El nadador olímpico

1. Casi todas las páginas publicadas por Flavio Lo Presti (Córdoba, 1977) son un buen ejemplo de lo que algún británico definió como la situación del artista que también es crítico y, por lo tanto, opera como un proselitista encubierto de sus propias ideas. En el caso de Lo Presti, su trabajo como crítico de libros, ya sea en la revista Ñ de Clarín o en el suplemento número cero de La Voz del Interior —donde se distingue como uno de los pocos lectores sensatos en el ajustado universo publicitario del periodismo cultural—, es la columna vertebral que organiza su obra. Ante los cuentos de Los veranos, esa característica resulta importante por muchos motivos, pero en especial por uno: se hace perfectamente posible conocer cuáles son las ideas de Lo Presti acerca de la ficción (y quienes hayan leído su primer libro, Recuerdos de Córdoba, pueden incluso conocer sus ideas acerca de la no-ficción). Entonces, ¿cómo escribe sus cuentos un artista que también es crítico? ¿Y en qué sentido hace proselitismo encubierto de sus propias ideas? Lo Presti resuelve estas inquietudes borgeanas como quien se ha tomado el trabajo de entender las reglas literarias.

2. La cita de Stephen King que inaugura Los veranos es un buen termómetro para medir este juego de espejos entre el crítico y el artista. O, en términos menos ambiguos, entre el lector y el escritor. En ese sentido, la alusión sirve como recordatorio de que, como pasa en muchas de sus mejores historias, y en las que ahora escribe Lo Presti, es justo hacia el final de la infancia, en pleno amanecer de la pubertad, cuando la conciencia se revela capaz de darle forma a las experiencias que van a definir quiénes somos y cómo vamos a relacionarnos con el mundo. Pero King es también el autor de Mientras escribo, uno de los ejercicios de autoconciencia literaria más importantes de los últimos años, y un manual de instrucciones con el cual muchos lectores han descubierto sus propios límites a la hora de dar el salto a la escritura. En tal caso, la frontera entre la voz que cuenta sus historias en Los veranos y la voz que cuenta la otra historia detrás de esas historias no puede evitar una naturaleza quebradiza.

En “Los patos”, hasta el olvidado Antonio Carrizo recibe uno de estos golpes colaterales cuando, sin aviso, queda convertido en “un especialista de la mentira en público y la verdad a medias, pero en ese tiempo la ética de un presentador era parecida a la de un vendedor de autos usados y la mentira era parte del contrato que el público firmaba con la compra de su entrada”. La ferocidad En “Los patos”, hasta el olvidado Antonio Carrizo recibe uno de estos golpes colaterales cuando, sin aviso, queda convertido en “un especialista de la mentira en público y la verdad a medias, pero en ese tiempo la ética de un presentador era parecida a la de un vendedor de autos usados y la mentira era parte del contrato que el público firmaba con la compra de su entrada”. La ferocidad del comentario social es casi tan meritoria como la desproporcionalidad de lo que Carrizo representa en este cuento (apenas un personaje poco menos que de reparto), y este no es un desliz intrascendente para la voz que, más adelante, dice haber comprendido “que el mundo es una máquina de odiar”.

Algo similar pasa en “El sentido de la orientación”, cuando la atmósfera de un costumbrismo calculadamente provinciano y desde el cual se describe el odio entre una hija y una madre queda comparado, de repente, con algo “que hacía de Kissinger y Brezhnev dos chiquilines traviesos”. Esto, diría otro británico, es lo que pasa cuando, en términos narrativos, un nadador olímpico se mueve en una bañera. Las escaladas hiperbólicas de sentido, por otro lado, se lucen con mayor esplendor cuando Lo Presti traslada a sus personajes hacia las zonas más acabadas de la neurosis. Eyacular por primera vez dentro de una mujer durante una noche de fin de semana, entonces, se convierte a partir del lunes en el terror certero “del hijo que había engendrado”, y es con este manejo inteligente del humor y de la fuerza de los malentendidos imaginarios que Los veranos juega, siempre, sus mejores cartas.

3. Las siete historias en Los veranos, por lo tanto, no son una puesta en práctica artística de determinadas teorías críticas, sino un juego de representaciones en el que este dilema es absorbido por tramas que, a primera vista, hablan de asuntos completamente distintos. Un amigo espectral de la adolescencia que reaparece arrastrando la sospecha de que es una especie de vampiro homosexual; un padre con poderes psíquicos al que el ilusionista Tusam (“un acrónimo: técnica, unción, sabiduría, amor, mística”) le echa una maldición en plena infancia; una chica pobre, frígida y sensual “como si un artesano de la carne hubiera diseñado una vaina ergonómica, para la que no había otro uso que tener sexo conmigo”, que alinea el odio hacia su madre con los dramas de oficina del protagonista; alrededor de estos eventos, en los que la juventud, la memoria y la experiencia nos hablan de sombras edípicas, amores adolescentes y neurosis sexuales, Lo Presti insiste con una cuestión. ¿Cómo imponerse sobre “el fetichismo de la realidad” y crear más allá del “marasmo de la anécdota”? En otras palabras, ¿cómo articular los deberes del crítico con las libertades del artista? Los veranos es una respuesta posible y extrañada a estas preguntas universales.