ni un oscuro día de justicia

Durante el verano dos tormentas judiciales agitaron el inicio de la campaña electoral. Las filtraciones de los chats del ministro de Seguridad porteño derivaron en el intento de remover a los integrantes de la Corte Suprema. Y el juicio contra los jóvenes que mataron a golpes a Fernando Báez Sosa infló las pasiones hiperpunitivas. En este embrollo, ¿qué es la justicia?
En medio de la crisis económica y con un futuro incierto, la confrontación entre la política y el poder judicial parece estar mostrando quién tiene los fierros de la gobernabilidad. En estas últimas décadas, decisiones muy importantes de la vida democrática quedaron en manos de jueces, fiscales y otros personajes más oscuros que navegan en esas aguas. Mientras, la pregunta sobre cuál es el aporte del sistema judicial a nuestra comunidad y a la construcción de un Estado más o menos igualitario, más o menos violento, más o menos justo quedó en un segundo plano. Fue arrasada por la disputa de palacio, en el sentido más literal posible, que desembocó en el fortalecimiento de un sector judicial aliado con actores del establishment económico y con distintas expresiones del antikirchnerismo, y a veces del antiperonismo en general. Esos sectores acorralaron judicialmente a Cristina Fernández de Kirchner y enarbolaron consignas socialmente ganadoras como el hiperpunitivismo y la lucha contra la corrupción y contra el populismo.
de blumberg a burlando, con amor
Que se pudran en la cárcel, son bestias, si no es perpetua no es justicia. De repente, el abogado mediático Fernando Burlando copó todas las pantallas con sus verdades sobre cómo debíamos procesar colectivamente el asesinato de Fernando Báez Sosa, por parte de un grupo de pibes que le pegaron y lo patearon hasta causarle la muerte. Burlando no es un abogado cualquiera. Su historia es bastante conocida, aunque pretenda desprenderse de ella después de su rol en la causa por el crimen de Báez Sosa. Abogado del poder, abogado de narcos, abogado en esas tramas turbias que vinculan la justicia con la política. Llevó adelante la defensa de Los Horneros, la banda condenada por el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas, vinculada con la Policía bonaerense. En el juicio de este verano, tuvo un papel destacado en representación de la familia de Báez Sosa: logró cambiar el encuadre del caso y monopolizar la discusión pública. Con infinitos recursos y llegada a todos los medios pudo poner las coordenadas de interpretación del hecho, tan cruel que sensibilizó a todas las audiencias. Lo pudo hacer porque ganó la pelea contra la defensa de los jóvenes acusados adentro y afuera de los tribunales y porque su alianza mediática y política va mucho más allá de este caso puntual. Pero sobre todo, porque entendió cómo generar las condiciones para que, frente a la violencia social, parte importante de la sensibilidad popular se incline por pedir respuestas punitivas máximas, que implican segregación y brutalidad estatal.
Burlando anunció que competirá como candidato a gobernador en la provincia de Buenos Aires, aunque no es claro si con una fuerza propia o aliado a Javier Milei. Estos grupos tironean, en alianza ideológica con el bullrichismo, para radicalizar las posiciones. El tablero de la discusión sobre justicia penal y seguridad ya lo coparon, mientras desde la gestión estatal la reacción es tardía o convalidante de estas posiciones punitivistas. El homicidio del niño Lucio Dupuy, cometido por su madre y la pareja de esta, también desencadenó reacciones impiadosas que en este caso, además, alinearon campañas en redes sociales de influencers, políticos y referentes de grupos de la ultraderecha contra el feminismo y las organizaciones de derechos humanos.
Desde el campo progresista no logramos hacer pie en este modo de encarar el debate público. La desmovilización, fragmentación y desorientación de una respuesta alternativa a estas posiciones es significativa a la hora de entender el crecimiento de la adhesión social -la subterránea y la superficial-, a las ideas más duras. El realismo político punitivo de ciertos sectores que pretenden representar valores democráticos, populares, igualitaristas y que proponen una respuesta pragmática parece tener patas cortas para evitar salidas autoritarias. Si se consiente que no hay otra forma de encarar el tema de la seguridad que endureciendo el Estado, la única traducción concreta es más castigo, más cárceles, más armas, hasta llegar a la idea de darles nuevas tareas a las Fuerzas Armadas. Una espiral de la que no se sale fácilmente.
Este tipo de personajes, que traducen las demandas de seguridad alimentando la parafernalia penal, no son una novedad. Juan Carlos Blumberg lo hizo en los comienzos del gobierno de Néstor Kirchner. De allí salió la peor reforma penal de las últimas décadas, pero en aquel momento el sistema político y judicial, con la renovación de la Corte Suprema, no tuvo una posición monolítica sobre todo a partir de 2004. La Corte sacó fallos muy importantes para limitar el poder penal y dar mensajes sobre la dignidad del castigo. En la provincia de Buenos Aires, el gobernador Felipe Solá y el ministro de Seguridad Carlos Arslanián impulsaron ambiciosas reformas de la Bonaerense y contrapusieron su política a la promovida por Carlos Ruckauf. A nivel nacional la experiencia de Nilda Garré al frente del Ministerio de Seguridad también planteó la posibilidad de construir políticas públicas menos duras. Con idas y vueltas por las resistencias e internas propias del armado político kirchnerista, hasta 2013 estas experiencias gubernamentales -y armados sociales como el Acuerdo por una Seguridad Democrática o la Campaña contra la Violencia Institucional- intentaron limitar los efectos políticos de aquella ola punitiva y construir posiciones alternativas a la hora de hablar de castigo.
La relación política-justicia no se juega únicamente en cómo las cúpulas dirimen los conflictos, o en cómo se definen las reglas de juego institucionales, ni en la mayor o menor independencia o autonomía relativa de los jueces y fiscales. Hay un vínculo fuerte entre justicia y política relacionado con cómo se piensa, y cómo se arma, la reacción contra el delito y la violencia, a las formas e intensidad del castigo, a qué tipo de diálogo social favorece esa respuesta. La función judicial de administrar el castigo modela las formas de vida, la existencia concreta de las personas, los lazos comunitarios y la relación con el Estado.
los chats del poder
La demanda para que el poder judicial responda con dureza a hechos que conmocionan y tocan fibras muy sensibles corre en paralelo a una situación en la que pareciera que el Estado ya no puede resolver los problemas de reproducción de la vida, de convivencia social, de aspiración de futuro. El cuestionamiento a la democracia implica también la pérdida de confianza en que el sistema judicial es importante para defender los derechos de un colectivo con lazos comunitarios. Más bien parece lo contrario: el poder judicial defiende su propia posición y dirime sus conflictos, que no son los de las mayorías.
Esta crisis de legitimidad es reivindicada por todos los frentes políticos pero por razones muy distintas.
Hace años que el sistema judicial federal se convirtió en un ariete del poder, pero no siempre fue igual que ahora. En décadas anteriores, funcionó para blindar acusaciones de corrupción o para convalidar decisiones económicas -las privatizaciones de los años noventa, por ejemplo. Sin embargo, no se había convertido en un poder con peso propio y autonomía para intervenir en la competencia político electoral. Los operadores y el vínculo con la estructura de inteligencia siempre estuvieron, pero había un bipartidismo más ordenado, que no usaba la detención y el encarcelamiento de opositores.
En cada etapa puede reconstruirse el modo en que el sistema político usó o lidió con el poder judicial federal. La nota distintiva en este momento parece ser la decisión y el compromiso de algunos referentes judiciales para terminar con un ciclo político que los puso en el centro del debate y la confrontación.
La filtración de los chats de Telegram del ministro de Justicia y Seguridad del gobierno de la ciudad, Marcelo D´Alessandro, expuso los vínculos, la red de relaciones, las formas de hacer cotidianas de jueces, fiscales, autoridades judiciales, operadores, dueños de medios, agentes de inteligencia. El viaje de camaradería a la estancia del magnate Joe Lewis en Lago Escondido mostró cómo están insertos directamente en un esquema de poder que disputa día a día quién detenta las riendas del Estado. Estos jueces resolvieron casos concretos sobre cuestiones determinantes tanto para Lewis como para Clarín. El ministro, evidente operador judicial desde hace años, quedó expuesto en sus vínculos con fiscales nacionales y provinciales que le compartían información reservada de bases de datos y causas judiciales o con contratistas del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos es Juan Ignacio Bidone, condenado por intercambios de favores similares con Marcelo D´Alessio, el falso agente de la DEA que operaba inorgánicamente para la AFI.
En los intercambios aparece también un colaborador del juez Horacio Rosatti, de quien recibe información sobre el caso de la coparticipación entre CABA y Nación. Esto precipitó el pedido de juicio político a todos los miembros de la Corte Suprema por mal desempeño. Sin número en el Congreso para lograr las mayorías que requiere la Constitución, el trámite avanza como un cortafuego contra la Corte que meses antes había sacado una sucesión de fallos contrarios al gobierno en temas sensibles y controvertidos, además de la condena en la causa Vialidad contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Después de estos chats es poco lo que hay que explicar. Con el paso del tiempo van apareciendo más conversaciones filtradas que reproducen un intercambio de favores descontrolado con otros jueces, fiscales o referentes de Cambiemos. Los involucrados sostienen que estos chats no pueden dar a conocerse porque provienen de un hackeo y, por lo tanto, que tampoco pueden ser usados en procesos institucionales como el juicio político. El lodazal es profundo. La reacción de la Corte ha sido el blindaje para defenderse, aunque le pega fuerte a sus pretensiones de convertirse en el resguardo moral de la patria. No han iniciado ni siquiera una investigación interna para saber qué pasó y definir reglas de transparencia sobre el intercambio de información.
También esta escena alimenta a quienes desde el oficialismo entienden que es necesario usar este tipo de herramientas sin miramientos. Ya tuvo impacto en las audiencias de juicio político cuando el juez Sebastián Ramos, a pedido de un diputado peronista, negó tener relación asidua con D’Alessandro, lo que quedó desmentido al instante cuando se conocieron intercambios entre ellos que evidenciaban un trato de plena confianza. Además, Ramos fue el juez que había archivado sin investigación la denuncia por estas relaciones indebidas.
Un contraejemplo. La investigación por los sobornos judiciales para evitar que avanzara la investigación del asesinato de Mariano Ferreyra que comenzó en 2012 todavía no llegó a juicio, aunque se encontró el dinero que pretendía entregar la Unión Ferroviaria para manipular el sorteo de la sala de Casación que debía resolver los recursos de los acusados que ya estaban detenidos. Esta maniobra la intentaron con los servicios del abogado y exjuez federal Aráoz de Lamadrid y con la ayuda de un operador de la exSide. En ese trámite, durante cuatro años, al menos catorce jueces se excusaron de intervenir porque alegaron vínculos cercanos con los acusados. Vínculos profesionales, de amistad, de padrinazgo. También sostuvieron que se conocían de círculos sociales y hasta que habían compartido una vez una reunión social. No es posible llegar a juicio contra los responsables directos del hecho y ya cerraron la investigación contra los jueces de casación sospechados. Hay vínculos que los liberan de investigar y hay otros que (casi) nunca salen a la luz, un cotidiano intercambio de favores.
Estos episodios advierten sobre la profundidad del problema, el deterioro de la función judicial y la arbitrariedad con la que están decidiendo sobre la apertura y cierre de causas, sobre qué se investiga y qué no. No hay duda del interés público de la información, que difícilmente conoceríamos sin estas filtraciones. Pero en este tablero de operaciones, parece que lo único que queda es seguir mirando desde afuera cómo dirimen sus internas el sistema político y el judicial; difícilmente esto implique que se abra un escenario de cambio, que fije otras reglas, que cambie la lógica de intervención judicial y la relación con la política.
otro ciclo
La agenda judicial de palacio organiza el conflicto político. Mientras tanto, y en las puertas de la campaña electoral, crece el espacio que ocupan referentes políticos de la derecha tradicional y de la alternativa -Patricia Bullrich, Luis Petri, Sergio Berni, Javier Milei- y personajes mediáticos como Burlando: todos apuestan al hiperpunitivismo.
¿Dónde se puede pensar en la construcción de otras prácticas judiciales y otras respuestas estatales a los conflictos?
Las discusiones sobre la Corte Suprema, el Consejo de la Magistratura, el Ministerio Público no están resultando productivas y el saldo de estos cuarenta años es bastante desolador. El Consejo de la Magistratura está paralizado hace años y sobre todo ahora después de que la Corte Suprema lo obligó a volver a su composición original, con el presidente del máximo tribunal al frente del organismo y la administración del presupuesto. Mientras tanto, el oficialismo no logró mayorías para designar procurador o procuradora general de la Nación, un casillero importante para la pelea con Comodoro Py. Esto obstaculizó también el avance del sistema acusatorio aprobado en 2015, por las resistencias corporativas, la falta de política y de liderazgos internos.
Encerrados en la rosca de estas disputas, quedó trunca la posibilidad de repensar un sistema que debería legitimar su rol a partir de la intervención concreta en conflictos sociales, a favor de quienes requieren protección. O en cuestiones institucionales relevantes para definir las reglas de funcionamiento del Estado. Dejar de hacerlo no es neutro. Mientras la agenda judicial queda decodificada como los problemas endogámicos de la propia política, el crecimiento de posiciones hiperpunitivistas, antifeministas y antiderechos humanos va acorralando cualquier otra discusión sobre el aporte del Estado a la construcción de una sociedad más igualitaria.
