rapsodia de un francotirador

Rodrigo Cañete es casi una mala palabra en el mundo de las artes visuales argentinas. Las polémicas y la chismografía disparadas desde su blog hicieron que fuera cancelado, temido y repudiado. Pero, su Historia a contrapelo del arte argentino es un libro fundamental e iluminador para volvernos a preguntar por el rol de la cultura, de la crítica y de lo nacional ante el fracaso de la integración globalizadora.

¿Qué significa escribir una historia a contrapelo del arte argentino cuando el arte argentino es poco enseñado en las escuelas, cuando la minoría de bohemios que consumen y comentan alta cultura aún adscriben a estereotipos estéticos importados y cuando la Argentina carece, entre otras cosas, de un mercado real para sus artes visuales? A simple vista significa intentar hacer algo diferente. La Historia a contrapelo del arte argentino tiene entre sus virtudes la de ser un libro de divulgación que porta un esfuerzo casi desmesurado, con una pizca de amor, un goteo intravenoso de maldad y mucho de canción desesperada. Por fuera de las instituciones, Rodrigo Cañete logró ser fiel a sí mismo y ser amable con el lector interesado en el arte nacional. Por eso primero corresponde preguntarnos por su método.

el método

No es común que la crítica tome en cuenta el lugar del espectador. En general está el crítico, sus creencias estéticas y la obra. El espectador es, para el crítico, muchas veces una figura idealizada: o un desplazamiento de sí mismo o un fantasma poco importante porque el verdadero público está en el futuro y es construido por la obra, que supuestamente se completa con la interpretación del crítico. En la Historia a contrapelo del arte argentino se intenta evitar estos desdoblamientos a través de la pregunta por el lugar que la obra y el sistema artístico le atribuyen al espectador. ¿Es un sujeto que necesita ser educado? ¿Se apela a su culpa? ¿Se busca cierta complicidad? ¿Qué tipo de complicidad?

El segundo paso del método de Cañete es el de realizar un análisis visual, específicamente pictórico, de las obras, en reemplazo de un sociologismo progresista que, para el autor, tiene más que ver con los efectos sociales de las artes visuales que con su propia especificidad, ambigua y ficcional. Hay para Cañete un tipo de crítica que intenta o bien leer a las obras fuera de su contexto político y desde el análisis histórico de sus tensiones con el modernismo nacional e internacional (López Anaya y su connivencia con la dictadura), desde un rol curatorial que intenta integrar -a veces forzosamente- a lo que sucede en la Argentina con lo que sucede en el mundo (Romero Brest o Jorge Glusberg, ambos con rispideces en relación al imperialismo) o que directamente confía en que el arte es un necesario instrumento de comunicación política (Fabián Lebenglik o Roberto Amigo). Cañete hace un poco de cada una de estas cosas aunque siempre elige privilegiar la cuestión pictórica unida a la teatralidad de las obras, y su táctica es la de intentar vincular a cada artista con la historia del arte occidental.

Por eso el tercer paso de su método podría ser el de sumar un análisis de lo que Raymond Williams hubiera llamado las “formaciones” artísticas, es decir los grupos, cofradías o sensibilidades de la historia del arte local. Así la zoncera de que obra y autor deben ser diferenciados se evita con elegancia y a través del rescate de entrevistas, publicaciones en revistas, manifiestos y catálogos. Cañete está mucho más cerca de la sociología de lo que él piensa, pero siempre hay algo más y eso se agradece. Por citar dos ejemplos, para Cañete Xul Solar, William Blake y Aleister Crowley comparten un horizonte de preguntas pero en territorialidades y temporalidades diferentes, y el Madí argentino de la década del cuarenta puede ser leído como un precursor del minimalismo norteamericano. 

Finalmente, el mercado: el método analítico de Cañete nunca abandona la idea de que el mercado es una fuerza desnaturalizadora para el tipo de conocimiento y las posibilidades espirituales que debe abrir el arte. El autor es por lo tanto inclemente con los artistas que trabajan para el reconocimiento en el circuito institucional del arte, que podría ser contado así: en el siglo XIX no tenía autonomía de lo político y se vinculó con el intento de las elites por inscribirse en un canon unitario, europeo y racista; en el siglo XX se vinculó con el intento de ciertas burguesías latinoamericanas pronto alineadas con las dictaduras por generar un canon vinculado a la abstracción con toques idiosincráticos pero neutro y ajeno a la convulsión política; y en el siglo XXI se vinculó con un sistema del arte global y las bienales, ligado al gran capital financiero, a la decoración de interiores de la burguesía transnacional y al lavado de conciencia de los billonarios.

Muchas veces sus análisis terminan en esto, y el mercado es presentado como una fuerza antitética al arte. A veces este ejercicio puede sonar injusto, como cuando acusa a Julio Le Parc de “haberse vendido al mercado”. Pero en general, y por ejemplo al analizar la desresponsabilización corporativa a través del chantaje al espectador que es el núcleo del proyecto de Adrián Villar Rojas o la estrategia de porno-miseria con culpa que propone Gabriel Chaile, Cañete suele tener razón.

lo argentino

Al preguntarse sobre la tradición nacional, el libro destaca la negación sistemática de lo plebeyo, y los pactos entre el sistema del arte, las elites y sus proyectos modernizadores. Un ingrediente extra es su foco en las representaciones del cuerpo y en especial de los claroscuros presentados por la antinomia entre civilización y barbarie. El proyecto apunta a desnudar un sistema excluyente, blanco, patriarcal, atrasado y golpeado por la dictadura militar. Todas estas son características del caso argentino, pero no parecen suficientes para pensar su especificidad regional ni nacional. Creo que esta es una de las carencias del libro.

Se entiende que el crítico quiere evitar abordajes esencialistas y por eso prefiere centrarse en sensibilidades, como el abordaje afectivo en la obra de Carybé hacia lo popular en oposición al temperamento analítico de Xul, Borges y un vanguardismo modernista que incubaba una relación más cerebral con lo criollo, con un reclamo de universalidad que en realidad era europeizante. Es también oportuno que Cañete cargue las tintas sobre el desmesurado espacio atribuido en la Argentina a los artistas preocupados por seguir las modas internacionales y centrarse en los dramas de la representación en lugar de atribuir valor a las búsquedas organizadas en torno a los mecanismos y los espacios en disputa que deja la construcción de la memoria, otra de las marcas del arte argentino. Pero a pesar de esto hay en sus análisis un vacío, que se vincula a la lectura de la relación entre lo popular, el peronismo y lo nacional. Creo que Cañete está enojado con el kirchnerismo -lo caracteriza como un proceso de fetichización de la militancia-, y no le deben faltar razones. Este enojo, sin embargo, nos priva de una veta de análisis que hubiera sido rica para pensar una porción importante y singular del arte político argentino, y obras de artistas como por ejemplo Daniel Santoro o Fernanda Laguna.

El caso de Antonio Berni, leído por Cañete casi como un precursor del peronismo pero más aún como un crítico a las izquierdas, lejano tanto de las lecturas latinoamericanistas como de parte del realismo social que se le atribuyeron, muestra que su sutileza y su imaginación crítica podrían haber brindado mucha tela para cortar en este tema. Sucede lo mismo con su pormenorizado análisis de la obra y trayectoria de Nicola Constantino. La artista es acusada de haber perdido la oportunidad en un país en el que no existieron las vanguardias, y que esto se debe a que la puesta en escena de su cuerpo, central en el proyecto de Constantino y en la teoría de Cañete, es a fin de cuentas transaccional y no espectral. Cañete acierta. También acierta al señalar el patetismo en la reacción de Constantino cuando Cristina Fernández de Kirchner intervino en su obra sobre Eva Perón en la Bienal de Venecia. ¿Pero no hay también algo arltiano en un proyecto que es rechazado tanto en Nueva York como por el comisariado político de Cristina, algo de lo que no puede ser del todo cifrado por la sensibilidad peronista y que sin embargo la asedia? ¿No podría pensarse a la obra de Constantino más en tensión con el pop que como un gesto dadaísta y surrealista y por eso un tanto anacrónico? ¿Y no es la falta de una teoría sobre la espinosa relación entre el arte y el peronismo lo que hace que Cañete no pueda ver en Constantino estas ambivalencias que sí percibe en Berni?

lo inauténtico

Podría hacerse una larga lista con las tendencias que en la Historia a contrapelo del arte argentino son consideradas inauténticas. Elijo esta palabra porque el autor considera al crítico como un espectador más. Lo que ambos comparten es el deseo de vincularse con el arte como una fuente de autenticidad que solo se es fiel a sí misma, cuya razón de ser es conectar universos espirituales a través de un trabajo con el medio -la imagen- que es radicalmente diferente al orden de lo político, que, siguiendo a Jacques Rancière, es del reordenamiento de los cuerpos. El ensayo desconfía del maridaje entre arte y política, y en particular sospecha del arte cuyo objetivo final dice ser la transmutación en praxis o en comunicación política. Se trata, en su visión, de esferas separadas y que se nutren en la tensión y la diferencia: para Cañete, cuando el arte es justificado con discursividad política olvida al espectador y también olvida su esencia. A pesar de esto Cañete no desprecia experiencias como la de Tucumán Arde y reconoce el hecho de que nuestro país esta y otras manifestaciones de arte político vinculadas a la desmaterialización de las obras, en las cuales las formaciones conducidas por Roberto Jacoby, fueron pioneras. Creo que lo hace porque las considera auténticas.

En el último tercio del libro Cañete dispara a mansalva contra diversos vectores del sistema del arte argentino y de su historia reciente. Con argumentos de peso y casi siempre justificando sus posiciones, el libro rapea contra Pablo Suárez por el pacto sádicamente perverso en relación a la pobreza que le propone al espectador. Contra Pablo Siquier por su autismo inconducente (gran acierto, por más que presente argumentos mucho más convincentes que una foto de Madame Lagarde y Macri, a pocos minutos de arruinar el destino del país, con un Siquier de fondo). Contra el taller de jóvenes artistas de la Universidad Di Tella, acusándolo de ser nostálgico y neoliberal a la vez, acomodaticio al mercado bajo un lenguaje de pseudo poshumanismo digital. Contra la teoría feminista de Andrea Giunta, acusándola de esencialista y al mismo tiempo de basar su crítica en premisas sociológicas, y de no hacer otra cosa que una crítica melancólica a la modernidad. Contra el proyecto de la exgalería Belleza y Felicidad, acusándolo al mismo tiempo de una fetichización inauténtica de la pobreza y de precursor del modelo del emprendedurismo cultural, nutrido en las teorías de Richard Florida, que el macrismo intentó imponer como modelo de relación preponderante entre los trabajadores, la cultura y una globalización que aún se vislumbraba como un proceso avasallante.

el poder

La lista podría seguir. La concepción de lo inauténtico que esboza Cañete se vincula con su idea de lo políticamente correcto. Cañete parte de la base de que el arte que vale la pena genera, hasta cierto punto, una tensión con el poder. El problema inmediato sería cómo, después de toda la sofisticada teoría sobre el poder que la academia occidental viene desarrollando desde hace siglos, podemos identificar al poder sin caer en discusiones bizantinas. Lo políticamente correcto como arquetipo de lo inauténtico sería, para Cañete, un dispositivo de lectura y de construcción de las obras que silencia la trama económica de su proceso de producción y exhibición, sobreestima los efectos de cierto mensaje cosmopolitista para plegarse a los circuitos internacionales y vampiriza las buenas causas convirtiéndolas en maquinarias de administración de la culpa. Así es como funcionaría el poder hoy. Otro punto para Cañete.

Pero hay algo más. La Historia a contrapelo del arte argentino propone en este punto, y tomando a Franco Berardi, pensar como contrario al poder todo aquello que privilegie la libertad de elegir y se oponga a la automatización, conservando una dosis de empatía. Y quizás el propio libro, por momentos, carece de esta empatía para terminar enamorándose de sus propias verdades. Quizás el fragor de la crítica lo hace malgastar bastante de su enorme energía en cuestiones que obturan un pensamiento sobre lo propio. En épocas en las que las discusiones políticas parecen querer reducirse a categorías de antaño y en que el liberalismo progresista antiargentino es el sentido común en los mundos del arte, creo que se trata de una pérdida considerable.