos, tras una suave lomada verdosa, accedemos a una especie de laguna de más de mil metros de ancho, de agua lechosa. Entre islotes colonizados por juncales, navegan garzas, flamencos, cisnes y patos. La bordean áreas de juncales y nutridos y vigorosos pastizales. El panorama alegra la vista. La contorneamos a pie, esquivando sectores de pastizales inundados y saltando especies de arroyuelos por los que el agua se expande tierra adentro. A lo lejos, unas vacas rehúyen nuestra presencia. Alcanzamos uno de los tres brazos por los que el Falso Senguer desagua en el lago. Lo bordean sauces que, al filtrar la luz con sus copas, colorean el agua con diversas tonalidades. Al lugar lo conocen como “la cascada”, ya que allí se generan pequeños saltos de agua cuando disminuye el caudal. Algunos centenares de metros hacia el sur se tiende una nutrida hilera de viejos y enormes árboles que costean el cauce principal del río. Algo más alejado se distingue la arbórea silueta de la extensa Isla de las Tormentas, antiguo refugio de pescadores. Desde allí no vemos el cauce, pero sabemos que el agua continúa hacia el extremo sur de la península Grande, que es la parte más profunda de lo que fue el lago. Semanas atrás el empleado del campo intentó acercarse a la isla, pero su caballo se hundió en el barro hasta la panza. Previo a cubrir el suelo, el agua se expande impregnándolo de humedad, generando un pantano que en la superficie aparenta estar seco. No podemos acercarnos al cauce principal porque se sitúa dentro de otro campo.
Accedemos a una playita arenosa sobre la que se descarga un suave aunque ruidoso oleaje. Hacia el este se eleva la mole de península Grande. A sus pies observamos el desarrollo de dos enormes y violentos remolinos terrosos que nos recuerdan que nos rodea un desierto gigantesco. Retornamos a los vehículos, decidimos comer. Nos sentamos en la costa pastosa, a pocos centímetros del agua. Burbujas delatan la presencia de peces merodeando cerca nuestro. El calor arrecia con intensidad, pero la humedad del entorno y la vista lo hacen soportable.
Tras años de recorrer el desierto del extinto lago Colhué Huapi, nos acostumbramos a convivir con las dunas y la arena en movimiento, con el polvo en suspensión, a observar la destrucción y degradación de los suelos desertificados. Debido a ello, nos sentimos unos privilegiados de disfrutar de un almuerzo en la costa, teniendo delante una extensión de agua rebosante de vida vegetal y animal. Cuesta hacerse a la idea de que es parte del mismo lago. Sabemos que el desierto se expande a algunos centenares de metros, pero desde allí no lo vemos y es mejor así. Pareciera que hubiésemos viajado a otros tiempos en los que la sequía total era algo inimaginable. Estamos en un oasis, en un mini lago dentro del que ya no existe. “Esta agua, cuando se acentúe la sequía en uno o dos meses más, no va a existir. Hasta que regrese durante los meses húmedos del próximo año”, nos aclaró nuestra anfitriona. Mejor no pensarlo, mejor disfrutar del momento.
Es como si nos hubiesen permitido ser testigos de cómo era el paisaje costero en tiempos normales. Delante nuestro está lo tantas veces visto en fotos antiguas y lo escuchado en testimonios de los antiguos pobladores: juncales, peces, aves acuáticas, ganado pastando en los pastizales naturales, arboledas espesas y vigorosas. Pareciera que nos abrieron una puerta para ingresar y vivenciar el pasado. Es un retazo de memoria viva.
