Llega un momento en la vida de toda escritora argentina en el que es inevitable referirse a Silvina Ocampo. A mí me tocó el año pasado, cuando me invitaron a una velada sobre ella. Fui (inocente de mí) como lectora: resulta que había que ir como experta. Porque de ella no se habla sin saber qué hizo en Pau en 1954 o si de verdad viajaba con la vaca en el barco. Hay que resignarse a repetir las rencillas con la hermana, a mencionar al albacea cancerbero y a todos los remilgos del caso. Fui, hablé poco, aprendí mucho y, al final, fui aleccionada.
Como lectora, llegué demasiado pronto a Silvina —como parece obligatorio decirle, brutal pérdida del apellido que no es cariñosa como lo que ocurre en Brasil con Clarice, sino obliteración del Ocampo señorial: ¡Silvina y Victoria, tan cerca nuestro aunque estemos tan afuera! Figuras de la “realeza” argentina de las que hablamos con fingida intimidad, empequeñeciéndolas todavía más frente a los gigantes Adolfo y Jorge Luis, a quienes nadie llama por su nombre.
Sin embargo, aquí estoy, escribiendo sobre Silvina, preguntándome con qué autoridad hacerlo. En esto llega, consoladora, la voz de Alejandra Pizarnik —a quien si se me ocurriera llamar por su nombre, sería para que la majestad (y no la realeza) quede bien definida. Comprometida a escribir una reseña sobre sus cuentos, Pizarnik se desespera aunque cumple —especie de ofrenda amorosa, su artículo. Que su aff aire unilateral con la esposa de Bioy haya llegado a las páginas españolas de Vanity Fair con título hiperbólico (“¿Eran amantes las dos escritoras argentinas más importantes del siglo XX?”), le habría sorprendido. A la otra, le habría desagradado. O tal vez no. A Silvina le pesaba no ser más popular, que “no la vendieran en los quioscos”. Oh, Silvina y “lo popular”, desde los cirujas que venían a pedir a la estancia hasta la pobre Leopoldina que no sabe soñar con la riqueza que le convendría, da para varios papers que, estoy segura, ya han sido diligentemente escritos.
Llegué, dije, demasiado pronto a ella: a los quince años leí algunos de sus cuentos. Me gustaron. Pero El pecado mortal me pareció una traición y no se la perdoné. Salvo por la bibliografía obligatoria de ciertas materias, me alejé de ella. Volví hace poco, cuando encontré que ese cuento era citado como emblema feminista. ¿Y por qué no? Es cierto que el cuento relata el abuso sexual de una niña perpetrado por el sirviente de la casa. Tema audaz para la época. Con justicia se aplaude en Silvina la valentía de tratarlo en primer plano mientras la mayoría de sus colegas insistía en la omnipotencia del pene.
Bien saludado, entonces, el tratamiento frontal del tema. El problema es que el abuso no es el asunto central del cuento. Dos elementos conspiran contra esa lectura: la insoportable retórica religiosa que enmarca todo el episodio y el artilugio narrativo de la voz en segunda persona, la adulta como comentarista de la historia de la niña. Recupero lo que en mi lectura adolescente me deslumbró: la narración en primer plano de los caminos del placer femenino. Más aún, narrarlos en el momento en que una niña está experimentando, maravillándose de las posibilidades de su propio cuerpo. Ni Anaïs Nin ni Mishima me habían hablado del placer carnal que podía lograrse con una flor de plumerito, aunque sí de la de voluptuosidad a la que conducían ciertas estampitas. ¡Y ahí estaba Silvina, atrevida a todo! La niña incluso está orgullosa: trata de enseñárselo a sus amigas. Pero ahí se queda. No es un cuento que reivindica el goce sino la necesidad (social) de castigarlo. Es ese evidente “conocer” el placer de la niña lo que excita el acto punitivo del sirviente (Chango se presenta con la flor en la solapa). La violencia, entonces, es doble: el criado violenta a la niña y castiga el goce en soledad. Hasta aquí, Silvina no haría más que mostrar lo que efectivamente hace la sociedad patriarcal, que hasta hoy sigue penalizando el goce femenino. El problema es que el filtro religioso (“oh, sacrílega”, “Dios me perdone”) no le permite llevar el tema hasta sus últimas consecuencias. Al final de la secuencia del abuso la niña añora “la pulcra flor, [su] morbosidad incomprendida”. El episodio se cierra así: “Como dos criminales paralelos, tú y Chango estaban unidos por objetos distintos, pero solicitados para idénticos fines” (extraña, perversa analogía en la que la flor es a la niña lo que la niña/Muñeca es al hombre).
El trabajo de la voz es ambiguo y se podría pensar que es la niña la que se siente (equivocadamente) “criminal”. Pero la palabra “misericordia” en el final reafirma lo punitivo. Algo de esto intenté comentar en esa mesa sobre Silvina. Se alzaron voces: ¿acaso yo sugería que la niña había seducido al hombre?, dijo uno, ¡Es una nena inocente! y, la definitiva: ¡los padres la dejaban sola con el criado!
“Misericordia” es el atributo de Dios, en cuya virtud perdona los pecados y miserias de sus criaturas. “El pecado mortal” es un relato sobre la (mala) conciencia del deseo y el placer femeninos que, en el camino, ilumina prácticas patriarcales execrables. Desde ese punto de vista, hay en él un gran atrevimiento. Pero la retórica católica culposa anula el poder de subversión de las normas que el mismo deseo femenino comporta. Desde mi lectura adolescente hasta hoy no dejo de ver en esa decisión narrativa una traición a todas las formas del goce.
