Menchi Sábat a mano alzada

Además de su fama de Daumier rioplatense merecidamente ganada en las páginas de Clarín, el uruguayo Hermenegildo «Menchi» Sábat es reconocido por sus pasiones confesas por el jazz y el tango, a las que dedicó varios libros  memorables. Pocos conocen en cambio su actividad estrictamente pictórica, o sus profundos y personales conocimientos teóricos sobre el arte. Ambas vertientes -que vuelca ahora desde un taller de artes visuales junto a varios notables del diseño, la ilustración y la fotografía-­ son abordadas por «El Troesma» en este reportaje.

«No piense, mire». Ludwig Wittgenstein, dice un cartelito pegado con cinta engomada en la pared. «El pintor que se encuentra a sí mismo está perdido» Max Ernst, dice otro. También están Gardel, Troilo, algunos grandes del jazz. Es el refugio de Hermenegildo «Menchi» Sábat y él está allí con sus cuadros anónimos, casi ignotos, ajenos por completo a los dibujos que asombran diariamente a un millón de personas desde el diario Clarín. Menchi está obsesionado con su flamante taller de artes visuales, y desde hace un rato trata de encontrarle la punta al ovillo. En sus antecedentes familiares, por ejemplo. Recuerda que su padre fue un prestigioso profesor que le ensenó literatura «a medio Uruguay» y formó a Emir Rodríguez Monegal. Que llegó a ser director general de la Ensenanza Secundaria en Uruguay, donde el cargo tiene rango ministerial. Piensa también en su abuelo dibujante, que trabajaba en el diario El Día, de Battle y Ordóñez, y sucedió a Pedro Figari como director de la Escuela de Artes y Oficios de Montevideo. O recuerda a un tío, Carlos Sábat Ercasquy, maestro de Neruda, a quien el chileno le dedicó dos páginas en su autobiograffa. «Era un tipo extraordinario que vivió hasta los 95 años y escribió poesía hasta el día que se murió. Todos estos antecedentes culturales me pesaron mucho… «. dice Sábat.

Pero también podrían haberte estimulado… 

-Claro. Pero ocurre que mi formación fue muy rupestre, asistemática. Llegó un momento, cuando tenía 15 años, y había entrado al preparatorio de arquitectura, mientras publicaba paralelamente dibujos en los medios gráficos de Montevideo, en que no me sentía ni buen alumno, ni buen ni dibujante, buen hijo. Me sentía fracasado y totalmente desubicado. Ya tenía condicionantes internos con respecto al poder. A los 20 o 22 años, algo me rebelaba. En 1954 estaba sin trabajo, y me ofrecieron incorporarme al diario Visión, de Luis Batlle Berres, que mandaba en Uruguay. Me lo ofreció su hijo Jorge, y le contesté que no aceptaba porque no pensaba votar a su viejo. Después de las elecciones, que ganaron fácil, me volvió a llamar y me preguntó a quién había votado. Me indignó y le reafirmé que no lo había hecho por su padre. Entonces, con las cosas claras, acepté, y fue allí cuando me dijo una frase tan absurda que me quedó grabada: «Mi destino es tu destino, y así como yo suba en el diario, vos vas a subir junto a mí. Mi respuesta fue una guarangada irreproducible. Pero en el Uruguay ese tipo de fidelidades suelen generar otras cosas: ahí cerca de mí, cuando recibía esas deferencias, estaba el señor Julio María Sanguinetti… 

Esa resistencia a los manejos del poder y la política prefiguraban tu futuro.

—Claro. Toda mi vida me preparé para hacer lo que hago. Sin condicionamientos, ni contratos con nadie. También mi trabajo en un diario estuvo pensado para poder pintar. Porque pienso (a menos que la neurosis me haya rayado los parietales) que los políticos se preparan toda la vida para algo que dura muy poco. Por eso yo sigo creyendo en los pintores, los músicos, en los escritores: porque no están condicionados por los plazos fijos de la vida.

Se puede suponer que esa relación con el poder influye en tus caricaturas políticas.

—Afortunadamente desde chico empecé a mirar a los políticos, y los políticos no cambian. A partir de esa familiaridad con el mundo de los políticos, percibí la diferencia que había entre ellos y yo y otros que andamos por allí. Hay un caso paradigmático de los políticos que renunciaron al poder para dedicarse por entero al arte: Pedro Figari, que llegó a ser ministro. Para hacer su obra tuvo que bajar la cortina.

Pero en tu caso hay otra contradicción: la de ser un famoso caricaturista político y un pintor casi anónimo.

—Eso lo considero inevitable, desde el momento en que no puede haber un diario que reproduzca mis cuadros todos los días difundiéndolos a miles y miles de personas. Yo acepté estar en la casa de la gente como caricaturista y así me gano la vida, creo que legítima y dignamente. Ahora cuidado, ganarse la vida haciendo lo que uno quiere es muy difícil. Pueden producirse incitaciones a la rutina, al conformismo y a tirarse a chanta. En mi caso tuve que llegar a bs 37 años (cuando comenzó a trabajar en La Opinión) para encontrar mi lugar, y ganar un salario digno haciendo lo que quería. Pero pasé 22 años trabajando para lograrlo. Sin embargo siempre debo luchar para que se acepte lo que hago sin condicionamientos, y para conservar el trabajo debo ser prolijo en lo que pienso y en lo que muestro. Yo pasé siete años muy duros, en los que me quedaba sistemátien la calle. Entonces decidí hacer dibujos que prescindiesen de las palabras, y gracias a eso estoy vivo. Porque ahora todo es muy fácil, y hay mucha gente que se rasga las vestiduras y se hace la víctima. Lo cierto es que me gané la vida durante el proceso haciendo lo que hago ahora ¿Y qué significaba eso? Ver al señor Videla o al señor Martínez de Hoz haciendo lo que hacían. Pero ojo, no me hacía el gracioso. La clave está en que no había palabras. Pero si había que ponerle palabras entonces sí, tenían que venir los especialistas, 27 filólogos, etc.

Algún problema con la censura habrás tenido.

—Tuve una advertencia a través de una cinta grabada con la voz de Suárez Mason. Decía así: «Si ese boludo insiste con los dibujitos, lo ponemos en un avión y lo tiramos en la mitad del río». Yo lo escuché y por supuesto no fui a casa a contarlo… me lo tuve que morfar.

metodologías y otras yerbas

Fontanarrosa admira tu capacidad de concentración para trabajar en medio del ruido de las redacciones…

—Pero es la única manera que tengo de funcionar. Converso y genero una buena relación con la gente para informarme. Porque no tengo informantes, y aparentemente el trabajo demuestra que no los necesito. Eso a veces me perjudica, porque no estoy enterado de lo que ocurre. Pero la intuición no me falla y eso me da cierta tranquilidad.

¿Y cómo opera la certeza de que cada dibujo que hacés llegará a las pocas horas a miles y miles de personas?

—Me intimida porque respeto a la gente, y considero que cada individuo es un crítico potencial de lo que hago. Pero hay algo concreto que debo asumir: mi trabajo no es anónimo, es más bien un striptease público. Creo que esa doble condición: la que detento en el diario, que me paga para que haga eso, y la del lector que inevitablemente va a ver mi dibujo si mira el diario, genera una situación que no llega a ser tensionante, pero que me obliga a pensar bastante lo que voy a 
hacer. Mi lucidez aparece frente al tablero, porque durante el día no pienso lo que voy a hacer en el diario. No me psicoanalizo, pero debe haber una suerte de desdoblamiento cuando llego acá, al taller, y me pongo a trabajar sin cargas derivadas de aquello otro…

Frente al caballete es otra cosa…

—¡Totalmente! Vivo atemorizado por falencias mías, o mejor dicho, por mi propia facilidad de expresión. He pensado mucho sobre la pintura, y tal vez de una manera demasiado reverencial. Entonces me pregunto por qué se han dado casos de individuos absolutamente ignorantes que han generado imágenes rutilantes y perdurables, y otros lograron cosas valiosas sólo a fuerza de pen­sar. Salvo Balthus, (que no es francés sino polaco) creo que el último gran pintor francés contemporáneo se llamó Jean Dubuffet. Este señor -que vivió 84 años- pintó desde los 45. Es cierto que había ido a la escuela de Bellas Artes, pero se pa­só la mitad de su vida administrando una de bodega familiar. Fabricaba vino. Pero el punto está en es­to: en el respeto. Yo, tal vez genéticamente, nací respetando las formas del espíritu, que son innu­merables. Pero con los respetos debidos, creo que no se pueden mezclar ciertas cosas. No digo que existan géneros de rango inferior. El pintor, hasta el siglo pasado, era Wl hombre más de la comuni­dad. Sólo algunos destacados eran contratados por reyes y papas. Ahora los pintores no se integran el «coarano �ruu» con hay una sen­sación pueblo. Pero de que cieno tipo de cosas, por el hecho de su difusión masiva han adquirido dimensión pa­rangonable ron otras. Es un error, porque siguen siendo cosas diferentes, incomparables como un cognac con un lridrato de carbono. lo que ocu­rre, por ejemplo, entre una historieta y una pintu- Es