garota de ipanema

A cinco meses de las elecciones aún no está claro quiénes serán los candidatos a la presidencia, pero sí se sabe cuál es la apuesta del establishment. Brasil es un país donde la demofobia desciende como una niebla plomiza sobre las ciudades, tal vez como reacción frente a la extendida sospecha que suscita la clase política. Una conversación con los editores de la revista Piauí sobre la implosión de los argumentos que solían mantener al gigante latinoamericano en pie.

el origen

Una confesión: cuando en 2010 pergeñamos la tercera época de crisis, y buscábamos referencias en el famélico universo de la revistas impresas contemporáneas, hubo una que nos deslumbró. Se llama Piauí, es carioca y, digámoslo así, nos inspiramos en ella. Desde entonces seguimos su trayectoria con interés, de modo intermitente y a la distancia.

Ocho años más tarde, finalmente, nos dimos el gusto de conocerla, en su coqueta redacción ubicada en el corazón de Ipanema. Periodicidad mensual, 25.000 suscriptores, el doble de tirada con distribución en kioscos, alto prestigio periodístico ganado en base a excelencia estética, templanza en la interpretación y virtuosismo de la escritura. Su modelo y fetiche: The New Yorker. El objetivo: la sofisticación. Siempre altanera y polémica, nos explica la crisis de Brasil.

Esta historia se puede contar de varias maneras, pero inevitablemente tenemos que referirnos al impeachment contra Dilma Rousseff en 2016. Para entender este acontecimiento hay que ir más atrás, a 2013, cuando una serie de manifestaciones en las calles de Brasil pusieron en jaque el primer mandato de Dilma. Comenzaron en San Pablo, después en Río, y se propagaron por todo el país. Al inicio eran contra el aumento del transporte colectivo, luego se esparcieron, y el grupo que lo lideraba, Movimento Passe Livre, perdió el protagonismo y el control del movimiento. Aparecieron derivas y articulaciones espontáneas, como el quebra-quebra en Brasilia que intentó tomar el edificio del Congreso; o cuando el Palacio de Itamaraty –sede del Ministerio de Relaciones Exteriores– fue depredado con un principio de incendio en la puerta. El movimiento se había salido de su eje y, de expresar una insatisfacción difusa, incluso heterogénea, se volcó a una oposición frontal contra el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT). Por primera vez desde su surgimiento el PT no lideraba la protesta social y pasó a ser el blanco de las manifestaciones de masas en las calles.

Aun así Dilma logró reelegirse en 2014, en unos comicios muy disputados. Le ganó a Aécio Neves, candidato del PSDB, por un margen estrecho. La crisis económica empezaba a impactar en la vida de la gente, pero se profundizó ni bien comenzó su segundo mandato. Al mismo tiempo, avanzaron las investigaciones de la Policía Federal y el Ministerio Público relacionadas con la Operación Lava Jato. El tercer elemento fatal para el gobierno fue la erosión del control político de su base parlamentaria. Al contrario de Lula, Dilma era una figura muy poco carismática, con escasa cintura para el juego político, menos permeable a lo que aquí se llama “política fisiológica” (el trueque de apoyos por cargos y negocios). Así fue como el último gobierno del PT entró en zona de inviabilidad, y se enfrentó a una “tormenta perfecta”.

El punto decisivo fue la pérdida del comando económico. Al principio el establishment aparecía dividido, pero pronto el gobierno perdió todo apoyo de la élite. Ya en 2016, el movimiento que impulsaba el impeachment tenía un claro carácter de clase. Además de las movilizaciones conservadoras que llevaban millones de personas a la calle, la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (FIESP) pasó a oponerse frontalmente, y la traición del Partido del Movimiento Democrático Brasileño, los tucanos del entonces vicepresidente Temer, decretaron la destitución en el Congreso. Los sectores de poder se articularon claramente, en torno a un pretexto: la pedaleada fiscal, operación financiera irregular que practicaron todos los últimos gobiernos, aunque Dilma la utilizó a mayor escala. No creo que ese argumento pueda considerarse un crimen de responsabilidades. Y queda la sensación de que el impeachment fue una artimaña.

cuestión de estilo

Cuando Piauí apareció en octubre de 2006, fue difícil encasillarla políticamente. Crítica de los gobiernos de Lula y Dilma, nunca abrevó en el antipetismo visceral. Para eludir la polarización sus armas fueron la ironía y cierto aroma antipolítico. No es que despreciaran los asuntos de palacio, pero siempre hay cosas más relevantes que la vaporosa coyuntura tal y como es destilada por los medios de comunicación. Había que crear una perspectiva original, o quizás un tono más elegante, desde el cual interpretar la vida social brasileña contemporánea.

Ahora bien, la revista no dudó cuando el país fue conmovido por el impeachment. Tomó partido sin partidizarse, haciendo un esfuerzo supremo por sostener la complejidad en el análisis. Las tapas, que solían abstenerse de toda literalidad, comenzaron a interpelar de modo cáustico al proceso político. La ilustración del último número (mayo de 2018) muestra a los cinco candidatos a la presidencia sentados en primer plano, mientras en el fondo un elefante ocupa la casi totalidad de la habitación. El paquidermo tiene un aire al condenado Lula.

La situación ingresó en un viaje de ida que parece no tener vuelta atrás y cualquier salida resulta mala, no existe horizonte de resolución. En Brasil estamos viviendo un proceso de regresión de la democracia, desde el punto de vista de los derechos sociales y también institucionalmente.

Muchos usan el término “golpe parlamentario”, pero lo cierto es que se cumplieron todos los ritos de la legalidad. El Congreso trabajó dentro de sus potestades, el Tribunal Supremo lo avaló, las instituciones de hecho funcionaron. No obstante, la sensación es que se utilizó un pretexto artificial para derrocar a la presidenta. Entonces, el vocabulario empleado es insuficiente. Parece un “golpe” pero respeta las reglas del juego. ¿Qué tipo de golpe es? En un número anterior hablamos de “destitución mandrake”. Lo seguro es que fue un paso en falso por el que pagaremos caro como país durante muchos años, tal vez décadas. Un verdadero trauma para la democracia.

La situación ingresó en un viaje de ida que parece no tener vuelta atrás y cualquier salida hoy resulta mala, no existe horizonte de resolución. No hay ruptura de la legalidad, pero el proceso está sospechado de ilegitimidad. En Brasil estamos viviendo un proceso de regresión de la democracia, desde el punto de vista de los derechos sociales y también institucionalmente.

Tenemos un gobierno desmoralizado, fuera de juego, que está lanzando un candidato pero no tiene ninguna chance. La semana pasada los indicadores económicos demostraron que la recuperación de la economía es mucho más lenta y frágil de lo que se imaginaban. Vamos a llegar a fin de año sin que la gente perciba una mejora en su vida. Aunque se redujo la inflación, el desempleo no bajó y cayó la expectativa de los empresarios en la economía. Desde el punto de vista moral es un gobierno obsceno, casi una cleptocracia, una banda de ladrones. Políticamente, tienen el control del Congreso pero no consiguen aprobar las reformas importantes. Apenas pueden garantizar la estabilidad del presidente en el cargo, y no mucho más que eso. Michel Temer no puede salir a la calle, su popularidad tiende a cero. Y algo más, los políticos en general no pueden salir a la calle. Hay un fenómeno de extremo desgaste de la clase política.

La sensación de malestar y tensión es notoria. En estas últimas semanas sucedieron hechos muy graves, como el atentado contra la caravana de Lula en el sur del país, donde balearon dos ómnibus en los que viajaban periodistas. Y el ataque contra un militante del PT que estaba acampando en Curitiba, en protesta por la prisión del expresidente. Si sumamos el asesinato de Marielle, que no tiene nada que ver con Lula, vemos una escalada de violencia y de barbarie que está contaminando el proceso político brasileño de forma bastante preocupante. Inhabilitado Lula, el candidato que lidera los sondeos es un diputado carioca de extrema derecha, exmilitar, una figura tosca que propone un discurso de orden y autoridad, en cierta forma de la antipolítica, lo cual resuena en gran parte de la población. Creo que este personaje, Jair Bolsonaro, se va a ir debilitando conforme avance la campaña, sin embargo hay analistas que piensan que puede llegar a la segunda vuelta y otros dicen que puede llegar a la presidencia. Sea cual fuere el desenlace lo cierto es que Bolsonaro ya ganó, pues con él la extrema derecha dejó de ser una fuerza residual y el conservadurismo autoritario ocupará, por primera vez desde la redemocratización, un lugar de privilegio.

país normal

El anfitrión es Fernando de Barros e Silva, director de Piauí desde 2012. Más tarde se suma José Roberto de Toledo, editor responsable del sitio web de la revista. João Moreira Salles, fundador y mecenas, está en una reunión y anuncia que pasará a saludar. Los tres tienen poco más de cincuenta años. Nacidos y criados durante la dictadura militar brasileña (1964-1985) son la generación que creyó, no digo en el milagro de un Brasil potencia porque el cinismo lúcido que los caracteriza prohíbe toda fe religiosa, pero sí en un razonable deslizamiento hacia el progreso en el marco de la globalización del siglo XXI.

Fernando, José y João quizás nunca hayan sido oficialistas y, sin embargo, recuerdan como una “edad de oro” perdida en el tiempo al período que reúne los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) y los dos de Lula (2003-2011): dieciséis años de prosperidad capitalista, en el marco de una comunidad de destino a pesar de las diferencias ideológicas. Y es esa última posibilidad de construir “un país normal”, la que ven ahora retorcerse en el suelo, convertida en pesadilla, en un ultraje mayúsculo y desolador. Pero no hay excusas cuando el desafío es comprender. Y narrar.

Las elecciones que se avecinan en varios aspectos se parecen a las de 1989, que fueron las primeras después de la dictadura militar, especialmente porque estarán marcadas por una extrema fragmentación. En aquel entonces Lula pasó a segunda vuelta contra Fernando Collor, habiendo conseguido apenas 16 puntos, medio más que Leonel Brizola, un líder laborista muy importante. Esta vez es más incierto aún, pues todavía no sabemos ni siquiera quiénes son los candidatos firmes. A cinco meses de los comicios, el cuadro no está definido.

El candidato preferido del establishment es Geraldo Alckmin, ahora gobernador de San Pablo, miembro del PSDB. Podría presentarse en una composición con el PMDB y con el partido Demócratas (DEM), en una alianza de la centro derecha. Pero es muy difícil que pueda trascender al estado de San Pablo y convertirse en una referencia nacional.

Además de Alckim y Bolsonaro, hay dos candidaturas que parecen viables. Una es Marina Silva, que fue ministra de Medioambiente del gobierno de Lula y renunció en el segundo mandato debido a una pulseada con Dilma, por entonces ministra de la Casa Civil, donde tal vez Lula hizo una elección equivocada. Marina Silva fue senadora por el Estado de Acre, está ligada a la causa ecologista, es una mujer negra, de origen pobre, que fue a la universidad. Mucha gente cuestiona su capacidad administrativa y el hecho de que esté siempre un poco ausente del proceso, porque solo aparece a último momento, en contextos electorales, casi como si tuviese asco del juego político. Además, está repleta de contradicciones: por ejemplo, tuvo una conversión acelerada al evangelismo; y giró hacia una perspectiva liberal y promercado en lo económico. Aun así tiene una buena intención de voto, especialmente con la salida de Lula del escenario. Y aunque Marina es muy distinta de Bolsonaro, ella también saca rédito del rechazo antipolítico porque, aunque esta sería su tercera elección presidencial no es vista como alguien del mainstream, se la percibe como una candidata con reserva moral. Además, el establishment la mira con cierta simpatía, no asusta.

El cuarto candidato es Ciro Gomes, del Partido Democrático Laborista (PDT). Fue ministro de Lula y se alejó del PT sin volverse antipetista. Personaje controvertido, elocuente y capaz, sin pelos en la lengua, muy seductor, por momentos una figura colérica. Tal vez sea quien provoca más pánico en el establishment, como en su momento Leonel Brizola. Ciro va a intentar comer un pedazo del electorado del PT y otra parte de Marina. Intenta una alianza con el Partido Socialista Brasileño (PSB), que no es exactamente un partido de izquierda sino más bien un comodín y estuvo a punto de postular al exjuez Joaquim Barbosa, uno de los creadores del Lava Jato, hasta que sorpresivamente este último desistió.

En el cuadro general, Bolsonaro y Marina lideran con un 15% de intención de votos, mientras que Alckmin y Ciro están entre el 8 y el 10%. Hay otros candidatos menores, como Guilherme Boulos, que es una figura interesante. Tal vez crezca luego del gesto que hizo Lula antes de ser encarcelado, reconociéndolo como una especie de heredero que funcionaría como una vuelta a los orígenes. Pero no parece que vaya a tener peso en la elección. Y falta un dato clave: conocer quién sería el candidato del PT, a quien Lula debería transferirle votos. Todo indica que será Fernando Haddad, quien apenas mide entre 3 y 4%, aunque quizás llegue a ser un candidato competitivo.

Lula es el elefante, con el 35% del electorado en su poder. Desde que está preso bajó a 31%, pero no es del todo correcto decir que perdió cuatro puntos. Lo dramático es que Lula no solo está en prisión, sino que casi no puede recibir visitas, y la pregunta es si en esas condiciones podrá influir en la elección. Libre y en campaña probablemente la transferencia de votos hacia otro candidato sería de 15 o 20 puntos; desde la cárcel no se sabe.

Lula es el elefante, con el 35% del electorado en su poder. Lo dramá tico es que no solo está en prisión, sino que casi no puede recibir visitas y la pregunta es si en esas condiciones podrá influir en la elección. Libre y en campaña probablemente la transferencia de votos hacia otro candidato sería de 15 o 20 puntos; desde la cárcel no se sabe.

Desde 1994, la segunda vuelta fue entre el PT y el antipetismo. El centro de gravedad que organizaba el sistema político era el PT, con el 30% del electorado. Frente a él se estructuraba la oposición, casi siempre el PSDB, que quizás no tuviera consistencia en sí mismo. Ahora no es seguro que vaya a estar el PT, entonces se desarma la polarización. Buena parte del electorado de derecha que elegía al PSDB se pasó a Bolsonaro, por eso Alckmin tiene solo un 8%. La pregunta es si Bolsonaro será como Le Pen, que no puede ganar una segunda vuelta por el rechazo que concita, o será como Trump. El fascista carioca tiene dos grandes diferencias con su admirado presidente norteamericano: no tiene partido, ni dinero. Pero esta elección estará marcada por el rechazo a los partidos tradicionales, el rechazo al gobierno, y un fuerte reclamo de moralidad.

la espina

Piauí es carioca, es mujer, y aunque no sea negra, ni pobre, los disparos que asesinaron a Marielle Franco le entraron por la sien. Hay un artículo de despedida publicado en la edición de abril que tal vez sintetice el espíritu de la época. Se titula Después del atentado, fue escrito por la guionista feminista Antonia Pellegrino, y concluye así: “Ella era la fase luminosa de los excluidos de la política, en la política. Su elección fue una de las más contundentes respuestas al No me representan de 2013. Marielle era la renovación política brasileña encarnada. De ahí brota su enorme poder. Su muerte rellenó nuestra esperanza de balas. Su muerte empujó tanto la espina dentro de la carne, que parece haber dejado al país entumecido. Ahora es posible tocar la fragilidad de la vida con las manos. Todavía es pronto para comprender hasta qué punto todo cambió, pero no hay dudas de que hubo un descarrilamiento”.