1.El Volcán es el producto de una masa crítica que lleva más de quince años acumulándose. Una antología suele ordenar y brindar una hoja de ruta a lo ya existente. En ese sentido, un libro que recopila a 42 historietistas de 13 países es un obsequio perfecto para quien quiere un sampleo acerca de cómo se hace cómic en Latinoamérica en el año 2018. Es, también, un valioso documento histórico que subsistirá a futuro como una fotografía, quizás un tanto descontextualizada, de los cambios acaecidos a nivel continental durante las dos primeras décadas del siglo XXI, un período en el cual lo que quedaba de industria fue barrido para ser reemplazado por la precariedad, la internet, la solidaridad entre colectivos de artistas y una progresiva experimentación. Proyectos como Historietas Reales o la revista Cábula constituyeron mojones insoslayables en esta evolución, generando un sentido de comunidad que excedió las fronteras nacionales.
El Volcán tiene algo para cada persona: aquellos que busquen cómic punk estarán felices con Abraham Díaz y Pachiclón; los que prefieran el color y las formas suaves tienen a Regina Rivas y La Watson; los que gustan de la autobiografía pueden recurrir a Maliki y Laura Lannes; para los lectores políticos está Jesús Cossio con su crónica del Perú violento de los 80; para el absurdo Jim Pluk y Max Cachimba con su humor bobo; para el grotesco Frank Vega, con sus crónicas conurbánicas mutantes.
2. La marca de una buena antología es el equilibrio: ser lo suficientemente amplia dentro de una línea editorial coherente. El trabajo de José Sainz y Alejandro Bidegaray es ejemplar en este sentido, pero la noción de historieta latinoamericana presenta una serie de cuestiones. En primer lugar, ¿es posible hablar de una historieta latinoamericana? ¿Es posible comparar países tan diversos como Brasil, México, Argentina y Colombia? En algunos casos, como el de Argentina y México, contaron con una vigorosa tradición industrial de historieta. En otros, como Brasil, la figura de Mauricio De Souza y su Turma da Mônica, el Disney local, hegemonizan un imperio comercial conservador y repetitivo. Por último, países como Colombia y Bolivia tuvieron una historieta efímera hasta inicios del año 2000, momento en el cual desarrollan una escena vibrante.
En segundo lugar, ¿es posible comparar incluso los estilos? El dibujo, en principio, debería pertenecer a la mano única y creadora del dibujante, en estrecho vínculo con la experiencia histórica propia de su país e incluso de la provincia de la que procede. ¿Pensar en “la historieta latinoamericana” no implica el achatamiento de la historia y de las particularidades de cada país y de cada artista? Para ser sinceros, estas no son preguntas excluyentes a la historieta. Estudiamos la historia de Latinoamérica en bloques que tienden a unificar y no ayudan a pensar procesos muy diversos que solo comparten un lenguaje y una tradición colonial común. El libro, de hecho, se mueve entre la dispersión y la concentración. Cada historieta se encuentra descontextualizada en el recorrido de lectura. Solo nos enteramos del nombre y el país de cada uno de los artistas, y las biografías y el prólogo no buscan colocar esta creatividad en un recorrido histórico. Es un libro, como dice su subtítulo, estrictamente del presente.
3. El cúmulo apunta a una evidencia: la historieta latinoamericana ya no corre por atrás, al menos en cuanto a su calidad gráfica, de sus pares norteamericanos y europeos. La diversidad de técnicas, de la tinta blanco y negro a la digital, demuestra la búsqueda de una voz individual, máxima fundamental del cómic independiente contemporáneo.
A diferencia de otros libros de historieta, más “literarios”, este amor por la imagen invita a discutir su superficie y a dejar de lado su faceta narrativa. De hecho, muchas historietas prescinden de la historia para centrarse en las sensaciones o en la experimentación visual. En el otro extremo, varias son pequeñas anécdotas de la clase media y media baja urbana. Lo cual indica que seguimos creyéndonos un continente de ciudades, a pesar del peso de la vida rural e indígena, o, quizás, que la historieta sigue siendo un arte mayoritariamente burgués.
El Volcán, entonces, refleja su tapa: un estallido de color, una comprobación de actividad que parecía dormida. Restan muchas preguntas: ¿qué hacemos con todo esto ahora? ¿Cómo sobrevive la “historieta latinoamericana” en el contexto de un continente en crisis? ¿Es posible ganar posiciones en la esfera artística cuando en lo económico nuestra vida tiende a pérdida? En definitiva: ¿cómo resolvemos el problema del progreso? Es demasiado pedirle a un solitario libro que responda estos interrogantes. Pero lo destacable de El Volcán es que ayuda a pensarlos, que ayuda a reflexionar sobre ese gran territorio sumergido en el eterno y postergado sueño de gloria que es Latinoamérica.
