la era de los mirandas

Mientras la venta online recodifica derechos y obligaciones de clientes y laburantes, la caída del consumo pega más fuerte que la temprana eliminación del mundial. Los locales de venta de electrodomésticos sostienen la ganancia despidiendo empleados que continúan como espíritus en grupos de whatsapp. Un safari entre nostálgicos del ahora12.

“Hace tiempo no sabemos nada de vos, Leandro”. Los correos electrónicos personalizados de Garbarino se apilan en el spam. Frávega no me tutea ni parece extrañarme, pero aturde en las redes sociales con la pedorra campaña publicitaria que confunde el nombre de la empresa y el del jugador español Cesc Fábregas (que ni siquiera integró su selección).

El Mundial Rusia 2018 fue casi tan frío como el país anfitrión. Una sociedad sumida en el ajuste con economías domésticas cada vez más endeudadas y una selección que no supo contagiar nunca. Entre sus principales «hinchas» estaban las grandes cadenas de electrodomésticos que con Argentina afuera de la copa vieron peligrar sus ventas “aseguradas” de televisores. Sin la fiebre consumista de Sudáfrica 2010, cuando se reemplazaban masivamente los televisores de tubo por las flaquitas LCD y LED -«a 50 cuotas sin interés»- y Carlos Tévez era aún el inocente jugador del pueblo protagonista de las publicidades de Frávega. O el Mundial Brasil 2014 que significó el desembarco de los televisores inteligentes y con cada vez más pulgadas. El Mundial es siempre también un family game y la pantalla junta y olvida por unas semanas a las anómicas pantallitas con su amenaza de desintegración, y, claro, hace aún más gozosa la experiencia de mirar fútbol hasta que nos duelan los ojos (después de todo, como dijo algún exrocker: la televisión es un mueble que pasa goles).

televisores encendidos en locales vacíos

Una fila enorme de smarts de Samsung de 50 pulgadas encendidos muestran la nariz de Román Iucht, otra igual de extensa expone distintos modelos de heladeras: Samsung, Whirlpool, Kohinoor. Al lado, frente a las vidrieras de planchitas de pelo y afeitadoras eléctricas re re sofisticadas para regalar a papá-hípster en su día, descansan un par de carretillas manuales de un naranja despintado. En una de las tres sucursales que Frávega tiene en la ciudad de Quilmes no hay mucha gente; la tarde noche está muy fría y hace un rato Croacia nos acaba de clavar tres pepas.

Esquivando los tacles que tiran los vendedores con abstinencia apenas uno ingresa a la sucursal, se llega a una esquina medio escondida en la que un gordito con pinta de bueno y buzo polar violeta de la empresa subido hasta arriba atiende con extrema paciencia a un enjambre de clientes que aguardan en silencio. Al lado suyo, desde el hueco de un ascensor y una escalera que comunican con el depósito, suben unas sonoras carcajadas que rompen la mezcla de artificialidad y tristeza del ambiente.

Desde ese hueco se asoman un brazo y un rostro que hacen flashear las apariciones del payaso Pennywise en las alcantarillas. Fabián es laburante del depósito, junto al gordito bonachón y otros dos compañeros, pero también multitarea –o para estar a tono con el tipo de trabajo físico: todoterreno. Los cuatro oscilan entre los veintilargos y los treinta y pocos. Si bien labura hace más de diez años en la empresa, este fue su segundo mundial en la sucursal.

“No se compara con otros mundiales, pero igual vendieron muchas teles con cuarenta o cincuenta cuotas sin interés que tienen algunos bancos todavía, acá se da mucho crédito en efectivo también, se pide mucho dinero, entonces muchos sacan muchísimas cuotas. Ojo, la mayoría trata de hacerlo en menos; una tele sale diez lucas, ponele, y te pedís un crédito personal que se te va a veinte. La gente pide plata y tarjetea, pero trata de embarcarse en menos cuotas. También mucha promoción: mucho por Internet. Estas semanas estuvimos entregando un promedio de treinta televisores por día. Lo que pasa es que son electrodomésticos que aprovechás para comprar en los mundiales, en el resto del año no se venden, y menos como está todo ahora, las heladeras sí se venden todo el año”. El baile de los últimos días descargando los paners de televisores –o subiendo las heladeras o los aires– tiene un vuelto corporal: la espalda duele y obliga a tomar algún analgésico consolador que permita dormir por la noche y regresar al otro día. El esfuerzo físico de la carga hace que esto sea cosa de machirulos. “Por el tipo de trabajo no hay mujeres: bajar heladeras, lavarropas, microondas, no les da espalda, es imposible, capaz con todo esto del feminismo… no sé, pero por ahora no imagino que laburen mujeres”.

Que Cibermonday, que Black Friday, que Hot Sale, todas las semanas un nuevo manijeo publicitario abundante y saturante para vaciar stock. Chamuyos que provocan corriditas de compra digital, en base a la lógica libidinal que consume sin condición.

Los picos de consumo masivo durante el kirchnerismo eran una especie de minisaqueo continuo y organizado en cuotas indoloras. El ahora12 y otros programas de fomento a la demanda empujaban a comprar “un popurrí de cosas, lo que venga, lo que te imagines” (con su nave insignia: el aire acondicionado). Las sucursales devenían nodos de paseo familiar y popular. “Quizás decían —imita la voz de un padre tarjeteador—: vamos a Garbarino o a Frávega que hay muchas cuotas”. La era Cambiemos repone la figura de los y las miranda: “ahora miran, chusmean mucho, como casi no hay 12 cuotas sin interés eso te hace pensar dos veces. Además, como que la gente está más pilla, no te podés arriesgar a comprar algo de treinta lucas si ganás veinte. Ahora tenemos atado el perro, si lo soltamos empieza a correr y a comer como loco, ¿me entendés?”, ilustra Fabián.

ojo mandón, dedito cliqueador

Las ventas online crecen y van acompañadas de la opción “retirar en sucursal” (y no solo envío a domicilio, no vaya a ser que la mercancía se extravíe en el camino), porque las empresas de electrodomésticos olfatearon hace rato el cambio de hábitos del consumidor. “Fuimos a un curso y ahí nos dijeron que la venta por Internet es del 30% en todas las sucursales, cuando hace dos o tres años era el 15%”, dice Gastón, que trabaja en el Centro de Distribución que Frávega tiene en la localidad bonaerense de Monte Grande, partido de Esteban Echeverría. Que Cibermonday, que Black Friday, que Hot Sale, todas las semanas un nuevo manijeo publicitario abundante y saturante para vaciar stock. Chamuyos que provocan corriditas de compra digital, en base a la lógica libidinal que consume sin condición. Las retinas mandonas y los deditos cliqueadores intensifican el ritmo laboral (todos pagando y abajo laburando).

Pero esos días de “venta caliente” pueden ser también la oportunidad de meter algunas horitas extras. En el Centro de Distribución se recibe a los proveedores y las importaciones, que luego se distribuyen por todos los locales. A diferencia de las sucursales en las que mandan “los fantasmas de Comercio”, los laburantes de depósito están dentro del Sindicato de Camioneros, que protege de los guadañazos reiterados de reducción de personal. Esas horas extras no alcanzan para compensar la pérdida de la capacidad de consumo que ellos mismos sufrieron en las sucursales: “antes tenía un cupo libre y me sacaba hasta una licuadora en tres cuotas; eso hacía que me pueda ahorrar alguna luquita por mes. Ahora con este hijo de puta estoy re al pucho”.

La venta online acompaña las mutaciones de las tareas laborales que la empresa intenta imponer, borrando jerarquías y roles rígidos. “Antes la diferencia entre el laburo de los vendedores y el nuestro era más marcado, ahora están buscando que vendedor y depósito hagan lo mismo, que todos hagamos todo, bah”, cuenta Fabián. Dar una mano con la venta se suma a las múltiples tareas que realizan cotidianamente (muchas de las cuales no son remuneradas) “los pibes del depósito” en las 48 horas semanales (aunque rara vez superan las 42, pero trabajan más que ventas que tiene 40 horas semanales y un franco): entregan la mercadería al cliente, bajan el camión de mercadería, limpian la sucursal y mantienen ordenado el depósito, y si queda tiempo hacen otras tareas imprevistas que puedan llegar a pintar.

sube, whatsapp y rocanrol

Hay jefecitos perfumados y medio pelados, o peinados con gel, que se engorran porque no y otros que se copan porque sí. La sociabilidad laboral habilita la arbitrariedad de los que mandan, pero también las buenas ondas entre la reciprocidad del mate, las risas y la musiquita no-funcional que suena de fondo. Aun así, todo parece complotar contra la reparadora ranchada poslaburo: fulbitos que unen a ventas y a depósito, birras en el quiosco, o asados y pizzas en los hogares, alguna salidita a bolichear… planes que se complican por los engomes de la adultez, porque la jornada resultó extenuante y dan ganas de salir corriendo a la parada o a la estación. Las distancias desparraman en distintos puntos geográficos del sur del conurbano bonaerense a estas mónadas obligadas a trayectos insólitos −pesada herencia geográfica de la Argentina posindustrial que rediseñó circuitos vitales despedazando el tejido laburante y succionando músculo, cabeza y deseos hacia la gran metrópolis. Así, van y vienen de Longchamps a Quilmes, de Solano a Wilde, de Avellaneda a Berazategui, de La Plata a Monte Grande y siempre se puede extender más lejos el mapa suburbano. Pero sucede también que compas que el ajuste o la alta rotación laboral expulsó de las sucursales puedan ser atajados en grupitos de whatsapp, para seguir viviendo espectralmente y volver al grupo de trabajo en forma de contacto.

La era Cambiemos repone la figura de los y las miranda: “ahora miran, chusmean mucho, como casi no hay 12 cuotas sin interés eso te hace pensar dos veces. Además, como que la gente está más pilla, no te podés arriesgar a comprar algo de treinta lucas si ganás veinte”.

Es el anochecer de un martes mulo y en el local de Garbarino veo Ruggeris rígidos y en movimiento por todos lados: un Ruggeri en la pantalla protagonizando junto a su familia las publicidades –en las que se mezcla el lenguaje futbolero con las ofertas mundiales–, un Ruggeri carón al lado de Latorre y el pollo Vignolo, un Ruggerigigantografía con paraguas en una cancha “garantizando el contrato entre hinchas y jugadores”, un Ruggeri silueta de cartón del mismo tamaño que los empleados de venta. A pesar de las citas concertadas, en los Garbarinos nadie abre la boca si se trata de hablar con el periodismo. Esta vez será un gerente cuarentón y constipado el que me ataje y me diga que en las sucursales de la empresa absolutamente nadie está autorizado a declarar, “además, ¿de qué te van a hablar los del depósito si se dedican a empacar y subir cosas?”.

A unos metros del mostrador, en el sector de entrega de mercaderías, un morocho serio y parecido al Chino de La Nueva Luna, desafía la elasticidad de sus brazos para abrazar una caja de un Smart-Tv de 50 pulgadas. En la puerta del local unos pibitos medio escabiados con remeras y gorritos de la Selección se cagan de risa y merodean la vidriera de teléfonos celulares hasta que un empleado de seguridad se pone nervioso y en tono poco friendly los saca cagando del local.