en la ciudad de la (no) furia
Antes de las elecciones generales del 27 de octubre, la ciudad de Buenos Aires parecía encaminarse hacia un balotaje que ponía en suspenso el futuro político del país. Cuna del macrismo, algunos llegaron a suponer que sería en Capital Federal donde la escudería amarilla iba a encontrar sepultura. Pero pasaron cosas.
Hubo una luz de esperanza. El resultado en las PASO había sido de aproximadamente 46% de los votos para Horacio Rodríguez Larreta contra 32% de Matías Lammens. Si bien con la ponderación de los votos blancos y nulos Larreta llegaba a la mitad más uno necesaria para ganar en primera vuelta, el porcentaje obtenido por el candidato del Frente de Todos, que al momento de la elección aún no había logrado introducir los atributos en una reducida pero vital porción del electorado, era alentador. Lammens no producía rechazo: era un postulante cálido, fresco, razonable, que incluso había elogiado ciertos aspectos edilicios de la gestión de Larreta referenciándose siempre en la discursividad antigrieta de la primera etapa de la campaña de Alberto Fernández. Se lo asociaba con Marcelo Tinelli, su vicepresidente en San Lorenzo, pero también con la honestidad y un cierto outsiderismo muy valorado por aquellos votantes no politizados que dicen descreer de los miembros consuetudinarios de la corporación política.
Fuera de cámara, Larreta lucía desesperado. El cataclismo económico de Macri corroía su imagen de campeón del concreto y del asedio a los “vecinos” para “tomar un café”. En los pasillos de las oficinas públicas del gobierno de la ciudad, con una planta de trabajadores en su gran mayoría precarizada pero yuxtapuesta con una aristocracia militante que hace doce años forma parte del equipo, se decía por lo bajo que el peligro era real. Todo un imperio parecía trastabillar: el combo de negocios millonarios, concesiones turbias, basura quemada, especulación inmobiliaria, parquímetros para todes, ventajosas y aceitadas relaciones de poder en la Legislatura, la pauta mediática más millonaria de la historia argentina (en C5N, canal opositor, cuestionar la gestión de Larreta está contraindicada; incluso esta misma revista recibe migajas de la generosidad presupuestaria del alcalde), la compra de adversarios políticos (de Martín Lousteau a José Luis Espert). Se acudió incluso a Luis Barrionuevo para dar una mano en el siempre postergado sur de la ciudad, el conurbano interno de Horacio.
Pero sucedió algo más. Poco después de las PASO el movimiento ciudadano #sivosquerés surgió con una melodía pegadiza y fantasmática. Macri ya fue, Vidal también, si vos querés Larreta también, decía el estribillo. Primero un flashmob en la Avenida Corrientes recién reciclada por el Intendente, luego la repetición de la rutina pero en las quince comunas porteñas. Una invocación a los afectos, a la recuperación de la calle bajo el diagnóstico de que el proyecto político macrista había cumplido su ciclo, bajo la confirmación de que no era trasvasable a otra escala que la ciudad autónoma y que las calles siempre habían sido y debían volver a ser destituyentes. El movimiento tuvo una convocatoria amplia que desde luego incluyó a sectores peronistas pero los desbordó a través de una cuidadosa comunicación que resaltaba su autonomía. Incluso, y ante el previsible silencio de los medios, colonizó las redes sociales que al parecer iban a ser el locus de los trolls y una generosa parte de la brutal inversión oficialista. El hit incluso se entonó en un recital de Caetano Veloso, lo que elevó la temperatura y el afán republicano de los últimos mohicanos del macrismo simbólico.
#sivosquerés tuvo todos los ingredientes de un acontecimiento político y, junto a acciones como las del grupo Criolla, el grupo Simona, el colectivo de actores que salieron a hacer performance en el transporte público, el encuentro cultural ENFOCA con sus cien propuestas de políticas públicas y un racimo de activismos y militancias independientes, logró dotar de mística a una campaña que, con cierta lógica, estaba más centrada en seducir a exvotantes macristas y lousteausianos que en generar energía política disruptiva. Una campaña donde la convivencia del lammensismo con el PJ porteño fue más virtuosa que lo esperado, donde el cerco mediático en favor de Larreta fue espeso y donde se continuó con la línea lo-fi que se había diseñado con buenos resultados en las PASO. Los entusiastas de la grieta, los intensos antilarreta, los dos mil especialistas “que habían colaborado con el triunfo de Bolsonaro en Brasil”, los estrategas de café, los ácratas de escritorio y los voluntaristas del conflicto, refunfuñaban por lo bajo.
La estrategia incluía asociar a Larreta con Macri. Pese a que Larreta quedaba del lado de la eficiencia y Macri del lado de la inoperancia, cada vez que el soberano se expresaba en grupos focales o zigzagueantes encuestas, la hipótesis de trabajo era que la deplorable imagen pública del único presidente que no logró la reelección “arrastraría” al alcalde. Pero la política no es un espacio para lamentos y siempre manda el resultado. Hoy se puede decir que esta lectura fue equivocada y que Macri logró encarnar algo más que su casi universalmente reconocida ineptitud para conducir al país.
Y así fue que llegaron las elecciones generales luego de una campaña que había durado casi cuatro meses.
me verás caer
Nada tenían que ver los semblantes en el búnker del Frente de Todos durante el domingo 27 de octubre con los que habían estallado de alegría a medida que se iban confirmando las mesas testigo de las PASO. Según las encuestas, Larreta tenía chances de ganar en primera vuelta por un 50,5% frente a un hipotético 38% del Frente de Todos, pero también existía el escenario de un 48% a 37%. Ninguna sucedió. El resultado fue de 55% a 35%. Matías Lammens logró una performance histórica para una primera vuelta de una fuerza no macrista en la ciudad. En 2015, Mariano Recalde había cosechado un 21% de los votos y el que había pasado a balotaje había sido el hoy macrista Lousteau con 25%. En 2011 Daniel Filmus obtuvo un 28% en primera vuelta y luego un llamativo 35,7% en el balotaje. Cristina había sacado un guarismo de casi un punto menos en primera vuelta (660.275 votos), pero se había impuesto a nivel nacional con poco más del 54%.
En las generales de ciudad, Alberto Fernández conquistó un récord de 707.158 votos y Lammens lo siguió de cerca con 679.411. De los casi 100.000 votos nuevos que obtuvo la fórmula del Frente de Todos a nivel nacional, alrededor de 60.000 provinieron de Capital. Claro que Larreta mantuvo los tres puntos de diferencia en la ciudad con respecto a Macri que ya había cosechado en las PASO, pero con volúmenes de voto mucho mayores. La paridad entre el voto a Fernández y el voto a Lammens se mantuvo pero solo subió aproximadamente un punto y medio, mientras que Macri y Larreta subieron 6 y 9 puntos respectivamente. Matías Tombolini, de Consenso Federal, redujo su caudal en dos puntos, de 7% a 5%, mientras que Gabriel Solano del Frente de Izquierda bajó de 4% a 3%, hecho que no ayudó a que Myriam Bregman lograse la hazaña de llegar a la Cámara de Diputados.
¿Puede explicarse esta tormenta perfecta solo en base al voto antiperonista que caracteriza al electorado porteño? ¿Es lo mismo antiperonismo que anticristinismo en la misteriosa Buenos Aires? ¿Se podría haber nacionalizado aún más la elección? Las respuestas unívocas no existen. Pero las preguntas podrían empezar a ser despejadas teniendo en cuenta una multiplicidad de factores. En primer lugar, en la ciudad de Buenos Aires no hubo tantos nuevos sufragantes. Fueron casi 60.000: se pasó de 1.977.250 votantes a 2.037.155. En este contexto, Larreta trepó de 904.000 votos en las PASO a 1.083.000 en las generales (casi un 20%, el triple que la cantidad de nuevos votantes), mientras que Lammens obtuvo 617.000 en la primera instancia y casi 680.000 en la segunda (aproximadamente un 10% más). Más que votantes nuevos, que los hubo, la polarización absorbió parte del voto de los otros candidatos, en especial de Matías Tombolini, que disminuyó su caudal en aproximadamente un 30%. Macri trepó de un 44% (46% ponderado) a más de un 52%. Todo parece indicar que lo que se produjo en la ciudad de Buenos Aires fue, en efecto, una nacionalización de la elección pero orientada a Macri.
La opacidad de los números no responde a las preguntas planteadas. ¿Fue el techo de Lammens el histórico del kirchnerismo en sus mejores momentos en la ciudad, o más bien fue un techo de una fuerza cuya campaña poco confrontativa, centrada en un “cambio de prioridades” reclamado por los votantes desde una autoimagen moral pero no convertible en votos? ¿Renació la grieta en las generales o, con el resultado puesto, lo que se votó fue balance y autonomía? ¿Funcionó realmente la onerosa y quijotesca campaña de Macri o estuvimos frente a un electorado que quiso poner un límite al nuevo gobierno?
chetoslovaquia es tan susceptible
En la teoría, la votación de la ciudad de Buenos Aires era una elección entre obra pública o prioridades sociales. Desde esta perspectiva, el mensaje de Lammens no fue sustantivamente diferente al que venía elaborando con mucha menos suerte el Frente de Todos en las últimas elecciones de la ciudad; aunque su estilo poco confrontativo lo habría dotado de una verosimilitud que abre perspectivas para el futuro. Alberto y Lammens lograron hacer una gran PASO, pero cuando se llegó a la hora de los bifes lo que se terminó votando no fue «obras» o «prioridades» sino otra cosa. Lo mismo sucedió en la llamada “Chetoslovaquia”, que abarcaría los territorios de Mendoza, Córdoba y Santa Fe. Recordemos que en las generales, además de en CABA, el Frente de Todos solo creció en Río Negro, Santa Cruz, Entre Ríos y Chaco.
Descartada la economía, es aún temprano para determinar qué valores encarnó el voto macrista en estas áreas. Algunas hipótesis de trabajo con respecto a Buenos Aires: una singular idea de la modernidad antipolítica que pese a todo el macrismo pudo conservar y no fue disputada por el Frente de Todos; un deseo de distinción de clase enunciado con el lenguaje de la autonomía; un cálculo politológico republicano que emocionalmente se vestía con las ropas de “nosotros existimos, no van a poder ir por todo”; un alarido honestista de una clase media que necesita votar a su ideal del yo; ¿es esto el antiperonismo?
Puede ser, pero lo desborda. Si uno tuviera que pensar en lo específico del antiperonismo podría hablar de una estructura del sentimiento que derrama desde los adultos mayores y se magnifica en el entramado periodístico. Un relato antisindical y elitista que combina historias de profanaciones con una fuerte creencia antiburocrática y un lenguaje esencialmente clasista pero con oropeles de eficiencia y moral. El antiperonismo no es un rechazo al hecho maldito del país burgués sino el último salvavidas de distinción en un país donde el progreso parece imposible.
Una bella paradoja que podía leerse en diversas conversaciones focales con el soberano era que la idea de modernidad cocinada al calor de la experiencia turística de clase media habilitada por los peronismos (menemismo primero, kirchnerismo después) confirmaba todas y cada una de las creencias antiperonistas. Se sabe que en una constelación social superindividualizada, con una economía inestable y con una moneda volátil y donde el ahorro se produce en ladrillos y por ende en dólares, la epopeya turística se constituye como una gratificación irremplazable cuyo poder de ensoñación es más fuerte en la medida en que el ciudadano puede trasladar mejor esas fantasías a la vida cotidiana. Cuando uno viaja de vacaciones no visita hospitales públicos ni escuelas, tampoco chequea la ejecución del presupuesto de desarrollo social. Claro, Buenos Aires tiene un presupuesto similar a Madrid. ¡Y está casi como Madrid! Claro, Larreta es Macri. ¡Y Macri es como a mí me gustaría ser!
Más allá de su capacidad de trabajo, en diferentes investigaciones preelectorales Rodríguez Larreta no mostraba demasiados atributos positivos propios en el plano personal. A diferencia de un Macri que con su inoperancia, sus traumas familiares y su prepotencia de clase genera una identificación que se vuelve rechazo cuando el barco se hunde e identificación cuando ya está hundido, Larreta no encarnaba una fuerza histórica propia de los porteños. Sí mostraba cercanía, y eso es indudablemente un mérito propio, de su gestión y de su presupuesto publicitario. A fin de cuentas, Larreta era caracterizado como un buen gerente -un buen garante- de las ilusiones cosmopolitas que son el patrón oro de las fantasías de excepcionalidad del urbanita argentino. Gracias a su intervención en el espacio público no estatal, los larretismos -omnipresentes vallas amarillas que muestran “una gestión en marcha”- amortiguaban el doloroso retorno de Madrid o de New York, atiborrado de cuotas impagas en Despegar.com. Gracias a los pasos a nivel y a los metrobuses, la especulación inmobiliaria y el negociado con terrenos públicos no aparecían en el radar, como así tampoco el cerco de protección mediática o la paupérrima gestión ambiental. Lo que la gente decía no perdonarle era la muerte de frío de personas en situación de calle.
Era posible una campaña exitosa cuestionando a Larreta? ¿Era preciso demostrar que su modernidad es falsa o contraponerle una nueva tradición? Difícil. El cuestionamiento no podía venir por el lado de su capacidad parquizadora o sus estímulos a la circulación de rodados, valorados incluso por quienes decían que jamás lo votarían. Cuestionarlo en base al fracaso nacional tampoco parecía ser la mejor herramienta, porque incluso en un balotaje Larreta sería el macrismo no contaminado de dicho desastre. Sin embargo, esto no significa que fuese imposible ganarle una discusión. Sucedió a medias en territorios en los que el alcalde casi no quería combatir: el de la salud, la educación y las prioridades. Larreta perdió esa discusión pero no perdió por eso sus credenciales modernizadoras, proactivas, gerenciales o vecinalistas. La cuestión de si gobernar una ciudad se limita a la oferta de servicios e infraestructura, o si tiene que ver con dinamizar su economía y su tejido social para lograr articulaciones de nuevo tipo que problematicen en algunos casos, dinamicen en otros y también cuestionen las dinámicas del mercado, fue planteada pero no profundizada en la campaña. La renta inmobiliaria y la realidad de los inquilinos es un ejemplo: mientras que Matías Tombolini propuso casi obsesivamente la baja en los impuestos, uno de los aciertos de Matías Lammens fue el de plantear un plan de vivienda para las clases medias. Con la mochila del desastre de los créditos UVA, Horacio Rodríguez Larreta prefirió el silencio. Y se hizo silencio.
¿Se podría haber combatido con Larreta en su propio terreno? ¿Se podrían haber cuestionado sus protocolos de gestión de lo estatal, su modelo de ciudad destructiva, hipertrofiada, contaminante, anómica hasta el punto de la crueldad? Frente al peso de las obras públicas, esta discusión resultaba abstracta. Pensando en el futuro político de la Ciudad, hubiera sido necesaria. En adición, la diferencia entre las gestiones de Cambiemos y las anteriores gestiones progresistas era sideral. Por eso los menores de cuarenta años, que no guardaban en su memoria ciudadana recuerdos del gobierno de De la Rúa, de Ibarra o incluso de Telerman, eran los que más lo rechazaban por valores sociales. Y por eso pocas veces el sesgo sociodemográfico era tan taxativo en las encuestas: los porcentajes de apoyo y de voto a Larreta disminuían a medida en que el habitante de la ciudad era más joven y vivía más al sur de la ciudad.
Finalmente, ¿con qué tipo de protagonismos, qué tipo de sujetos y qué tipo de intervenciones se podría haber dado esa discusión? ¿Era posible a través del proyecto de un deseo de unión de un progresismo “capaz de enfrentar a la derecha en la ciudad”? ¿Había sido el balotaje de 2015 entre Larreta y Lousteau una disputa entre derecha y progresismo o más bien entre dos lecturas del vecinalismo liberal? Son preguntas que se mantendrán a flote hasta la próxima compulsa en la ciudad.
