I. En los años sesenta, con la publicación de El sentido de la ciencia ficción, el primer ensayo en español dedicado al género, Pablo Capanna inauguró en Argentina una manera de leer la literatura de masas que excede a la propia ciencia ficción. Carlos Abraham tiene una obra extensa vinculada a la siempre espinosa cuestión de la literatura masiva. Títulos como Borges y la ciencia ficción, Estudios sobre literatura fantástica, Las revistas argentinas de ciencia ficción y La editorial Tor: medio siglo de libros populares. La más reciente de estas investigaciones es La editorial Acme: el sabor de la aventura, que se inscribe en la misma línea que el trabajo consagrado a la editorial Tor, solo que en este caso el apelativo a la nostalgia es ya desde la portada del libro mucho más fuerte, por tratarse de la editorial que publicaba la mítica colección de libros juveniles Robin Hood.
II. El libro comienza con una introducción autojustificatoria: la historización canónica de la literatura se realizó a través de sus escritores, pero quedó desatendido el punto de vista de las editoriales. Abraham avanza en una justa crítica al academicismo, cuyo estudio de la literatura de masas juzga como superficial, porque se limita a la aplicación de modelos teóricos a textos específicos, dando lugar a papers con títulos que son en sí mismos una caricatura, como “La posmodernidad en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick” o “Manifestaciones de la pérdida del aura benjaminiana en Camino a Bizancio, de Robert Silverberg”. Sostiene que la aparente popularidad de la literatura de masas en las aulas universitarias es más ilusoria que concreta, por falta de un correcto trabajo de lectura e investigación. El libro se propone, entonces, cubrir esa falta. Si lo logra es debido al minucioso y por momentos apasionante trabajo de investigación realizado por Abraham, que entrevistó a autores y empleados de la editorial, cuyo origen se remonta a comienzos de los años cuarenta. Se destacan los testimonios del escritor Alfredo Grassi y de Vera Lapegna, gestora de buena parte de las colecciones y asistente de Amadeo Bois y Modesto Ederra, los dos accionistas principales. Además de Robin Hood, Acme también publicó la colección Rastros, dedicada a la literatura policial, así como numerosos emprendimientos dedicados a los géneros de cowboys, cómics, ciencia ficción y casi cualquier temática que garantizara un piso de ventas más o menos alto. Otro rescate del libro es la figura del escritor Rodolfo Bellani, autor de más de cuatrocientas novelas de aventuras, publicadas bajo diversos seudónimos. También se destacan, en algunos testimonios, los criterios por los cuales los editores o incluso los traductores de Acme modificaban los textos originales para ajustarlos a una determinada idea del público lector juvenil que ellos mismos ayudaron a construir durante los más de cuarenta años de vida de la colección Robin Hood. Asombran, leídas desde el presente, las cifras de las tiradas de los libros, que incluso en los títulos menos relevantes no bajaban de los diez o quince mil ejemplares, cantidades que empalidecen los números que las editoriales manejan hoy en día.
III. Resulta paradójico el halo de romanticismo con que suele ser valorada hoy, en especial desde los círculos vinculados a la literatura de géneros, la figura del escritor a sueldo, el paperback writer, cuyo oficio proletario consistía en escribir a destajo dentro de los rígidos parámetros de la industria editorial. ¿Qué nos atrae de ellos? La editorial Acme: el sabor de la aventura no responde a esa pregunta. El libro se piensa a sí mismo como el catálogo de un sector inexplorado de esa industria argentina entre las décadas de 1940 y 1990. Pero su mayor fortaleza es, al mismo tiempo, una debilidad. Como los coleccionistas, Abraham elabora largas listas de títulos y releva nombres de autores y colecciones. Su tarea laboriosa implica también un desencanto que se asienta en una premisa nostálgica. La lectura de los títulos que expone está presupuesta o no parecería agregar dimensiones nuevas a las conclusiones del trabajo. Aquello que alguna vez fue masivo hoy se transforma en un consumo minoritario, propio de una elite. El criterio de selección de títulos de editorial Acme obedecía, como Abraham sostiene más de una vez a lo largo del texto, a criterios puramente comerciales. Pero lo numérico se impone por sobre lo cualitativo también en su propio trabajo de investigación, más arqueológico que literario. Cabe preguntarse, entonces, qué queda de su esfuerzo una vez descorrido el velo de la inevitable melancolía que producen en los lectores de más de treinta años los libros con tapas amarillas de la colección Robin Hood, ilustrados en su mayoría por Pablo Pereyra, sobre quien Abraham repite en numerosas oportunidades que era “un artista caro”. La respuesta es, tal vez, muy simple y muy compleja: una historia propia del siglo XX, cuando la imaginación de varias generaciones podía ser dirigida desde una oficina ubicada en algún lugar del microcentro porteño.
