nadie sabe lo que puede colombia

Las protestas callejeras destruyeron la legitimidad del gobierno de Iván Duque y también pusieron en cuestión los pilares de un orden neoliberal impuesto a base de represión estatal, violencia paramilitar y poder de fuego narco. Pero la derecha se agazapa y es probable que Washington no tolere el ascenso de un exguerrillero a la Casa de Nariño. Crónica de un país que se aproxima a las elecciones presidenciales más picantes del siglo.
Anoche mataron a tres jóvenes en el pueblo de al lado. Yohana cuenta la noticia con el primer café de la mañana, cuando aún quedan nubes sobre la montaña y todavía el calor no aprieta en el sur de Colombia. Otra masacre. Recuerdo haber sabido de un acontecimiento similar el día anterior. Es la número 67 del año. Pronto habrá otra, y otra.
Salimos a caminar por las calles con casas bajas, algunas coloniales, pasamos por el río, puestos de frutas, hasta la plaza central con palmeras altas, una iglesia, el nombre del municipio Caloto en letras de colores y una consigna antiuribista en el piso. En una pared veo las siglas de un grupo armado tapadas por las de otro. “Se están disputando el territorio”, me aclara Yohana y acto seguido me explica la situación actual, que es una variación más de la violencia constante que golpea generación tras generación. En 1985, por ejemplo, cuando tenía dos años, mataron a su padre, dirigente nasa que luchó para conformar lo que hoy es la Guardia Indígena, uno de los brazos centrales del Consejo Regional Indígena del Cauca. Los asesinatos en esta región son permanentes: líderes sociales, afros, ambientales, campesinos, estudiantiles, firmantes de los Acuerdos de Paz de 2016.
cali
El departamento del Cauca es uno de las principales productores de cultivos ilícitos en un país donde la oficina de las Naciones Unidas para las Drogas y el Delito contabilizó 143.000 hectáreas en 2020. De noche se pueden ver luces que iluminan plantaciones de marihuana en medio de las montañas estratégicamente situadas para el negocio. Al sur se encuentra la ruta hacia Ecuador; al suroriente la Amazonía; al nororiente la vía a Bogotá; y al occidente la costa del Océano Pacífico, con desembocaduras de ríos en la selva y el puerto de Buenaventura.
Caloto está cerca de Santander de Quilichao, donde tuvo lugar la última masacre, a dos horas de Cali, la capital del Valle del Cauca. La “sucursal del cielo”, así la llaman a Cali, fue el epicentro del estallido social que se extendió desde abril hasta julio pasado. Hasta allá fue el movimiento indígena con sus camiones, chivas, banderas rojas y verdes, y guardias con bastones. Al llegar fueron recibidos con aplausos por quienes protestaban, especialmente por las primeras líneas de jóvenes de las barriadas. Historias de familias desplazadas por la violencia política y con plomo de las bandas civiles de camisas blancas protegidos por la policía a plena luz del día.
El ataque con armas de fuego ocurrió en la zona sur de Cali, donde los narcotraficantes y sus lavaperros edificaron sus riquezas en la década del ochenta, cuando Colombia engordaba con el dinero de la coca y sus discotecas, bancos, empresas, centros comerciales, autos polarizados, bombas, sicarios, carteles y paraíso mortuorio. El estallido llegó hasta las puertas de esos barrios exclusivos donde viven quienes mandan y la respuesta no se hizo esperar.
Cali vive ahora una tensa calma. Una ciudad pintada de murales contra Álvaro Uribe, el genocidio y el paramilitarismo. Los asesinatos de líderes y las masacres volvieron a concentrarse en las zonas habituales, como el Cauca. Las balas ordenan el negocio de la droga y definen cuáles serán los grupos que controlen sembradíos. Quienes realizan las importaciones de materiales para el procesamiento de la cocaína tienen laboratorios, vías de transporte internas y rutas para la exportación. Es decir, son quienes controlan la renta del narco-neoliberalismo colombiano. Porque si algo no baja es el precio de la cocaína.
medellín
Se venden camisetas con la cara de Pablo Escobar en tiendas de recuerdos, al lado de Gabriel García Márquez o de un cuadro de Fernando Botero. El jefe del Cartel de Medellín fue convertido en un asesino casi cool por series que se encargaron de ocultar sus relaciones con la política –la de aquel entonces, que llega hasta el día de hoy. Su biografía, la del mítico Cartel de la capital de Antioquia, está relacionada directamente con un nombre y apellido que atraviesa estos cuarenta años: Álvaro Uribe.
La historia fue denunciada en varias oportunidades por políticos, como el senador Iván Cepeda, o por investigaciones periodísticas como la que dio lugar a la serie Matarife, del periodista Daniel Mendoza Leal, quien tuvo que exiliarse recientemente en Francia. Uribe, presidente entre el 2002 y el 2010, comenzó su carrera política ubicado por el Cartel de Medellín en un puesto clave: director de la Aeronáutica Civil, lugar desde el cual se otorgaban las licencias para aviones, helicópteros, pistas, componentes claves de la ruta del narcotráfico.
En 1982 fue alcalde de Medellín, pero duró cuatro meses. Lo destituyeron luego de que salieran a la luz sus primeras vinculaciones con el narcotráfico, en una trama que incluyó a su padre, cuyo helicóptero –autorizado por Uribe hijo– fue hallado en Tranquilandia, el laboratorio más grande del Cartel, desmantelado en 1984. Claro que su carrera no se detuvo: fue senador, y después gobernador de Antioquia entre 1995 y 1997.
Los ochenta e inicios de los noventa fueron años de un tridente explosivo: Escobar + Cartel de Cali + coches bomba. El asesinato del máximo jefe de Medellín, en 1993, ocurrió en una época de transición de los actores armados: el repliegue de los carteles lejos de los medios fue acompañado por la consolidación del paramilitarismo y su principal expresión, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Narcos y paracos construyeron estructuras que se enchufaban al mismo negocio. “Este conflicto está vinculado a la droga y no se puede entender en absoluto si no se piensa continuamente en clave de droga”, le dijo a finales de los noventa el máximo dirigente paramilitar Carlos Castaño al filósofo francés Bernard Henry Levi.
La expansión de las AUC comenzó en la región gobernada por Uribe. Abundan testimonios sobre sus relaciones, las de su hermano Santiago y otros hombres de confianza, con las fuerzas paramilitares legales, las llamadas Convivir, y también con las ilegales, como las AUC, que protagonizaron masacres dantescas como la del Aro o el Salado. Colombia tuvo en esos años uno de los mayores picos de horror. El objetivo fue golpear a las guerrillas bajo la estrategia de quitarle el agua al pez, sembrar terror en el cuerpo social, desplazar poblaciones y apropiarse de tierras campesinas.
Las AUC fueron formalmente desmovilizadas en 2006, lo que en la práctica implicó su reestructuración en grupos más pequeños. Para entonces, Estados Unidos ya había expandido su control interno gracias al Plan Colombia, iniciado en 1998, y las Fuerzas Militares multiplicaban los falsos positivos: más de 6.000 personas que fueron arrestadas, ultimadas y vestidas luego con uniformes de la guerrilla para hacerlos pasar por bajas en enfrentamientos.
Entre 1985 y el 2011 resultaron asesinadas más de 220.000 personas y más de 100.000 fueron desaparecidas. La expansión de carteles y paramilitares conformó, en simultáneo, lo que se denominó la parapolítica: senadores, alcaldes, gobernadores, puestos en sus cargos con el financiamiento de las estructuras del narcotráfico. Y no es pasado: el mismo Iván Duque, actual presidente desde el 2017, ha sido señalado por recibir apoyo en su campaña presidencial del narcotraficante Ñeñe Hernández, jefe del cartel de La Guajira; mientras que su piloto de avión, también utilizado por Uribe en la campaña, resultó ser parte del Clan de Sinaloa, de México. Las evidencias desbordan, como la droga y la violencia.
las botas y los votos
La muerte impactó sistemáticamente sobre la izquierda o centro izquierda colombiana. Durante las últimas dos décadas del siglo veinte fueron asesinados más de 4000 integrantes de la Unión Patriótica, un partido surgido luego de los diálogos de paz con el entonces presidente Belisario Betancur (1982-1986). “La Unión Patriótica no fue exterminada por las Autodefensas, su gran victimario fue el Estado colombiano”, declaró Salvatore Mancuso Gómez, exlíder de las AUC en agosto de 2020. Mancuso fue extraditado a Estados Unidos hace 13 años.
La elección presidencial de 1990 fue la más violenta, con tres candidatos presidenciales asesinados: Carlos Galán del liberalismo, Bernardo Jaramillo de la Unión Patriótica y Carlos Pizarro, el antiguo comandante de la guerrilla del M-19, desmovilizado 45 días antes, luego de haber firmado un acuerdo de paz con el gobierno del expresidente Virgilio Barco (1986- 1990). El elegido resultó finalmente César Gaviria, quien abrió las puertas a la neoliberalización económica con consecuencias severas sobre rubros tradicionales del campesinado (como el maíz), lo que se tradujo en el aumento de los sembradíos de coca. El modelo narco-neoliberal de allí en más no haría más que profundizarse.
La historia ininterrumpida de violencia tuvo un punto de quiebre con el proceso de diálogo entre las FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos (2010/2018), que desembocó en la firma del Acuerdo de Paz en la Habana en 2016. Los mandatos de Santos, anteriormente ministro de Comercio Exterior de Gaviria y de Defensa bajo la presidencia de Uribe, significaron, en particular en su última etapa, el momento de mayor descenso de violencia y oxígeno para las fuerzas de centroizquierda e izquierda. Si bien los Acuerdos no significaron el final del conflicto armado, reconfiguraron en parte el mapa político. Las FARC se convirtieron en partido político –ahora llamado Comunes–, inaugurando un proceso complejo de fraccionamientos y la aparición de disidencias armadas que evidenciaron la pérdida del horizonte político.
El uribismo se opuso al Acuerdo de Paz, logró llevar a la derrota el plebiscito y volvió a la presidencia con Duque en 2018. Las consecuencias fueron predecibles: el incumplimiento del Acuerdo, la escalada de asesinato de líderes sociales, excombatientes desmovilizados y masacres. En síntesis, el fortalecimiento de la política de guerra que alimenta el negocio de las drogas y golpea las organizaciones comunitarias.
Hasta que de repente, un elemento cambió el escenario: la irrupción de las juventudes urbanas, que iniciaron un ciclo de protesta en 2018 y cuya maduración provocó el estallido de 2021. Fue la aparición de un sujeto nuevo, menos marcado por los años de guerra, excluido económicamente, sin experiencia ni representación política clara.
La respuesta uribista a las protestas fue trágicamente predecible. A la militarización de las ciudades iniciada en 2019 siguieron las violencias policiales, denuncias de torturas, abusos sexuales, y la actuación a luz del día de grupos paramilitares en varias ciudades. La lideresa Francia Márquez denunció una “cacería” de jóvenes de las primeras líneas. Durante esos meses fueron asesinadas 79 personas, 89 fueron víctimas de violencia ocular y cerca de 60 continúan desaparecidas.
Las balas fueron acompañadas de la criminalización. Uribe, quien ordenó desde el primer momento el despliegue militar, denunció la amenaza de una “revolución molecular disipada”, Duque se refirió al accionar de un “terrorismo urbano de baja intensidad”, caracterizando a las movilizaciones y bloqueos en clave de enemigo interno. De allí la descarga de terror en el tejido social. El mensaje fue claro: nunca más se atrevan.
bogotá
Los días están nublados en Bogotá. La ciudad es sobria. No se llena de luz y salsa como Cali. Tiene cerros orientales de un verde oscuro y detrás el páramo. Redescubro la carrera séptima que desemboca en la Plaza Bolívar y es peatonal los domingos, con una infinidad de puestos de ventas. Me detengo a comer pandebono y tomar café, que acá se llama tinto; luego entro en la cinemateca a ver el documental que hizo María José Pizarro sobre su padre, Carlos, comandante del Movimiento 19 de Abril (M19), la primera guerrilla que se desmovilizó en Colombia cuando él firmó un acuerdo de paz con el entonces gobierno de Virgilio Barco en 1990. En el film, María José, una de las principales referencias de la centroizquierda hoy, narra también su propia vida de distancias, regresos y búsquedas. Cuando termina, se acerca a conversar con el público. Una chica habla, se quiebra, cuenta que la noche anterior tuvo lugar una represión policial en su barrio y los ruidos de helicópteros y disparos eran similares a los de la toma del Palacio de Justicia de 1985 que aparecen en el video.
Colombia está atravesada por el continuo de violencia y por los intentos de revertir un statu quo que se encuentra en su momento de mayor cuestionamiento. Las movilizaciones iniciadas en 2018 y 2019 fueron contra ese orden neoliberal y contra la élite que gobierna Colombia como si fuera su finca. La fuerza política liderada por Uribe resultó la más deslegitimada luego de haber contado, años atrás, con un gran apoyo popular para su gobierno –de “mano firme y corazón grande”– que significó la imposición del orden de plomo. La apuesta de la actual fuerza de gobierno, que hizo campaña por Donald Trump en las presidenciales de 2020, es agrupar una derecha disgregada a los fines de fortalecer su núcleo duro, el sector del país conservador que se mantiene fiel.
Frente al uribismo se encuentra el Pacto Histórico, espacio liderado por Gustavo Petro, que llegó segundo en las últimas presidenciales. Allí se han reunido fuerzas sociales, como la encabezada por Francia Márquez, partidos de izquierda como el Polo Democrático Alternativo, la Unión Popular, el movimiento indígena, la conocida lideresa Piedad Córdoba junto a Poder Ciudadano, Colombia Humana con Pizarro. El agrupamiento de centroizquierda también acercó figuras de la corriente liberal, políticos tradicionales provenientes, por ejemplo, del Partido de la U, con miras a ampliar la convocatoria, las alianzas y una futura gobernabilidad. Ese centro busca ser ocupado por la Coalición de la Esperanza, que reúne a dirigentes como Sergio Fajardo –excandidato presidencial que llamó a votar en blanco en el ballotage Petro versus Duque–, sectores de la Alianza Verde, Juan Manuel Galán –hijo del candidato asesinado–, y referentes del gobierno de Juan Manuel Santos, como Humberto de La Calle. A ese espacio se sumaría Alejandro Gaviria, quien lanzó recientemente su precandidatura con una advertencia en la que muchos coinciden: “Colombia, trágicamente tenemos que aceptarlo así, podría entrar en un tercer pico de violencia”.
No resulta claro aún cómo actuarán electoralmente quienes encabezaron las protestas y el estallido, aquellos que no tuvieron conducción política ni representación automática. Esa irrupción popular está ahora en repliegue luego de haber recibido la respuesta bélica uribista. Se espera que vuelvan a la superficie en los próximos meses, imprimiéndole nuevamente un tiempo de vértigo a Colombia.
Quedan ocho meses en los cuales puede suceder cualquier cosa. Colombia es un centro neurálgico para Estados Unidos en el continente, la arteria de droga justo al lado del conducto petrolero que debería ser Venezuela, según la arquitectura diseñada para América Latina. El país es una extensión del Departamento de Estado en la región: desde allí surgen las desestabilizaciones contra el gobierno venezolano, la operación contra la campaña de Andrés Arauz en Ecuador, los mercenarios hacia Haití para perpetrar el asesinato de Jovenel Moise.
¿Cómo se modifica ese ordenamiento interno/externo? ¿Cómo se corta el bucle? Todavía no aparecen respuestas, mientras camino por las calles de Teusaquillo, La Candelaria, a la vera de un sol grande que anuncia tempestades en esta época de precipicios y oportunidades históricas.