I. En Mujeres y poder la enunciación de lo que se dice (el conflicto por la figura pública de la mujer) y las condiciones de producción de esa enunciación (una mujer tomando la palabra) se superponen. Su autora, Mary Beard, es una historiadora británica especialista en antigüedad clásica, feminista, activa usuaria de redes sociales –es decir, twitstar–, y ganadora, entre otras distinciones, del premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. El libro reúne dos conferencias dictadas en el Museo Británico: la primera, en 2014, sobre la voz de la mujer, y la segunda, en 2017, sobre la relación entre mujer y poder. En ambas, Beard interviene en torno a la díada mujer y espacio público al tiempo que construye una suerte de “manifiesto” ante la shitstorm -tormenta de caca, bulleo en redes sociales- que ella misma había recibido tras su participación en el programa político Question Time.
El libro, entonces, puede leerse de una sentada: los capítulos llevan, ante todo, las marcas de la coloquialidad y sus esfuerzos persuasivos. Un prefacio y un epílogo coherentizan estas dos intervenciones, a partir de la premisa de que examinar a fondo Grecia y Roma ayuda a comprender la contemporaneidad y cómo se ha aprendido a pensar de la manera en que se piensa. En este cruce, figuras como la de Margaret Thatcher o la de Hillary Clinton se leen a partir de Atenea, de Medusa o de otras diosas de la antigüedad.
En La Odisea de Homero, el hijo de Penélope, Telémaco, proclama: “Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca…. El relato estará al cuidado de los hombres”. Beard monta en esta escena fundante de la cultura occidental la codificación del silenciamiento de la voz pública de las mujeres. Para ella, desde el mundo clásico, y hasta la actualidad, solo hay dos excepciones que habilitan la escucha: la expresión de las mujeres como víctimas (en el caso de Lucrecia que puede denunciar a su violador) o la expresión para sus intereses sectoriales (Hortensia, por ejemplo, como la portavoz de las mujeres en Roma). En la imbricación entre mujeres y poder, Beard señala también una división genealógica, al punto tal de que el role model de mujer poderosa se asocia con “parecerse a un varón”. En este contexto, quienes consiguen hacerse oír y tener poder suelen lograrlo desde una estrategia “andrógina”. Así, puede ponerse en serie el discurso de Isabel I en 1588 –una reina que tiene “el corazón y el estómago de un rey”– con la edificación de Margaret Thatcher como “dama” pero “de hierro”. Hay una imagen en el libro que resume muy bien este argumento: Angela Merkel y Hillary Clinton, dos mujeres “poderosas”, que usan el pelo corto, visten pantalones negros y eligen zapatos bajos.
II. En clave latinoamericana, los ecos del silenciamiento grecolatino recuerdan a esa mítica crítica de Borges ante las “chillonerías” de Alfonsina Storni, o al gran poeta chileno Pablo Neruda con sus versos “me gustas cuando callas porque estás como ausente”. Beard advierte un punto tan obvio como necesario: la dificultad para escuchar la palabra de la mujer como voz pública, es decir, investida de autoridad y de “mythos”. Basta observar cualquier programa periodístico para percatarse de que prácticamente no hay analistas políticas mujeres, excepto cuando se trata una “agenda de género” o cuando son invitadas para hablar desde su estatuto de victimidad. Sobre el poder, Beard realiza una pregunta incómoda y aguda: ¿para qué queremos a las mujeres en los parlamentos? De ningún modo ningunea la importancia de las llamadas “causas femeninas”, aunque sí señala el problema de que el discurso público de las mujeres quede, durante siglos, solo encasillado ahí. Mujeres y poder no enuncia soluciones programáticas, más bien su apuesta consiste en rearmar cierto mapa de lecturas y discusiones a partir de estos diagnósticos.
III. Al trazar la discusión de lo público, Beard habla el lenguaje de la modernidad: la lectura territorial de un ámbito público para el varón, y uno doméstico para la mujer. Esta escisión categórica muchas veces oblitera cierta porosidad, porque ni el espacio doméstico femenino está exento de poder ni todos los varones están en igualdad de condiciones entre sí para ejercer el “mansplaining”. Ante el modelo de ciudadanía según el cual la oratoria es el lugar decisivo de la masculinidad, cabe preguntarse: ¿cuáles son las fantasías –al menos aspiracionales– de democracia que se recrean? ¿De qué modos pueden intersectarse con otras condiciones de audibilidad de la experiencia social efectiva? Mujeres y poder ejecuta una lectura acertada sobre la circulación de voces al tiempo que alberga en sí mismo parte del conflicto que no llega a explicitar: el libro tiene en su contratapa los “elogios” a Mary Beard, voz “extraordinaria”, y ya no simplemente cualquier voz de cualquier mujer. ¿Cómo pensar, entonces, la conversación democrática en un sentido más amplio? O en los términos de nuestro terruño, ¿qué diálogo podría trazarse entre una feminista y un varón del moyanismo social que no se agote en el “Raúl, andá a leer”?
