Hay jueces, jueces y jueces. La palabra parece la misma, y en ver o no ver las diferencias puede radicar parte del problema. Están los jueces del baile del espectáculo, están los jueces buitres, los jueces que fuman imparciales, los jueces sin y con peluca, están los jueces que siguen la agenda mediática, les gerentes de la RAE, etcétera.
En The Wall el juez con cara de culo sentencia al protagonista sensible a “quedar expuesto ante sus semejantes” y tirar sus muros abajo; en el último capítulo de Seinfeld, los queridísimos protagonistas de la serie marchan presos ya que “su cruel indiferencia y absoluto desprecio por todo lo que es bueno y decente ha sacudido las bases sobre las que la sociedad fue construida”. En ninguno de esos casos, los acusados eran amigos del juez, como recomienda José Hernández a través de la marioneta del viejo Vizcacha (uno de los títeres populares más famosos de la sobremesa nacional): hacerse amigo del juez, recomienda Hernández, nunca llevarle la contra, achicarse cuando este se enoja.
Claro que no hay que juzgar las cosas fuera de contexto: ni el castigo de The Wall tiene que ver con obligar a que el personaje deje las redes sociales; ni el castigo del juez en Seinfeld tiene que ver con la actual hegemonía de la corrección política y el trolleo; ni el consejo del Viejo Vizcacha sería un mal consejo en caso de foul brusco si tu nombre es Pablo y tu apellido Pérez.
Tampoco corresponde elevar un juicio totalizador sobre el poder judicial y proponer la suspensión de la inteligencia juzgadora. Para evitar esto o lo anterior, mejor citar dos ejemplos. El primero dice así: mientras estaba comenzando la Segunda Guerra Mundial, una inglesa —Agatha Christie— publica una novela policial sobre un juez que se venga de las injusticias que conoció y que no se juzgaron y de una manera extraordinaria toma venganza por mano propia siguiendo la estructura de una canción llamada Diez negritos. Todo casualmente tiene lugar en una isla llamada “Isla del negro” y todos los personajes (incluso el juez) mueren. La novela indirectamente cuestiona el carácter psicópata y solitario de quien juzga a los ciudadanos en estricta y despótica soledad y es una clara novelización del ejemplo del “mal juez” y del juicio cebado. Quince años después, otro inglés —William Golding— saca una novela no policial en donde varios niños quedan solos en una isla y comienzan a comportarse de maneras malamente salvajes. “Por suerte” al final llegan unos soldados británicos. El señor de las moscas no solo condena las formas de autoorganización colectiva, sino que además retrata lo impertinente que resulta la ausencia de cualquier tipo de juez o de buen juicio: fue ampliamente reversionada por los medios hegemónicos y parte de la cúpula policial cordobesa en diciembre de 2013, en las famosas 36 horas de ausencia policial y caos con saqueos.
Entre marionetas, servicios de inteligencia, juicios apresurados para la agenda mediática, amiguismos, ventajismos y otros elementos relacionados al sistema judicial, aparece otra cuestión recurrente del algoritmo nacional: la venganza justiciera. ¿No es ahí donde se cruzan tanto la mano de Dios, como la victoria macrista en 2015; tanto Fierro como el Magnettismo; tanto el discurso de la pesada herencia como el himno a la grieta? ¿No es ese el punto donde se tocan los relatos salvajes con el secreto de los ojos de Campanella, la venganza será terrible, la transformación de Alfredo Casero, la ausencia policial y esa triple venganza a la cordobesa en diciembre de 2013, varios capítulos de mujeres asesinas, el último disco de Marilina Bertoldi (en tanto venganza contra el mundo macho y hetero del rock) y la captura de los artífices del “gran robo del siglo” luego de una acusación motivada por celos? La sed de venganza nacional: en esa idea de fondo podría haber caído Quilmes en su última publicidad contra las cervezas artesanales si no fuese algo que se sale de su línea editorial amiguera: tuvieron que dar un mensaje de piedad, complicidad familiar y herencia etílica.
No olvidemos de ninguna manera a los buenos jueces: ni a la buena crítica estética (no exclusivamente artística) que logra esquivar eso de ser el juez vengativo que escucha obsesivamente su propia canción o eso de ser el juez ausente de El señor de las Moscas, o eso de ser el juez amiguero y cómplice de Fierro 2. No olvidemos a los dos jueces cojos de Vidas ajenas de Emmanuel Carrère, quienes a pesar de estar siempre lidiando con la enfermedad defienden a los endeudados desprotegidos; ni al juez de Close Up, la preciosa película de Kiarostami donde se logra que no solo seamos espectadores y miembros de un juicio sino también el personaje mismo, sometido a una extraña acusación.
No olvidemos, tampoco, a esas tres isleñas especialistas en escuchar y bienjuzgar: la fría canadiense Rachel Cusk con su trilogía del superyo, y las grandiosas Hebe Uhart y Agnès Varda, que en paz descansen y cuyos juicios nos protejan. |
