Mercedes Halfon recomienda

Habla del libro autobiográfico de Martín Kohan, del diario íntimo filmado por Jonas Mekas y de las películas sobre tsunamis que vio con su hijo.

Me acuerdo de los primeros días de la pandemia. Anotaba en un cuaderno las películas que veía cada noche. Y los libros. Estaba obsesionada con las listas. Pero fue un momento. Pronto las páginas que había dejado para este fin se completaron, las que les seguían fueron ocupadas por otras pavadas y me aburrí del proyecto. Ahora ya no recuerdo con claridad aquella grilla, ni tampoco aquellos días. La pandemia duró demasiado, el hermetismo se volvió poroso, lo extraordinario se tornó habitual y perdió ese halo bello y azulado de la ciencia ficción.

Es difícil anticipar qué quedará de todo esto en nuestra memoria. Me pregunto también qué se acordará mi hijo de este año que no fue a la escuela, ni vio casi a ningún niño de su edad. Me preguntaba al principio y me sigo preguntando ahora si estar encerrados es vivir alguna clase de experiencia, o si la experiencia está aminorada pero igual sigue su curso, como esos silenciadores que le ponen a las armas en las películas de acción. Si pude darme una respuesta positiva a que algo seguía ocurriendo en la esfera íntima fue por las películas que vi y los libros que leí en este tiempo. Si algo pude saber es que a través de la lectura, la experiencia se ensanchaba. Uno de estos textos, el fundamental, del que quiero hablar y que acaso dé alguna respuesta a estas preguntas, es Me acuerdo de Martín Kohan.

Conseguí el libro apenas salió porque es una secuela –para decirlo en términos cinematográficos– de la saga iniciada por Joe Brainard en 1975. Brainard fue un artista y escritor brillante, asociado a la Escuela de Nueva York, en la que estaban otros grandes, como John Ashbery, Frank O’Hara, Kenneth Koch y James Schuyler. Su primera incursión ordenada en la escritura fue el libro llamado Me acuerdo, una suerte de lista biográfica que salió en principio diseminada en entregas y luego fue reunida en un tomo. Fragmentario, hecho de pequeños epigramas iniciados cada vez por la frase “me acuerdo”, va desordenadamente de su infancia en los años 40 y 50 en Oklahoma, a su vida en los años 60 y 70 en la ciudad de Nueva York. Como autobiografía el libro se aparta radicalmente de las convenciones del género. Es también una suerte de poema hecho de yuxtaposiciones. Del recuerdo del olor que había en la casa de su abuelo va hacia el recuerdo de su encuentro inicial con quien sería uno de sus mejores amigos: “Me acuerdo de la primera vez que vi a Frank O’Hara. Bajaba por la Segunda avenida. Aunque era una fría tarde de principios de primavera, solo llevaba una camiseta blanca arremangada hasta los hombros. Y vaqueros. Y mocasines. Me acuerdo de que me pareció de lo más mariquita. Muy teatrero. Decadente. Me acuerdo de que me gustó al instante”. En el transcurso de las páginas se mezclan los tiempos y los espacios, lo fútil y lo revelador. Lo que lleva de uno a otro fragmento es algún detonante sensorial difícil de precisar. El texto pareciera estar estructurado como nuestra memoria: ni orden, ni cronología, sino la irrupción de lo oscilante, sin sensación de continuidad. El libro tuvo muchos homenajes, Georges Perec hizo su versión, la mexicana Margo Glantz también y Kohan hizo la suya.

Una de las decisiones que tomó el autor argentino para su adaptación fue suprimir la frase “me acuerdo” al inicio de cada párrafo. Va directamente a la escena, al recuerdo puntual, lo que lo vuelve de algún modo más abstracto y a la vez más cercano, más conmovedor. Escribe: “En séptimo grado les pedí a mis padres que me compraran un equipo Adidas, que era el que usaban casi todos mis compañeros. Me compraron un equipo Topper”. ¿Cómo no sentirse hermano del que cuenta esa anécdota? ¿No nos creímos todos en la infancia un poco menos que los demás por alguna razón? ¿La integración y la segregación no es la perpetua lucha del aparentemente armónico mundo de los niños? En otra entrada Kohan anota el número de teléfono de su mejor amigo de la primaria. En otra, el nombre de los autos que tenían todos los mayores –padres, tíos, vecinos– a su alrededor. ¿Para qué sirven estos datos? ¿Por qué se los acuerda? ¿Por qué quedamos fijados a ciertos detalles de la vida que recordamos con una increíble precisión, como una película que tuviéramos frente a nuestros ojos y otros datos, u otros días, quedan borrados como si no los hubiésemos vivido? Es algo que no alcanzo a comprender, pero que la lectura de Kohan me permite preguntarme y comprobar que somos presas de la misma arbitrariedad, el mismo desconcierto.

Me interesan estos textos autobiográficos porque ponen adelante un procedimiento, en este caso la enumeración, que da por tierra con cualquier idea de transparencia, de transcripción de la realidad. Como si dijeran que en la vida es todo mucho más confuso, más indistinguible y que los procedimientos con lo que se opera para construir un relato con ella no son tan distintos que aquellos con los que se construye una ficción. Esto no significa normalizarla, volverla legible, sino por el contrario, hacerse cargo de esa complejidad, que debe brillar en la escritura.

En una entrada Kohan anota el número de teléfono de su mejor amigo de la primaria. En otra, el nombre de los autos que tenían todos los mayores –padres, tíos, vecinos– a su alrededor. ¿Para qué sirven estos datos? ¿Por qué se los acuerda? ¿Por qué quedamos fijados a ciertos detalles de la vida que recordamos con una increíble precisión?

parpadeos

En estos días, dije también, vi algunas películas y reví otras. Descubrí en la plataforma MUBI –que tengo gratis, no entiendo por qué, espero que escribirlo acá no delate esta circunstancia y me bajen el servicio— una serie de cortos y largos de Jonas Mekas. Sobre este lituano, director de cine, poeta, archivista del cine experimental, escribí varias veces. Una cuando murió en 2019 y otra incluso en pandemia. Nunca me canso, porque es de algún modo un artista inagotable. Mekas nació en Lituania en 1922 y emigró en 1949 a Estados Unidos. Es uno de los máximos exponentes del cine experimental y la vanguardia neoyorkina de los sesenta. Se codeó con Lennon, Warhol, Paul Morrissey, los poetas de la Beat generation y fue el primero en registrar presentaciones en vivo de The Velvet Underground. Inventó un género propio, sus películasdiario. Antes de eso, había llevado uno, luego publicado bajo el título Ningún lugar adonde ir, donde narra su viaje a través de la Europa destrozada, en el fin de la Segunda Guerra Mundial, hasta lograr la salida al mar y llegar a Nueva York, imantado por las luces que ve desde el océano. Ahí se queda. A los pocos meses se compra una cámara, la Bolex, con la que va a filmar hasta el fin de sus días.

Pero de lo que quiero hablar es de las películas que empieza a filmar, o en realidad del material fílmico que empieza a acumular registrando constantemente su entorno y luego edita. A partir del montaje de grabaciones tomadas a lo largo de cincuenta años, Mekas organiza el relato de su vida. En distintas entregas: Walden (1969), Reminiscences of a Journey to Lithuania (1972), Lost, Lost, Lost (1975), y As I Was Moving Ahead, Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (2001). La que está en MUBI para ver es Reminiscences of a Journey to Lithuania, así que centrémonos en ella. La película está dividida en dos partes, la primera en Nueva York, en esos primeros años de Mekas. Caminatas por una Brooklyn de inmigrantes pobres, el Central Park cubierto por la nieve, un encuentro de artistas e intelectuales lituanos exiliados, con grandes barbas y pipas encendidas. La música tapa las conversaciones y la voz de Mekas emerge con un inglés extrañamente pronunciado para recordar algunas sensaciones de aquellos tiempos. En la segunda mitad Mekas consigue un permiso para volver a su Lituania natal que en ese momento estaba bajo el gobierno soviético. Vuelve luego de veintisiete años de haber partido. Su redescubrimiento del pueblo es mostrado a través de un procedimiento de montaje: después de un cartel que dice “cien imágenes de Lituania”, pasa a desglosar su retorno. Vemos unas flores, un camino rodeado de árboles, una señora esperando el colectivo, su anciana madre ordeñando una vaca, un grupo de jóvenes emocionados –entre los que está Mekas– bailando en círculo. Estas imágenes breves, como parpadeos, como destellos, una vez más, muestran la emoción, la sorpresa, la mirada encantada del cineasta, como un correlato objetivo. Con sutileza, con distancia, muestra la conmoción del rencuentro. Él dijo: “Durante mi vida no he hecho otra cosa que intentar capturar la intensidad de aquellos momentos”.

La frase es significativa porque habla del modo que Mekas tuvo de procesar sus experiencias. Traumáticas, definitivas, una migración difícil pero que nunca termina de ser del todo dramática, porque él está dispuesto a ver y mostrar más de lo que hay, siempre lejos de la desesperación, buscando los lugares de intensidad y de brillo. Como si esa compulsión por filmar, por registrar su cotidianeidad, su entorno, sus viajes, fuera una manera de construir un sentido nuevo, justamente el que la narración produce en lo ya vivido. Lo que vemos no es la vida plasmada como una catarsis en una película. Es el poder que tiene el cine de transformar, de tener efectos sobre la vida.

buscar un lugar elevado

Y esto es algo sobre lo que quisiera detenerme un segundo. Porque un modo de esa capacidad la observé claramente estos días con mi hijo. Sin tantas obligaciones escolares, vemos más películas y leemos más juntos. Nos pasamos muchas horas en el sillón, aunque él con lo suyo y yo con lo mío. Tiene nueve años y lee casi todo el tiempo, pero cosas que fue descubriendo de su interés: astrofísica, erupciones volcánicas, terremotos. Desde chiquito lo cautivaron las ciencias naturales como algo propio, que nadie a su alrededor hacía. Este año se fijó con los tsunamis. Vimos algunas películas como Lo imposible, donde Naomi Watts sobrevive a una ola gigantesca en Indonesia. A mí me generaba una tensión increíble, pero él la veía muy tranquilo. Los días siguientes, todo se convirtió en una posible película catástrofe. Estábamos por cruzar una avenida y con la mirada clavada en una terraza vecina me decía “El tsunami más grande del mundo era 50 veces más grande que ese edificio”. O, mientras preparábamos la comida, me preguntaba qué haría yo si en ese momento se desatara uno. Las respuestas eran a) Correr; b) Buscar un lugar elevado; C) Quedarse quieto. No recuerdo cuál era la correcta, siempre me equivocaba, pero él sí la sabía, entonces nos preparábamos mentalmente por si llegara a venir un maremoto a Buenos Aires. Alguien podría decir que tener un hijo es como sobrevivir a un tsunami. Yo diría que más bien es aprender a vivir con él, imaginar planes de acción, tener preparada la mochila, para que esa imaginación pura, en permanente estado de pregunta, y potenciada con libros y películas, modifi que radicalmente nuestra vida.

Pasó también algo raro cuando estuve leyendo Me acuerdo de Kohan. Mientras lo leía, me iba riendo y mi hijo que estaba como siempre al lado mío, quiso saber por qué. Se puso a leer por encima de mi hombro y se le fue dibujando una sonrisa. No hizo falta ninguna explicación, entendió enseguida. La idea de que los recuerdos más íntimos y concretos pudieran formar parte de un relato lo dejó prendido, produjo algo sobre su propia percepción de los días. Interrumpió por un momento su vocación naturalista y me pidió que cuando terminara, le diera el libro. Lo leyó y me mostró las partes que le daban risa, por ejemplo cuando el autor remataba la narración de un conflicto ridículo entre su padre y su madre, con la solemne expresión “fuerte discusión familiar”. Y esa frase es la que venimos utilizando entre nosotros, para desempatar cualquier diferencia que tengamos. Comprar o no comprar chocolate para comer a la noche. Tira y afloja, hasta que alguno dice “fuerte discusión familiar” y el problema se disuelve.

Es una suerte haber abandonado el proyecto de las listas y cruzarme con el libro de Kohan y las reminiscencias de Mekas. Me permitieron volver a mi vida, la de estos tiempos un poco anodinos, con una renovación de la energía. Pensar en las imágenes que estamos recopilando estos días y confirmar que no tengo idea de cómo se convertirán en recuerdos. Pero siempre estarán los libros y las películas –que vemos, que leemos, que vamos a escribir– para darle sentido. Y por supuesto también las personas que nos rodean y queremos. Ahora quiero saber mucho más sobre tsunamis. Le voy a preguntar a mi hijo. Porque como dice Brainard “Las personas son los libros más interesantes que vamos a leer”.