leña para el carbón
Cada mañana muy temprano Emanuel toma el micro para meterse en una carbonería re siglo XIX enclavada en Quilmes. Se calza los guantes y el barbijo para descargar y embolsar los miles de kilos de carbón que llegan todos los días desde Chaco. Trabajo insalubre, sin derechos ni épica, pero indispensable para afrontar el cierre de un macrismo devastador que provoca añoranzas de la alta circulación laboral de «la década ganada».
Un emoji carita de sueño, uno con el tipito que se encoge de hombros y otro que se tapa el rostro, debajo la frase: “¡A laburar!”. El estado de Whatsapp lo tira Emanuel a las seis de la mañana mientras se dirige en bondi a la Carbonería en la que labura hace medio año. Lejos de las discusiones sobre la reforma laboral, la automatización robótica y los millones de puestos de trabajo que se perderán en el futuro, se mete todos los días a un enclave re siglo XIX ubicado en la localidad de Ezpeleta. Sobre una larga avenida, en donde el montaje alterna de manera desordenada locales y comercios mayoristas, una parrillita al paso y una maderera, se amontonan en menos de cuatro cuadras cinco carbonerías de distintos dueños.
«Yo soy de zona norte, allá limpiaba piletas y ganaba 20 lucas por mes, cuando me vine a vivir acá con mi mujer conseguí este laburo —cuenta con la voz congestionada. Tengo veintiséis años y laburo desde los once, pero no sabés lo que es esto: me está matando”. En el lamento está muy presente aún la descarga de 40.000 kilos de carbón que realizaron el día anterior en menos de cuatro horas. En una buena semana de laburo pueden llegar a descargar tres camiones. Cada bólido completo tiene entre 28.000 y 30.000 kilos —generalmente 27.000 de carbón vegetal y para completar 3000 de leña, o si el dueño lo requiere 7000. Cuando llega al galpón cada laburante tiene bien definida su función. “En el camión viene todo en bolsas de arpillera, ahí se encargan los descargadores —si alguien quiere como changa sumarse para descargar puede hacerlo y se le paga aparte—, que arrancan a las siete de la mañana y a las dos ya se están yendo; después se tira todo el carbón y se lo va embolsando en esas bolsas negras de residuos de 5 y de 10 kilos. Los embolsadores son los que más guita se llevan, nosotros tenemos fijo el jornal de seiscientos pesos días de semana y ochocientos el fin de semana, pero ellos pueden hacer hasta quinientas bolsas por día cada uno y les pagan dos pesos con cincuenta por la bolsa chica y cinco pe por la grande. No es una boludez esa tarea, hay que tener ligereza y saber manejar la horquilla. Son locos que están hace mucho, yo cuando intenté no pude: de un paquete de cien bolsas hice cincuenta y cinco y remal. Después venimos nosotros: los que nos encargamos de sacar las bolsas afuera, enfundarlas y ponerles una bolsa azul de esas que te dicen de qué carbonería es. Son tres embolsadores que no cambian nunca: el más viejo tiene cuarenta y algo, y después somos todos más pibes”.
Todo se hace en el día: la descarga del camión, el embolsado, la distribución por la zona a la clientela fija y la venta a particulares que quieren calentar el hogarcito cheto con leña, y sobre todo a los comerciantes y dueños de parrillas y lugares de comida. El camión que parece gigante cuando con el sol pegando en la cara se lo ve repleto de carbón de quebracho blanco, colorado y de leña, se hace una miniatura en la pantallita de GPS. Desde esos mapas se podría ver cómo arranca desde el Chaco, toma la ruta nacional 14 y recorre más de 1000 kilómetros hasta llegar a la ciudad de Quilmes en donde Emanuel y sus compañeros toman el carbón todavía sin enfriarse, porque apenas se lo saca de los hornos se lo embolsa y se lo sube a la carretera. Una gugleada rápida por diarios del Norte arroja más datos. Santiago del Estero y sobre todo Chaco (en sus pueblitos y ciudades del interior) son las principales productoras de carbón vegetal en Argentina. Gran parte de esa producción se destina al consumo interno y es motor de economías regionales y familiares. El carbón vegetal se hace a través de la industrialización de la leña que se extrae de montes nativos. Se corta la leña con motosierra, se recolecta la madera y se la transporta con zorras (carros de madera de tracción a sangre) o con tractores con acoplados. Dependiendo del tamaño del horno y de la calidad de la leña la quema puede durar entre once y quince días. Más o menos para producir una tonelada de carbón hacen falta dos días: uno para cortar y mover la madera, otro para el quemado, envasado y carga del carbón. Una vez listo el carbón vegetal se lo comercializa a través de la venta en boca de horno o se lo ofrece para empacar y transportar a través de la puesta en camión.
sudor negro
Las metáforas sobre la precariedad laboral están de más, en las carbonerías todo es demasiado literal: cuando trabajás en negro y manchado de negro como un minero el trabajo reencuentra su etimología y vuelve a ser sufrimiento físico. Acá no moviliza afectos alegres ni anexa horas de sociabilidad piola: no te hace sentir colaborador ni compañero, no te ofrece cuadritos de empleado del mes ni te enrola en sindicatos y conflictos laborales; tampoco te invita a un after offce ni a una movilización; no te deja amistades perdurables o buenos contactos, no te da cartel para los posteos en las redes sociales ni te financia ese consumo redentor que te hace olvidar que en tu jornal gastaste horas de vida. Son demasiados los moretones corporales y casi nulos los encantamientos de bolsillo lleno, sobre todo con una inflación galopante que hace que el dinero se esfume más rápido que el polvo del carbón. Acá te ganás la vida, perdiéndola demasiado rápido, un trabajo que te desrealiza, te apaga, te va arruinando cada día un poquito más: tiene la objetividad de una roca a la que ni a palos se puede picar o tunear con sentiditos o fantasías piolas. Entre las partículas de carbonilla que flotan en el ambiente y que el cuerpo absorbe sin descanso, y el tirón de los músculos y el ritmo de trabajo acelerado, no queda tampoco mucho tiempo para pensar ni desnaturalizar el garrón. Aun así, metido en un trabajo tan duro como la realidad, Emanuel no se come la del laburante sumiso ni mucho menos la del chivato: tiene una cultura sindical y de derecho laboral casi espontánea y aunque el queselevahacer sirve para encarar la cotidianidad sabe que esta explotación “no puede ser” y acusa el golpe de las órdenes que van alejando de la línea de dignidad: “Acá no hay compañeros de laburo: son todos mulos del patrón”. Y no importa que el patrón pueda ser piola y pague el desayuno y el almuerzo, deje que tomes unos mates o unas birras frías para barrer la garganta y baldear el polvo acumulado que la obstruye, escuches música para aliviar un poco la jornada. No hay que encandilarse con atributos y gestos personales: “todo eso es lo mínimo que puede hacer el chabón: si te paga dos pesos”. Un laburo duro e insalubre en el que el ausentismo es bajísimo: fantasmear implica no cobrar el jornal y enfermarte sin tener cobertura te duele en el cuerpo y en el órgano-bolsillo: “Incluso roto tenés que arrastrarte e ir, si no te quedás sin el billete. Si no cobro solo nos queda la plata que gana mi mujer. La otra vez descargamos dos camiones y cuando llegué a mi casa no paraba de escupir carbonilla. Yo no me enfermaba nunca, ahora me estoy enfermando a cada rato. El otro día me agarró una infección en la muela y se me inflamó toda la cara, después encima me engripé. Al no tener obra social ni un carajo es todo a cara de perro: gasté ochocientos mangos en remedios. Le tuve que pedir prestado al dueño y me lo va descontando de a poco”.
cicatrices de clase
«Llenarás de carbón el sudor de tu frente», podría ser la máxima para los pibes de la carbonería. Pero ese carbón hecho polvo se respira todo el día y va a parar también a los pulmones que se van cargando como un cenicero y hacen que al anochecer se escupan manchones de flema negra. Lo escucho a Emanuel y se me mete un Germinal de Émile Zola en el ojo, aparecen esos personajes que “tenían suficiente carbón ingerido para calentarse todo el cuerpo”. Pero acá no se va a pudrir todo ni van a volar por el aire las carbonerías. Hay que acostumbrarse a que la tos sea un compañero de laburo y esperar que el cuerpo se amolde: “ahora recién se me está acomodando un poco el físico, pero llegás a tu casa y te duele hasta el alma, se te caen las lágrimas”.
Hay algunos daños corporales que se podrían paliar apenitas, pero es incómodo usar barbijo y guantes todo el día. Estas negro de carbón, cubierto de un polvo fino que el sudor diluye y hace correr enchastrando el rostro y la piel de los brazos. Un calor y una molestia insoportables que hace que quieras pasarte la mano por la frente como un limpiaparabrisas, y cuando de manera involuntaria te tocas la cara el barbijo también molesta, lo mismo que cuando te lo tenés que levantar y bajar para escabiar algo porque la sed es insoportable.
Con los guantes se dificulta la manipulación del carbón y las bolsas resbalan y se caen de las manos. Los que recién ingresan los intentan usar —al igual que la faja para la espalda— pero al toque los dejás y aceptás los tatuajes, los rasguños y esas cicatrices de clase que van tiñendo y cuarteando la piel. “Tengo todas las manos cortadas, pero no puedo usarlos. Aún me jode para laburar un corte que me hice en la unión entre el pulgar y el índice”, dice Emanuel recreando con mueca el quejido de dolor. Un trabajo en el que más que accidentados hay regalados para el robo ocasional. Mucha plata fresca que ingresa los fines de semana, justito en esos días y horarios en que en la calle no está ni el loro y podés ser pollo y sufrir que encima algún sacadito te encare como si fueses el dueño: “una carbonería hace mucha guita, pensá que se venden 2500 bolsas a 50 o 100 pe por día. Yo creo que un sábado o un domingo deben estar levantando entre 150 y 200 palos. Más aún en esta época que se viene; estos meses finales del año son furor porque están las fiestas y se abastece a toda la gente que más vende: los que tienen negocios, las parrillas, restaurantes, muchísimo los bolivianos de las verdulerías, los chinos, la gente de los supermercados (de acá salen esas bolsas que vos después comprás en los comercios) y también los particulares de siempre que compran leña para el hogar. Como se sabe que hay mucho cash y acá estamos reexpuestos es jodido. El otro día entraron a robar y a uno de los pibes el loco le gatilló y por suerte no salió la bala”.
cama piola
A las seis de la tarde se agrega una actualización al estado de Whatsapp. Un emoji de rostro sudoroso y una nueva frase: “¡Fin del día laboral!”. Es la nochecita de los proletarios, Emanuel está cansado, come y se quiere acostar. Va casi de la cama al trabajo y del trabajo a la cama, del polvo viene y al polvo va. Cuando cruza la puerta de la casa está hecho hilacha: “un día de mucho laburo como el sábado, llego a casa, mi mujer se recopa y me tiene el agua lista, me baño y me acuesto porque el cuerpo no me da más. Me duele hasta el alma y no tengo ganas ni de respirar. Trato de no tomar analgésicos para no acostumbrar al cuerpo y arruinarle el estómago”. Se arriba en bingo fuel al hogar y se estaciona al cuerpo averiado en un interior aterciopelado, liso, en unos pocos metros cuadrados en donde imperen afectos piolas que al menos por unas horas hagan olvidar la aspereza del día de mañana mientras llega potente ese sueño que voltea como una anestesia. El cuerpo siempre aparece invocado en tercera persona, con una ajenidad que permite desprenderse del robot de carne y hueso, y dejarlo apilado a una distancia suficiente para salvar la cabeza y el ánimo de su tripulante. Si toca descanso en el séptimo día hay fulbito con los amigos, birritas, alguna salida cheta y ternura con la compañera. Cuando hay franco, viaje de dos horas para ver a la madre. Más que diluirse las fronteras entre trabajo y vida acá lo que hay es un trabajo que empuja y va apretando la vida y el tiempo libre a un margen muy pequeño. Las inquietudes vitales hay que reducirlas pero también intensificarlas: si te dejás correr solo por el calendario ajustado estás frito, no hay casi vida-poslaboral. “Trato de hacerme como sea un tiempo, porque no puedo hacer nada sino: estoy todos los días metido en la carbonería. Igual calculo que voy a tener que estar un tiempo, pero en cuanto salga otra cosa me voy”.
Es la madrugada del lunes 28 de octubre, Emanuel tira un estado de esperanza: una captura de las boletas del Frente de Todos, un emoji de los dedos en V, otro con la carita sonriente y atravesando la imagen en letras enormes: “¡Volvimos!”. Esa misma lucidez y sensibilidad que rechaza a los mulos del patrón es la que enseña que de ciertas situaciones imposibles te pueden sacar los que definen por arriba: al menos regresar a la alta rotación en un mercado laboral con mucha precariedad, pero también movilidad: esa que permitía ganar un billete rendidor y, sobre todo, mandar al carajo al patrón sin el riesgo de cagarte de hambre y empujarte a la desocupación.
