Julián López recomienda
Habla con pasión del nuevo libro de Selva Almada, de cómo el tiempo se ramifica en la serie Ratched y de todo lo que puede resonar en una pequeña pantalla Samsung.
No sé recomendar
No me gusta hablar particularmente de un objeto, de un libro, no tengo memoria y no sé sistematizar las ideas que surgen sobre lo que leo. Voy a empellones, me entrego con pasión a los fenómenos que se encienden con cada escrito pero vuelvo a estar a oscuras al minuto siguiente, completamente opaco.
Sé que lo amé. No recuerdo por qué. No recuerdo por qué ese amante me tenía cautivado y si lo pienso por partes me resulta absurdo: muslos portentosos, mandíbula áspera, manos tersas. De ese intento de reconstrucción salen retazos que solo evocan una ternura que se deslee, de la fricción no queda nada, de la vitalidad por la que estuve en vilo no queda nada.
En cambio, me gusta hablar de la lectura como de una zona, de un estado, como de un trance, no es que no me importen los libros, aunque en verdad crea que los libros no son tan importantes. La lectura es otra cosa, una condición del estar. Una condición que excede las plataformas y los dispositivos. Se lee. Se está en la lectura.
En todo caso me gustan los libros como mojones de la deriva, trazos de invitación epistémica que permiten poner a esa lectura en otra de alcance si no mayor, al menos inesperado. Esta historia se anuda con esa película y tal vez con ese malestar persistente y de modo seguro con esa imagen casual que vi una vez en la calle y que permanece caprichosa en mi memoria porque porta algo que todavía no le descubro.
De entre lo que pude leer en esta cuarentena hay mucho de lo que me gustaría poder hablar, pero de mucho de eso, libros que me fascinaron y que claramente recomendaría, partituras de esplendor y vitalidad como La vida de las plantas, de Emanuelle Coccia, o Gil Wolf, de Humberto Bas, o Tristes trópicos de Lévy-Strauss, no sabría qué decir. ¿Qué señalar del desencanto amoroso del etnógrafo francés que se desprende de sus yelmos con entusiasmo y una especie de arrepentimiento de Grey al grito de “¡adiós salvajes, adiós viajes!”? (Que la culpa de todo fi nalmente la tienen les antropólogues, tal vez; “señora/señore/señor: ¿qué mira?”).
Aunque en medio de la marea intensa en los últimos días llegó No es un río, la última novela de Selva Almada, publicada por Penguin Random House y antes de leerla, con esta nota por delante, me prometí no escribir acerca de ese libro. Soy amigo de la autora hace dos décadas y mi tía Beba diría “queda feo”.
Voy a tener que volver sobre mi promesa, se sabe, los hombres somos todos iguales, no voy a poder no hablar de No es un río porque es un libro que considero importante. Quienes conocemos la escritura de Selva Almada disfrutamos de la sequedad de El viento que arrasa, esa novela que miente geografías superpuestas y personajes capaces de un habla de traducción chaqueña y gringa. O el melodrama extraordinario de Ladrilleros, más cerca de la ciudad chica que de la carretera, el interior de la Spica de irradiación melódica en un vodevil sangriento. Hay otros libros de Selva y siempre portan escritura, pero No es un río parece algo mayor; mayor en el sentido de cresta, de un volumen que se eleva, el borde externo de una rompiente de la que seguramente va a precipitar algo distinto.
Si el nombre de una novela es el fractal que organiza, sintetiza y oculta su verdad, No es un río expone la complejidad de una negación y ahí comienza a funcionar la suspensión que requiere un universo narrativo para hacerse en la lectura. Desde el nombre comienza una deriva de márgenes imprecisos y la pesquisa de las lecturas entrenadas naufraga: esta novela no tiene orillas, el género no es el género, los personajes son espectros o semblantes, sedimento de lo que va dejando la marea fluvial en ese monte insular lejos de tierra firme.
Hay que escuchar a la autora en las entrevistas para saber que hasta ahí llega eso, todo lo que no quiso hacer, todo lo que no le pretendió a la novela, todo lo que se dejó envolver por el remanso. Frases que se quedan cortas, oraciones que se cortan a cuchillo, escenas de una violencia permanente con historias de gente que parece desencarnada. Y en el sentido de la relación con un objeto me parece que uno debería observar, si no agradecer, esa idea de acantilado, esa idea de que la plataforma se pone abrupta ante el lector y, en algunos casos, se abisma. Que el café completo y completado, con esos dash de esencias que occidentalizaron la vaina de la flor exótica se quede en el vaso gigante de Starbucks. Que nosotres podamos tener un objeto que nos deja solos es una oferta que creo nada desdeñable.
del otro lado
Ratched, basada en el personaje de la enfermera de Atrapado sin salida, película de Milos Forman sobre la novela de Ken Kesey, es y propone todo lo contrario. La serie de Netflix lo tiene todo. Factura absolutamente impecable, locaciones deslumbrantes, el hotel fantasmático y elegante ahora es una clínica psiquiátrica para desvariantes de clase alta, vestuario prodigioso y actuaciones maquinales en el grado de la perfección.
Pablo Valle apuntaba en tuiter que Sarah Paulson, la protagonista, es una actriz del Hollywood clásico trasladada al presente por un portal temporal y no se equivocaba, la performance de su enfermera puede compararse a los grandes personajes de las divas del cine de oro norteamericano. Judy Davis, Vincent D’onofrio, Cynthia Nixxon (y casi hasta Sharon Stone) componen sus personajes en esa mímesis absoluta –mortuoria– que es clave del modelo de actuación estadounidense.
Las intrigas de la serie parecen fuerzas centrípetas, líneas narrativas obligadas a confluir en un punto que fi nalmente no las magnetiza; hay una idea basal de venganza: hermana vuelve desde un pasado cenagoso a rescatar a hermano condenado a muerte por asesinar a cuchillazo limpio a un grupo de curas entre los que se cuenta su padre violador. Sobre eso se montan, exageradas, historias de amor, de perversión médica y títulos apócrifos, de personalidades múltiples y psicopáticas: una ristra de categorías del progreso psiquiátrico y su propia infatuación, drogas, huérfanos sometidos al abuso y la pederastia, enfermedades terminales, racismo. Ratched lo tiene todo y tal vez por eso no pulsa nada.
Con una escena anterior clavada en Carnival, de principios de los 2000, y sobre todo en American Horror Story, un hito del género (en el que Paulson deslumbra al gran público y se consagra) capaz de momentos artísticos descomunales y desprolijos, de temporadas fallidas que fungieron como engorde a una platea homogeneizada en el cliché de camp, Ratched parece venir para confirmar casi exclusivamente un modelo de producción.
En la presentación ponen que es una serie de terror psicológico y es curioso, o estoy arrasado por el terror (el de clave psicológica funciona muy bien conmigo) como en efecto estoy, o lo que las superproducciones invocan con ese estímulo absoluto para la teleaudiencia es lo que a mitad del siglo XX se conocía como le mortel ennui. Ratched es un embole atómico, Ratched está blindada de cualquier sensibilidad por el puro efecto de la no necesidad, del emplaste continuo, un recubrimiento perfecto de Ceresita y Tacurú. Ratched muestra uno de los modos de producción del entretenimiento de perfección formal que puede leerse también en las políticas con las que el mercado empacha a sus consumidores.
En esa medianía hay algo que desentona: la potencia que toma el último capítulo de la primera temporada, los personajes malévolos se vuelven en contra de lo que hasta entonces era familiar y se asocian en un concentrado de promesas para lo próximo. Netflix vitaliza el encadenamiento para una nueva espera, para una nueva devoción de que algo suceda, un mesianismo que va a menguar con la nueva temporada.
Aunque sus actuaciones deslumbrantes son autopartes, objetos a los que se puede mirar como en un rodeo a las esculturas de museo, escisiones de la obra total que expone, sin embargo, algo que se le escapa: Rossana Arquette revenida.
Una potencia noble que llega deslucida y sin escalas desde el Hollywood de finales de los ochenta y principio de los noventa a la productora audiovisual del Siglo XXI para mostrar que las personas envejecemos, que somos parábolas de tiempo y que eso (estar vives) no es perfecto, se estira, se gasta, se va licuando.
A propósito de actuaciones extraordinarias y narrativas de bordes imprecisos en los que el espectador es parte fundamental de una dialéctica que lo piensa como horizonte y destino, esta tampoco es una recomendación pero no se pierdan Familia sumergida, la muy interesante película de María Alché con un trabajo de Mercedes Morán impresionante.
IG
Y hablando de cosas impresionantes, una diagonal que se me impone por ese estado de suspensión tan interesante que proponen las redes sociales (soy el único de mi nación de amigues que piensa que esa toxemia también puede ser interesante) me tiene bastante impactado: lo que construye el algoritmo de Instagram para mí. El nicho en que me pone la corporación Tyrrel cuando presiono el ícono de búsqueda y despliega, mucho antes de que logre ingresar cualquier especificación en mis intentos de dar con algo, está hecho básicamente de dos cosas: hombres blancos, musculosos, en escenarios que empiezan en la clase media pero que a veces ascienden notablemente, ganados por la estética gay, muchas veces son parejas de hombres blancos, musculosos, muy jóvenes, o maduros en la acepción que la madurez tiene en el porno gay, en escenarios que empiezan en la clase media pero que a veces ascienden notablemente, que muestran su ropa, sus vacaciones, sus ojetes inabarcables, su entrenamiento en el gym, sus batidos proteicos para ganar volumen muscular, la aceptación y la algarabía de sus familias por su condición de eroticidad y una idea del buen gusto gestionada por el imperio del diseño.
Felicidad, salud, riqueza en una mostración tan contundente que confirma la vanidad con la que siempre me puse en el lugar de Sebastian Tyrrel, en su enorme departamento deshabitado por autómatas torpes y capaces de ternura.
IG parece decidido a dejar dicho (¿es a mí solo que insiste en mostrarme la medida de mi fracaso?) que el siglo cuyo uno de sus lemas fue I can’t get no satisfaction fue superado, enterrado por las nuevas masculinidades ancladas en el sistema de obligación identitaria y lejos del barrial de los demasiado solos, los demasiado feos, los demasiado enfermos a los que Esther Vilar les dedicó su El varón domado en 1971. ¡Qué paradoja! Éramos modernos y no lo sabíamos, queríamos salir rápido de ahí porque nos esperaba el futuro y no sabíamos que esa idea fatídica incluía a los noventa y el manto espantoso de la depresión como política pública.
Pero el mosaico de IG también cuadricula otra experiencia de lo blanco y trae animalidad en dos versiones: por una parte la relación de amor fraternal que algunas personas, varones casi excluyentemente, blancos siempre, mantienen con bestias salvajes. Cuerpos musculosos entregados a una confi anza sonriente que retozan en escenas que equiparan la humanidad rubia de los dueños a una humanidad irritante de sus posesiones salvajes y por la otra, escenas de caza en la que las fi eras persiguen y atrapan a sus presas como si ese fuera un acontecimiento pasible de ser visto sin la mediación de los dueños y de sus cámaras.
El mundo natural, tanto el de las bestias como el de los varones de estética gay, ultra humanizado, cabe todo en mi Samsung.
Cuando me gana el desaliento me acuerdo de una escena que me deslumbró y que me tiene deslumbrado, una escena que vuelve a mí cada tanto y vuelve a hablarme con una vitalidad que no se agota. Es una escena de una película de María Luisa Bemberg, Miss Mary, es una secuencia corta: la institutriz inglesa que protagoniza la historia abre la ventana de un cuarto en la planta alta del caserón de la familia de la alta burguesía y mira al gran parque de césped impecable. Allí está Carolina, la hija mayor de la familia, el personaje que interpreta Sofía Viruboff y sobre el que el relato descarga el arsenal machista y normalizador. Carolina es una mujer que crece en un mundo dispuesto para la adoración de la crueldad y el sometimiento, en ese momento de la película la reconversión de su espíritu desafiante ya está en marcha con las prácticas con las que va a convertirse en una señora obediente de su clase y de su amo. Pero en esa secuencia de fotogramas está bailando sola sobre el césped, en una escena soleada e insolente y de enormísimo pulso emancipatorio. Desde lo alto Miss Mary la reprende con la pregunta soliviantada de qué está haciendo (es tan claro que está bailando) y entonces Carolina responde: “Estoy pensando cosas”.
Gracias, Bemberg, por todo tu cine, claro, sobre todo por Señora de nadie, claro. Pero gracias, Bemberg, gracias por esa escena. Desde que me dejó deslumbrado, cuando me gana el desaliento, pienso que tal vez algún día me voy a poner a bailar.
