la insurrección de los grasas

Mientras Macron va a toda velocidad por la autopista neoliberal y la derecha conservadora se nutre del miedo, a caerse de la clase entre otras cosas, París volvió a ser la fiesta que arman en la calle los desencantados. Desde que irrumpieron, la pregunta sobre quiénes son y qué quieren los chalecos amarillos no encaja en ninguno de los antiguos casilleros de la representación política.

Cuando comenzaban a gestarse los primeros cortes en las rotondas de las rutas francesas y se preparaba la primera gran marcha a París el 17 de noviembre de 2018, el gobierno y la prensa estuvieron de acuerdo: el movimiento de oposición a un nuevo impuesto a los combustibles era una revuelta pasajera de los beaufs de provincia. Hombres y mujeres sin conciencia de la necesidad ecológica de reducir el uso del automóvil. La subestimación era tanta que los canales de información 24/24 le dieron una visibilidad inédita a ese inicio del movimiento de los chalecos amarillos.

¿Quiénes son, en realidad, estas mujeres y hombres que ya desembarcaron masivamente diecisiete veces en los barrios más ricos de París para exigirle a Macron que renuncie y convoque a elecciones, derogue definitivamente el impuesto a los combustibles, reponga los impuestos a las grandes fortunas y habilite la instauración de mecanismos de democracia directa como el Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC)?

El tiempo de pantalla se cubría con conversaciones y entrevistas en tiempo real con los manifestantes y superaba notablemente la cobertura de conflictos recientes, como el paro y movilización de los ferroviarios contra la privatización de la compañía nacional de ferrocarriles que había tenido en vilo al país unas semanas antes. El rating marcaba picos de audiencia, incluso cuando aparecían chalecos amarillos en los estudios de los canales nacionales para discutir mano a mano con los funcionarios el nuevo impuesto. Las escenas eran surrealistas para el espectador medio: un chaleco amarillo se levantaba y abandonaba el estudio furioso cuando una funcionaria no podía responder cuál era el monto del salario mínimo. Al presenciar la llegada de un ministro visiblemente acicalado y con el pelo reluciente, otro activista se puso como loco en cámara cuando no supo responderle cuánto cuesta un corte de pelo.

Las clases dirigentes y la burguesía parisina leyeron la masiva irrupción de personajes habitualmente invisibles en la prensa y las calles de la capital como un síntoma del malestar del votante de los Le Pen. Tipos, sobre todo tipos, a los que les importa poco el futuro del planeta, nacionalistas que privilegian sus necesidades individuales y no aceptan la reconversión que les propone el proyecto de naciónstart up de Emmanuel Macron.

los termos

Beauf es en realidad una palabra del argot francés que apareció por primera vez en los sesenta. Fue en unas caricaturas del historietista Cabu, una de las grandes figuras del semanario satírico Charlie Hebdo, asesinado en los atentados a la redacción de la revista en enero de 2015. Las clases burguesas y las acomodadas con capital cultural sobrevaluado lo utilizan desde entonces para designar al estereotipo del francés vulgar, inculto, cabeza de termo.

Un francés generalmente provinciano, con acento por momentos incomprensible para el parisino medio, consumidor de los programas de entretenimiento de la tele y fanático del salamín de campo y el vino tinto. Una suerte de lumpen-burguesía, pariente lejano del populacho que retrató Marx en el 18 Brumario. Cabu lo presentaba como una caricatura de ciertos sectores de la clase obrera, pero también de la clase media: “El beauf es el tipo que no para de disparar verdades, sus verdades, que no reflexiona nunca, que vive cubierto de lugares comunes, de certezas que no modificará jamás. Es el tipo que no lee. No lee jamás los diarios. Encarna la muerte del papel”. Ese adjetivo despectivo se instaló desde entonces como una forma de designar al arquetipo del provinciano de clase media baja

Pero el beauf de Cabu cambiaría a lo largo de los años en su afán de caricaturizar al francés medio. Siempre será chauvinista y racista, pero durante los setenta votaba a la derecha gaullista, aunque ocasionalmente podía elegir a los socialistas. Esos primeros años el beauf de Cabu votaba a Chirac, y a partir de los años ochenta a Le Pen. Sin embargo, una que otra vez, preso de cierta nostalgia podía votar al Partido Comunista o incluso un par de veces, cuando le pintaba el desplante, a la eterna candidata trotskysta Arlette Laguillier. A partir de los noventa, el beauf de Cabu comenzó a parecerse cada vez más a lo que llamamos en Argentina el nuevo rico, una de las fuentes que nutre al votante silencioso de extrema derecha que ya le permitió superar la barrera del 30%. Después de la radicalización de las protestas y la continuidad de las asambleas en las rutas nacionales, aquellas certezas iniciales se hicieron humo y un cierto misterio se instaló a propósito de las manifestaciones de los chalecos amarillos. Decenas de miles de invisibles se calzaban un chaleco fluorescente para marchar los sábados hasta la capital y discutir cada tarde del resto de la semana en las rotondas de las rutas.

una obra que termina

En un primer momento, el gobierno se apoyó en las certezas del sentido común parisino y los tildó de fascistas atizados por la derecha reaccionaria de Marine Le Pen, como si se tratara de ese conjunto de franceses grasas e iletrados de provincia que no entendían que el impuesto a los combustibles era necesario para la salud del planeta contra el uso contaminante de autos y camiones. Lo cierto es que buena parte de esos sectores de la Francia periférica y periurbana, muchos obreros y empleados de servicios, mujeres jefas de hogar, habitantes de ciudades medianas y pequeñas que vivían de la pujante industria francesa, desde hace varios años se empobrecen. Sus condiciones de vida se degradan y confirman los temores al desclasamiento que en muchos casos alimenta la base electoral de la extrema derecha.

Desde los ochenta las reformas neoliberales se implementan en Francia gracias a un juego perverso entre derecha e izquierda liberal que, más allá de sustanciales diferencias, coinciden en los puntos neurálgicos de sus proyectos económicos: privatizaciones de servicios públicos, apertura de la economía, sumisión a la normativa europea y a los límites que esta le impone al déficit fiscal. La reducción de impuestos y cargas patronales y la flexibilización laboral son otras condiciones supuestamente indispensables para “favorecer la inversión”.

Si en el siglo XIX las barricadas se organizaban desde los barrios y ponían en juego las solidaridades entre los sectores populares, ahora son sectores medios bajos y empobrecidos que llegan desde el interior a los barrios más ricos y burgueses del noroeste de París.

Ante la falta de imaginación política, el fascismo se enarboló como la única alternativa a este proyecto de sociedad abierta y globalizada. Pero ese juego de la representación política comenzó a crujir con la crisis de los dos principales partidos franceses durante los últimos comicios presidenciales. Macron logró ganar las elecciones hace dos años presentándose como la ancha avenida del medio, llegó a decir “yo soy de izquierda y de derecha”, pero en poco tiempo comprobó que su síntesis estaba muerta.

lo iremos a buscar

Algunos hablan de situación insurreccional, como si tuviesen un cierto aire de familia con las revoluciones de 1830, 1848 y 1871. Pero las manifestaciones amarillas no se explican por esa historia. Ni siquiera se emparentan con las revueltas de las últimas décadas. Basta recordar las grandes huelgas y movilizaciones de sindicatos y estudiantes que frenaron reformas neoliberales en 1995 y 2006. O las explosivas revueltas de los suburbios en 2005 contra la violencia policial y la discriminación racial en las periferias de París.

Pero si en el siglo XIX las barricadas se organizaban desde los barrios y ponían en juego relaciones sociales densas y solidaridades entre los sectores populares, ahora son sectores medios, medios bajos y empobrecidos sueltos que llegan desde el interior a los barrios más ricos y burgueses del noroeste de París. Un espacio geográfico históricamente virgen de insurrecciones y enfrentamientos con la policía.

En su momento de auge, Macron mostraba un desprecio de clase en manifestaciones públicas: “Hay franceses que tienen éxito y otros que no son nada”; “Si estás desocupado cruzo la calle y te encuentro un trabajo”; “Si querés un traje como el mío trabajá para comprártelo”. Pero el cambio de época hizo que le pusieran el mote de “presidente de los ricos” y se convirtiera en el blanco privilegiado de las manifestaciones. Como Mauricio Macri, el primer mandatario padeció insultos en los estadios del Olympique de Marsella y otros equipos de la Liga francesa: “¡Macron renunciá!” y “Emmanuel Macron, payaso, te estamos yendo a buscar”. Este último en respuesta a un video viral circulado desde el propio gobierno en el que se veía a Macron fanfarroneando frente a su gabinete y colaboradores: “Si quieren un responsable que me vengan a buscar, los voy a estar esperando”.

En el fondo de la cuestión están las consecuencias de las primeras medidas regresivas de su administración: supresión del impuesto a las grandes fortunas, aumento de las cargas sociales, reducción de los aportes patronales, reducción de los subsidios para los alquileres de las familias más pobres. Y además la bronca contenida de trabajadores (de la salud, el transporte, la educación, los independientes que laburan en el acompañamiento de adultos mayores y personas discapacitadas) que fueron perjudicados con los decretos que flexibilizaron de facto las condiciones laborales y les quitaron derechos adquiridos. Una receta neoliberal que sumó el progresivo desfinanciamiento de los servicios públicos.

Casi los mismos montos que Macron les había “perdonado” a los más ricos era lo que se iba a recuperar con el impuesto a los combustibles. Una típica operación Hood-Robin, como le dicen entre los chalecos amarillos a las avivadas de un presidente que no tuvo más remedio que suspender el aumento previsto.

rica meritocracia

El conflicto está descontrolado. Los manifestantes tienen una lista de reivindicaciones que van desde el aumento sustancial del salario mínimo a la vuelta del impuesto a las grandes fortunas; de la construcción de más guarderías públicas a la supresión de la reforma del financiamiento de la educación pública que impulsa el gobierno. Los amarillos quieren impulsar una reforma fiscal y convocar a los “Estados Generales Impositivos” en los que el pueblo participe en la decisión de las reglas impositivas. Desde que asumió Macron, los sectores medios y bajos perdieron el 4% de su poder adquisitivo, mientras que el 1% más rico ganó el 8%, y el 0,1% más pudiente mejoró un 20%. 

Suena ridículo para Argentina, pero el discurso meritocrático de Macron no prende entre los beaufs. En Francia las mayorías todavía entienden que el servicio público y un sistema impositivo progresivo son las condiciones esenciales para que el bien común y el bienestar colectivo permitan la realización personal. Dos frases inscriptas en la espaldas de algunos de los chalecos lo resumen: “No se puede ser feliz en un océano de desgracias”; “Subir el salario mínimo y poner un tope al salario máximo”.

Ojo, también entre los chalecos amarillos conviven sectores antimigrantes y anti todo tipo de impuestos. Se han visto expresiones racistas en las manifestaciones de los sábados. Pero el gran logro de Macron es la fusión de reivindicaciones de una agenda social hasta hace poco inconciliables. El lugar hacia donde ha girado la dinámica general de la protesta se parece mucho más a la lucha de clases que a reivindicaciones xenófobas.

Ante ese cuadro de situación, el gobierno inauguró este año un “gran debate nacional”. Una estrategia que le ha permitido ganar tiempo y desgastar la potencia de las protestas gracias a dos herramientas. Primero, Macron se reúne periódicamente con intendentes y figuras representativas de distintas ciudades intermedias. Se trata de una suerte de one man show en el que se ubica en el centro de una ronda, hace un monólogo, y luego habilita preguntas con su micrófono. La oposición lo acusa de estar haciendo campaña para las próximas elecciones europeas con fondos del Estado, pero los canales de información trasmiten los encuentros en directo.

La segunda herramienta es una plataforma digital en la que cada ciudadano puede dejar su propuesta a cambio de datos personales. La plataforma es una gran recolectora de opiniones, una inmensa encuesta que ni siquiera respeta los principios de la estadística. Hasta ahora parece una puesta en escena de expresión de emociones. “Si tenés una opinión, expresala y confiá en la capacidad del Estado. Si el Estado no actúa ya tendrás tiempo de indignarte de nuevo”, sería la sugerencia. Hasta el momento el gran éxito de Macron es que ya hay más de 600.000 opiniones vertidas en la plataforma. La pregunta ineludible es cómo hará el Estado para responderlas. El primer ministro, Édouard Philippe, confesó en una entrevista que temen las consecuencias de una decepción masiva.

Más allá de los artilugios, existen datos duros intolerables para la mayoría de los franceses: la distancia promedio entre el salario más bajo y el más alto en las grandes empresas era de 48 veces en los años setenta y hoy esa distancia es de 800 veces. Para colmo, las grandes fortunas despliegan estrategias de elusión y evasión fiscal cada vez más sofisticadas que los conducen a pagar menos impuestos que sus propios empleados. Total, una de las empresas francesas más importantes, no paga un solo euro de impuestos en Francia. Ya no existe el impuesto que se impulsaba a las GAFA (Google, Apple, Facebook y Amazon) a nivel europeo. No resulta extraño entonces que el 70% de los franceses apoye o simpatice con las reivindicaciones económicas de los chalecos amarillos.

Existen datos duros intolerables para la mayoría de los franceses: la distancia promedio entre el salario más bajo y el más alto en las grandes empresas era de 48 veces en los años setenta y hoy esa distancia es de 800 veces

juntos pero no revueltos

Durante las últimas semanas asistimos además a una radicalización del giro autoritario de un presidente con la imagen deteriorada y sin un verdadero partido político que lo sostenga en el poder. Las imágenes que dieron la vuelta al mundo mostraban a la policía poniendo de rodillas y apuntando a los jóvenes de un secundario que organizaban una toma en el marco de las protestas. Fue solo un primer botón de muestra. Hubo más de 500 mutilados, fundamentalmente pérdidas de manos y ojos por el uso de granadas lacrimógenas explosivas y los controvertidos LBD, unos potentes lanzadores de pelotas de goma que están prohibidos en el resto de Europa. Las manifestaciones de los sábados ya son prácticamente escoltadas de principio a fin por miles de miembros de distintas fuerzas de seguridad equipados para el peor de los conflictos.

La popularidad del movimiento se mantiene alta pero la cantidad de personas que manifiestan cada fin de semana no alcanza los picos de diciembre. Hay cientos de manifestantes detenidos procesados y periodistas y fotógrafos que fueron fichados como potenciales terroristas por los servicios de inteligencia. Quizás esa sea una de las razones por las que los jóvenes descendientes de familias de migrantes que habitan los barrios más populares de las periferias urbanas no se suman a las protestas. Esa es una de la incógnitas y temores más profundos ante la incertidumbre que probablemente generará el final del gran debate.

Sin embargo, a partir de una investigación que cruza los intercambios en las asambleas de los chalecos amarillos y los encuentros de los comités barriales de la periferia, el politólogo Julien Talpin sostiene que muchos militantes de las periferias repiten hace semanas que ellos son chalecos amarillos hace cuarenta años. Y se preguntan dónde estaban los actuales manifestantes en 2005, cuando ellos enfrentaban la represión policial.

El movimiento de los chalecos amarillos revela una cierta economía moral de las clases populares de la Francia contemporánea, que se expresa en una movilización que reclama reconocimiento además de redistribución de la riqueza. “Yo vivo con 900 euros por mes y no me alcanza, pero no fue eso lo que me llevó a ser chaleco amarillo…fue una noche cuando estaba lavando los platos y escuché al presidente que hablaba de ‘la gente que no es nada’. ¡Eso me indignó! Yo no tengo nada, pero tengo dignidad. Y este tipo nos robó la dignidad”, declaró una chaleco amarillo en una asamblea pública de Roubaix.

na asamblea pública de Roubaix. Los mismos pibes que salieron a las calles a enfrentar a la cana en 2005 después de la muerte de Zyed Benna y Bouna Traoré en Clichy-sous-Bois, o hace menos tiempo tras la muerte de Adama Traoré en una refriega con unos gendarmes, pueden identificarse con ese tipo de denuncia pero todavía no ha sido suficiente para movilizarlos. Los sentimientos de injusticia son ligeramente diferentes. Para los habitantes de las periferias lo insoportable es que el valor de sus vidas sea negado por la discriminación racial y el gatillo fácil policial. Los padecimientos económicos están presentes —muchos simpatizan con los chalecos— aunque entendidos como efecto de esas discriminaciones raciales.

Hasta ahora las manifestaciones de los chalecos amarillos expresan la crisis de representación y un conjunto de reclamos sin cristalizarse en una construcción política capaz de pasar a otra fase que vaya más allá del encuentro y las movilizaciones. El proyecto meritocrático e individualista de Macron no funciona entre las grandes mayorías. Puede estar muy bien ser individualista y meritócrático pero no hay dudas que para serlo se necesita dinero. Como se lee en espaldas de los chalecos: “Para ser neoliberal hace falta guita”. Esa verdad irreductible es la que estalló en la cara del joven presidente francés.