hacia un hack de la vida cotidiana
Más allá del voluntarismo de aquellos que simplemente defienden el “código abierto”, y como un intento de trascender el rechazo progresista de la algoritmización del mundo, existen experiencias que intentan explorar una síntesis distinta entre naturaleza, tecnología y capacidad humana. Drones de madera, medidores de calidad de aire, proyectos de ciencia comunitaria y la vigencia del pensamiento de George Simondon en una recorrida por algunas experiencias vinculadas al hackeo folk como práctica política.
El lunes 5 de febrero el Dow Jones cayó 1600 puntos. Sufrió su mayor derrumbe porcentual desde 2011 y la peor caída en un solo día de su historia, sembrando el pánico y el contagio en las bolsas de Europa y de Asia. Los principales voceros del capital financiero adjudicaron las causas al populismo proteccionista de Donald Trump y a la incertidumbre que genera en los mercados. No obstante, ni la política ni la incertidumbre le mueven la peluca a la Bolsa. En el centro de escena se encontraba la mano invisible de los algoritmos. Las inversiones de corto plazo (el trading) se hacen por intermedio de robots que resuelven problemas matemáticos complejos en tiempo real, enviando órdenes de compra y venta de acciones en base a parámetros establecidos. Estos bots usan algoritmos para reconocer potenciales peligros. Cuando un acontecimiento, o un problema informático, les señala algo inusual, automáticamente venden (o compran) de acuerdo con su código.
En los últimos treinta años, el grado de intensificación tecnológica habilitó el ascenso de este tipo de racionalidad (a)normativa, una pretensión de gobierno objetivo que reposa en la recolección y sistematización masiva de datos con el objetivo de adelantar todo comportamiento posible. El antiguo orden de la razón política se desvanece, como así también la relación regulada entre tiempo y valor. En este sentido, para autores como Bifo Berardi, Maurizio Lazzarato, Antoinette Rouvroy y el universo aceleracionista en el mundo anglosajón, la democracia comienza a ser reemplaza por procedimientos automáticos.
La postura del progresismo frente a este panorama es clara: la tecnocracia reduce la política a un conjunto de operaciones mínimas al servicio de cualquier poder. El problema de esta actitud es que no logra elaborar la transformación antropológica que acontece al mutar el medio humano. Y se refugia en propuestas de resistencia política. Para el crítico cultural Mark Fisher, el resultado es una izquierda melanco que, carente de cualquier “ímpetu proyectivo o visión propia que la guíe”, se reduce a “defender de manera incompetente reliquias” como la socialdemocracia o el New Deal. Esta actitud defensiva se nutre de una tecnofobia que enfrenta al hombre con la máquina.
En oposición a esto, el filósofo de la técnica Gilbert Simondon señalaba que esta dicotomía entre humanidad y tecnología “enmascara detrás de un humanismo fácil, una realidad rica en esfuerzos humanos y en fuerzas naturales, y que constituye el mundo de los objetos técnicos, mediadores entre la naturaleza y el hombre”. En definitiva, excluir a la técnica de la cultura produce una división irreconciliable entre lo artificial y lo natural, y ubica a lo humano en una posición de vejación.
Subrepticio e invisible, el movimiento hacker busca plantear una nueva apertura política a partir de una síntesis entre estos elementos. Conversamos con Julieta Arancio, integrante del colectivo R’lyeh Hacklab, una escuela de hackeo; con Paz Bernaldo y Gustavo Pereyra Irujo, creadores del proyecto de ciencia abierta Vuela, y con Javier Blanco, director de la Maestría en Tecnología, Políticas y Culturas de la Universidad Nacional de Córdoba, para que nos cuenten sobre otras formas de vincular lo técnico y lo político que tienen a la filosofía hacker en su centro.
la ciudad de R’lyeh
Hay veinte personas en una oficina del centro. Parte de ellos toman cerveza entre cajas de pizza abandonadas. Otros fuman en la terraza. Junto a una pila de laptops y restos de placas, centellea un servidor. Nada señala que estamos en un laboratorio de innovación. La puerta blindada y el aire asfixiante asemejan el espacio a una cueva de compra-venta de dólares. Entre los ventanales asoma la figura del Hotel Panamericano, que refleja la impronta civilizatoria del mercado. Los participantes no tienen mucha vida en sus espaldas, veintiséis años a lo sumo. Pero cuando el intercambio social termina, este grupo humano se comporta como veterano: montan placas, discuten la mejor forma de evitar la oscilación de un motor, superponen y combinan fragmentos de código, monitorean avances. Se borran las líneas que separan a los diversos grupos y la estratificación entre programadores, productores y sociólogos se confunde. Bienvenidos al espacio R’lyeh.
En sus orígenes, el término hacker designaba a alguien que fabrica muebles con un hacha. Podemos imaginar la forma irregular, tosca, de un mueble construido a hachazos. Son objetos que integran el universo bastardo del folk-art. Los veinte hackers (ingenieros, programadores, cientistas sociales y artistas digitales) que participan del taller discuten acalorados, mientras comparten sus producciones de folk-tek: programas de código abierto, drones de madera terciada y sensores de monitoreo de la calidad del aire. Una impronta garajera renueva el aire de la sala. En su último libro, La silicolonización del mundo (Caja Negra, 2018), Eric Sadin describe al garaje como un “repliegue íntimo que habilita, al abrigo de las miradas, incluidas las de la familia, un bricolage libre de inventar lo que mejor le parezca a cada cual, incluso las cosas más insólitas”.
H.P. Lovecraft creó R’lyeh para alojar al Cthulhu. Una ciudad en la cual “no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente”. Un espacio onírico, no euclidiano, impregnado de sensaciones de otras esferas y dimensiones distintas de la nuestra. En Buenos Aires, el R’lyeh Hacklab funciona como un espacio de construcción colectiva de conocimiento. Un lugar –como dice en su Wiki– para hackear, aprender a hackear, enseñar a hackear, crear, romper, arreglar, y desarrollar. Para Julieta Arancio, becaria doctoral Conicet, ser hacker implica un uso desviado de la tecnología. “Desarmar la tecnología para usarla en algo diferente a su fin original”. R’lyeh nace a partir de este espíritu, “de la necesidad de habitar formas tecnológicas que nos interpelen más”, señala Julieta. En el espacio surgió el proyecto de ciencia comunitaria Éter, que mide la calidad del aire usando monitores abiertos de bajo costo en los barrios costeados por canales de desagüe del río Reconquista (municipio de General San Martín). “La idea es hackear la ciencia”, refuerza Julieta. “Abrirla para que otras personas participen del proceso de producción del conocimiento” y generen datos científicos comunitarios.
Aprendimos que toda posibilidad de conocimiento genuino se asienta en el desarrollo de la razón por parte del ser humano. Escuelas y universidades promueven la reflexión histórica y la evaluación crítica sobre los procesos socioculturales para cuestionar la cristalización esencialista, la experiencia sin razones y el dogmatismo religioso. Toda posibilidad de acción política surge de un mínimo de capacidad crítica, de separar lo verdadero de lo falso. En la Modernidad, la resistencia de los movimientos políticos se basó en el lento tiempo de la discusión, la persuasión y la organización social. ¿Pero qué pasa cuando el tiempo aparece estructurado sobre la hipervelocidad del procesamiento de datos? ¿Se torna imposible para discernir entre la verdad y la falsedad? Y en este marco, ¿qué formas políticas son posibles?
Javier Blanco es doctor en Informática (Universidad de Eindhoven, Holanda), y coordinó junto con Diego Parente, Pablo Rodríguez y Andrés Vaccari Amar a las máquinas. Cultura y técnica en Gilbert Simondon (Prometeo, 2015), el libro que reúne a varios de los principales estudiosos de la obra del filósofo francés. Blanco sostiene que el medio técnico digital “vuelve ineficaz o al menos insuficiente gran parte del aparato crítico desarrollado durante el siglo XX: el posestructuralismo, la semiótica, el análisis del discurso o de los medios, los estudios culturales. La nueva materialidad de los lenguajes, su capacidad instrumental, incluso del lenguaje ‘natural’ humano, habilita la construcción de nuevas herramientas de interpelación, de constitución de mundos simbólicos que proliferan con reglas propias y que, así como abren posibilidades de pensamiento inéditas también suelen ofuscar nuestra capacidad de atención, de crítica y de comprensión del mundo cotidiano. La incomprensión general de las ineluctables mediaciones algorítmicas puede tender a mitificar dichas mediaciones y, consecuentemente, a producir cierta confusión acerca de la realidad. El movimiento hacker es quizá el indicio de otras vías posibles”.
un drone en la montaña
Paz Bernaldo y Gustavo Pereyra Irujo se conocieron el año pasado en el encuentro GOSH (Movimiento por el Hardware Científico Abierto) que se organizó en Chile. Ahí nació Vuela, un proyecto que tiene como objetivo crear un prototipo de set de herramientas basado en un drone de código abierto. “A raíz de la experiencia GOSH” – explica Gustavo, Doctor en Ciencias Agrarias e investigador del Conicet y el INTA – “se nos ocurrió unir el trabajo de ambos. Ella interviene en comunidades vulnerables de Chile a través de talleres de tecnología. Y yo estaba trabajando en mi proyecto de investigación con drones de código abierto. La idea es que los drones sean adaptables a las necesidades de cada comunidad”. Los drones del proyecto Vuela están equipados con una plataforma open hardware basada en una placa del tipo Arduino a la que se le pueden conectar diferentes tipos de sensores. El problema que se les planteaba era reducir la oscilación de los cuatro motores, porque su vibración incide en las muestras que toman los sensores y en las imágenes capturadas.
Paz saca de una maleta oscura dos drones de aspecto rústico y alto nivel de tecnicidad. En su dimensión estética, el bicho tiene más que ver con un mecano alucinado por William Gibson que con un objeto “Designed by Apple in California”. Una plataforma de madera terciada opaca, ensamblada con placas, sensores y potenciada con baterías de litio. Las aplicaciones del dispositivo son varias, desde capturar imágenes aéreas y obtener datos para investigación en agricultura hasta ayudar en crisis medioambientales y actividades comunitarias. Paz Bernaldo, cofundadora de Vuela, magister en Ciencias Sociales y militante de las tecnologías libres, recuerda cómo empezaron a trabajar con talleres de tecnología en los barrios de Chile. “Llegamos a la ciudad de Melipilla, ubicada a los pies del cerro urbano ‘El Sombrero’, donde se yergue una cantera ilegal. Este barrio, que se originó a partir de una toma, logró ser reconocido de manera oficial. Esto genera una fuerte identificación de la comunidad con el territorio. La Municipalidad asegura que la cantera está cerrada. Aunque en el barrio se sabe que funciona de manera clandestina. En la comunidad quieren demandar el cierre. Pero no tienen evidencia de que haya movimiento, ni de los índices de contaminación. En este punto, interviene Vuela facilitando los drones equipados con los sensores y el conocimiento para que la comunidad desarrolle datos propios”.
Los participantes montan las hélices, instalan un smartphone con una aplicación que medirá la oscilación de cada motor, conectan el dispositivo a una laptop y prenden los motores. Aceleran el dispositivo. Primero, los cuatro motores juntos. Luego, uno a la vez. Dos matemáticos y un programador comparan las mediciones, calculan los promedios y discuten sobre cuál combinación de amortiguación y programación es más relevante para los dispositivos. La sensación de felicidad es doble. Por un lado, se festeja que la combinación de sensores, microprocesadores, ceros y unos funcione. Y por otro, felicidad es la energía que se libera de la restricción del mercado y el empleo. Se libera una ética y una estética colectivas.
mismo lenguaje, distinta lengua
En la transición de la sociedad industrial a la posindustrial-digital, ocurren dos grandes mistificaciones. Por un lado, se opaca el conocimiento sobre el funcionamiento técnico del mundo. La omnipresencia del ecosistema digital se presenta ante nosotros como una realidad mágica que excede nuestras capacidades cognitivas. Mientras que, por otro, el potencial técnico se constriñe bajo la forma neoliberal. Eric Sadin afirma que la innovación digital es el nuevo ídolo de nuestro tiempo, que “modifica y modela a su medida y sin debate público el marco de la cognición, pero sobre todo el marco de la acción humana o lo que queda de ella”.
En este sentido, son sugerentes las coincidencias entre el discurso de las corporaciones tecnológicas y el movimiento hacker. Ambos, para decirlo con Sadin, celebran lo creativo, lo colaborativo, lo participativo y lo disruptivo “entendido aquí con una connotación casi contracultural”. No obstante, más allá de que compartan el mismo lenguaje, no hablan la misma lengua. Proyectos como Vuela, Eter o R’lyeh trabajan por desligar la potencia de la nueva tecnología del viejo marco paradigmático del capital. Por desvincular el contenido de la forma que constriñe su potencial. “El neoliberalismo y la lógica de mercado atraviesan también al movimiento hacker, pese a lo cual pueden encontrarse núcleos de resistencia constituidos a partir de esta cultura técnica. El apego a las creaciones tecnológicas del movimiento de software libre aparece como irreductible a la lógica monetaria”, señala Javier Blanco. Para Paz Bernaldo y Pereyra Irujo, esa es la diferencia que se plantea entre la tecnología Open Source y el software libre: “Para quienes dicen que hacen tecnología abierta, el foco está puesto en lo operativo, en lo práctico. Un discurso del tipo ‘es más eficiente hacer las cosas de forma abierta’ porque las soluciones funcionan mejor. Mientras que el software libre se funda en valores distintos. No basta con que un software esté abierto, como puede ser el protocolo de los gobiernos de abrir datos, cuando nadie puede interpretar esa información”. En este sentido, Vuela y Éter, como muchos proyectos de ciencia comunitaria, tienen como objetivo que los participantes reconozcan sus propias capacidades, produzcan y procesen sus propios datos.
En un tiempo regido por la incapacidad política para predecir, gobernar y dirigir la acción colectiva hacia una meta común el movimiento hacker tiene el potencial de instaurar una cultura que entienda e incorpore al dispositivo técnico como parte de sí. Una oportunidad histórica para liberar a la tecnología del prejuicio progresista que la percibe solo como una simple “herramienta del capital”. Tal como analiza Tiziana Terranova, las tecnologías, los algoritmos y los datos trazan en su reverso “nuevas potencialidades para formas de gobierno posneoliberales y formas de gobierno poscapitalistas”. Construir conocimiento y tecnologías desvinculadas de la forma del capital, tal vez sea un camino factible para fundar un destino común que vincule la naturaleza, la técnica y lo humano.