pasiones a temperatura ambiente

Una antología de diatribas recién publicada permite leer ciertos consensos progresistas, ciertas discusiones y cierta falta de entusiasmo en el mundo de las ideas mientras la libertad avanza. ¿Se puede escribir una diatriba siendo amistoso? ¿Ser intolerante es lo mismo que defender una creencia? ¿Hay un afuera deseable de las escrituras del yo?

Mi sobrino tiene ocho años. Es un conversador infatigable, representa personajes con sus necesarias voces, pasa del castellano neutro al mexicano y al rioplatense con sutiles matices de ironía, y ama en igual medida el terror y la ciencia ficción, géneros sobre los que maneja una erudición inquietante. Jamás leyó un libro entero, y las películas de las que aguantó más de sesenta minutos pueden contarse con los dedos de la mano. Se dedica a los resúmenes y a las críticas por Youtube, con el tope de catorce minutos de largo porque considera que ese tiempo es suficiente para cualquier tipo de narración. Cuando se agota antes, para oxigenar un poco la cabeza, googlea memes.

La colección Sencillos de Vinilo Editora parece ser una traducción de esta probable mutación antropológica al formato libro, es decir, adaptada a la cosmovisión de quienes todavía preferimos leer. La celebro como a cada una de las iniciativas basadas en materiales breves que no se resignan a perder profundidad, y me interesó en especial El libro de las diatribas, una antología dedicada al género.

Toda antología es un mapa de afinidades y también una operación editorial que intenta establecer un débil canon tironeado entre la necesidad comercial y la sensibilidad estética. Desde esa perspectiva, una antología habla más de la editorial que la publica que del horizonte discursivo que intenta representar. Pese a las lesiones, la lista de Lionel Scaloni para el Mundial de Qatar estuvo abierta a la presión pública, pero los resultados venían tan bien que pareció fruto de un consenso. Las antologías, al contrario, son tan antojadizas como inexpugnables, y por lo general no reciben opinión de sus futuros lectores. Por eso resultan interesantes para ser leídas como el manifiesto de una empresa, una formación, una sensibilidad.

el terror y la amistad

Dentro de este perímetro hay que decir que las antologías son, a su vez y dadas las condiciones de producción actuales, manifiestos débiles. En términos generales una editorial pequeña o mediana no es hoy en día la expresión de una corriente artística o de una asociación política, sino más bien una galería de arte que exhibe un particular tipo de influencers que, en el caso de la cultura literaria, repiten casi siempre lo mismo: “la representación es imposible, el lenguaje es opaco y apenas araña a la inefable experiencia,  etc.”. No deja de ser paradójico que, en realidad y a la hora del momento real del hecho literario, que es la lectura, este singular cluster de influencers sean leídos –es decir apropiados prácticamente por el colectivo de lectores literarios– como un grupo de gurús sentimentales o filosóficos. Caída su pregnancia en una esfera pública estallada, la literatura parece ser hoy una religiosidad menor, un entrenamiento espiritual sin conexión ritual con lo sagrado, ni con lo social, y menos todavía con lo político.  

Ahora sigamos: la antología de la que hablo es el fruto de una selección que, a primera vista, y al igual que su formato, como decía, me resultó atractiva. Hay dramaturgos reconocidos y emergentes, periodistas culturales y escritores de diversas generaciones, autores de la casa, cierta diversidad en lo que se vincula a las identidades de género, en fin, una colección de nombres de gente que sabe lo que hace, con una reputación atentamente recalcada en sus currículums artísticos, a la que con seguridad se le ofreció el espacio –y unas monedas– para el virulento desmadre o al menos la afectada vehemencia que la diatriba como género –creía yo– lleva implícito.

¿Pero pueden convivir el terror que germina en una diatriba con el tipo de amistad que expresa una antología hecha por editoriales que más que ganar lectores o presencia pública pretenden ganar amigos o socios de un club de lectura?

la pasión y la excepción

En la diatriba el tema importa menos que la pasión. Que entre los abordados hubiera temas universales como el consumo, el trabajo o lo útil –tópicos cuya significación histórica ha variado– en convivencia con otros más coyunturales como los superhéroes o la cancelación, me parecía otro acierto. Hasta que poco a poco, y a medida que avanzaba en el libro, me fui dando cuenta de que casi todos los textos tenían un rasgo en común: justificaban el tema o la posición del autor con respecto al tema escogido en torno a la experiencia personal. Este movimiento hacia el yo como centro de cualquier escritura posible, la entronización del sujeto traumado como garante de la autenticidad de los productos culturales, fue bien tematizado hace aproximadamente dos décadas por pensadores posmarxistas como Frederic Jameson o Hal Foster, y tengo poco que agregar al respecto porque yo mismo disfruto de este tipo de productos. No me molestaba el tono autorreferencial, solo especulaba con que en la diatriba la pasión debía arrastrar al yo, hundiéndolo y dejándolo un poco desnudo, un poco enchastrado. Lo que sucede en el libro, en términos generales y por el contrario, es que el yo es la medida de posiciones que no lo desbordan.

Así está el padre a quien no le gusta el mundo en el que vive su hijo –a mí tampoco me gusta– , el escritor que se siente incómodo en los shoppings –yo también– , la separada que intenta explicar el matrimonio –como el ateo que refuta a Dios– , el impuro que se manifiesta puramente contra la pureza, los librepensadores liberales de izquierda que dicen exactamente lo que hay que decir sobre la cancelación o la autonomía del arte. Sobre estos dos temas me hubiera gustado leer algún matiz más allá del sentido común algo polvoriento del liberalismo de izquierdas. Alguna sospecha de que acaso las libertades individuales son un problema más que una solución, o de que quizás muchos avances se logran colectivamente y por eso la cancelación ha sido a lo largo de la historia una herramienta más, a veces oscura y otras necesaria, cuya eficacia y necesidad siempre depende de la constelación de fuerzas sociales. No tuve suerte, como tampoco logré encontrar malestar alguno con respecto a los inmensos aportes del arte que “avanza” a través de innovaciones formales, algo de lo que la burguesía bohemia de las ciudades no se permite renegar desde hace casi un siglo con resultados, hay que decirlo, bastante decepcionantes por fuera del sistema autopoiético de circulación de artistas en eventos de caridad corporativa o estatal.

También hay un texto muy bien escrito con el que me sentí identificado pero cuyo tema me costó mucho precisar. Se trata en casi todos los casos de ensayos que sientan un punto, está bien leerlos, aunque por desgracia perseveren en dos manías: por un lado la de bajarle el precio al género diatriba, y por otro la de no presentar contraargumentos. Una diatriba podría ser un ensayo personal desapasionado si se tomase el trabajo de analizar los argumentos en contra de lo que uno defiende, y los demoliera. O podría ser una diatriba furibunda sobre algo. Cuando ninguna de las dos cosas sucede queda la sensación de que los textos se blindan con un acto minúsculo de sinceridad, que va desde decir que el autor no tenía ganas de escribir el texto y lo hizo porque le pagaron hasta decir cosas como que bueno, iba a escribir sobre esto, pero hice esto otro. Este momento de sinceridad no parece, entonces, una grieta en la construcción del yo. Esto solo acontece en el texto de Ángeles Salvador, que habla sobre la muerte, y que conmueve porque es una despedida bella y desgarrada.

el trabajo, la nostalgia y la imaginación

Elijo el trabajo, la nostalgia y la imaginación no porque las diatribas sobre estos temas se distingan especialmente de las demás, sino porque los temas me parecen interesantes o acaso los autores hayan logrado exponer algo más. Sigo a Osvaldo Baigorria desde hace un tiempo y a pesar de que su texto comparte casi todos los tics que vengo comentando, sus reflexiones sobre el trabajo son en realidad un alegato decrecionista, y el decrecionismo es una idea que vale la pena discutir, en especial luego de la pandemia. Baigorria oscila entre una defensa hedonista del ocio y una crítica al daño ambiental y mental que produce la organización del trabajo en el capitalismo tardío, proponiendo incluso un ingreso universal “pagado por las empresas”.

Diferente es el caso de Tamara Tenenbaum, que aborda los usos de la nostalgia. Al contrario de lo que me ocurre con Baigorria, no había tenido la oportunidad de leer nada escrito por ella, aunque la conocía como una autora popular dentro del progresismo blanco urbano, que incluso logró el nada desdeñable éxito de convertir un libro sobre percances amorosos en una serie de Amazon. Su diatriba empieza de la peor forma en que puede empezar una diatriba: pidiendo disculpas y al instante blindándose como una persona que sufrió carencias durante la infancia. Sin embargo la autora tiene una hipótesis que vale la pena reponer: hay en la cultura mainstream contemporánea (en el indie mainstream, a decir verdad) un uso exagerado de la nostalgia que resulta paralizante y proviene de una elite de autores del hemisferio norte. Mientras que hace poco tiempo la cultura resultaba una caja de herramientas donde convivían capas históricas que podían ser apropiadas para producir discursos singulares y a veces utópicos, hoy, según la autora, la nostalgia coloniza e impide que la cultura imagine futuros otros. Siento que lo importante de esta idea está en los orígenes de estas tendencias –el hemisferio norte, principalmente Estados Unidos– y no tanto en el paso de un pastiche posmoderno constructivista a otro decadentista, mutación que Tenenbaum señala con acierto. A partir de esto lo que sigue es una cadena de equívocos donde, dejado de lado el problema nacional o regional, se pasa a la idea de que la libertad consiste en metabolizar el pasado con fines personales en lugar de embalsamarlo como un consumo nostálgico. Quizás hubiera sido más interesante considerar la posibilidad de que el pasado acontezca en realidad en el presente y de que el principal desafío de la esfera estética sea revivirlo política, ritual y piadosamente a través de la actualización doctrinaria de los mitos nacionales. Pero esto es lo que yo pienso, y creo que pese a su liberalismo siempre bienpensante, el texto de Tenenbaum hace un planteo necesario.   

Para terminar tomo un texto de un autor que me gustaba por uno de los principales motivos por los que a uno le puede gustar un autor, que es por su imaginación, por los recovecos de su visión del mundo. Así fue que encontré que I Acevedo escribió una diatriba en contra de la imaginación. Con referentes tan disímiles como Donna Haraway, Walter Benjamin y Greta Thurnberg, Acevedo afirma: “Imaginar no parece tan bueno cuando nos aparta de hablar sobre un mundo intolerable para nosotres: un mundo donde lo que no se tolera es nuestra vida”. Lo que sigue a este razonamiento es que las escrituras en primera persona (“de mujeres cis”) y subalternas sirvieron para dar un primer paso pero que se basaban en el fondo en la idea de empatía, algo que para “las epistemologías travestis, trans, y no binaries y decoloniales” está bien pero no tan bien porque de lo que se trata es de reafirmar las diferencias radicales entre identidades. Las mismas pueden ser puestas en contacto a través de “herramientas comunes de lucha” que al parecer poco tienen que ver con la imaginación política o las visiones de futuro que consiguieron un puñado de avances sociales a lo largo del siglo XX. Hoy, tal sería la idea de fondo, no hacen falta formas creativas de organización ni nuevas institucionalidades, hacen falta epistemologías que las habiliten. De todas formas y junto a esta propuesta revulsiva I Acevedo mantiene la idea un poco arcaica de que “la literatura siempre va adelante”. Uno podría preguntarse delante de qué, porque si va adelante de los movimientos sociales esta posición se parecería bastante a lo que creía el vanguardismo falogocéntrico de principios del siglo XX. Pero en realidad, y como decíamos, lo que parece “ir adelante” son las misteriosas herramientas colectivas de los grupos que practican las “epistemologías travestis, trans, y no binaries y decoloniales”. De esta manera la diatriba de I Acevedo, acaso la más vital del libro, logra condensar en pocas páginas algo que a un puñado marginal de viejos blancos y heterosexuales nos entristece del progresismo contemporáneo: la negativa a elaborar propuestas alternativas, la imposibilidad de calibrar las fuerzas que apunten a generar un nuevo orden, la comodidad defensiva, la resistencia a dialogar con el otro, la pulsión de quejarse y de impugnar moralmente desde el consolidado lugar de víctimas que solo toleran reunirse entre ellas.