el alma líquida
María Inés Mato es nadadora en aguas abiertas y docente en la UBA. Los escenarios que recibieron sus brazadas son excepcionales: el Canal de la Mancha, la Antártida, Malvinas y el Canal de Beagle. En aguas que serían mortales para cualquiera, ella se envalentona y despliega una estrategia de lectora. En su infancia, un accidente le quitó la pierna derecha.
L a medicina tradicional dice que ningún cuerpo humano puede tolerar, por más de tres o cuatro minutos, las temperaturas de las aguas que ella exploró, debido al riesgo de hipotermia y posterior paro cardíaco. Los vasos sanguíneos se contraen, disminuye el ritmo del corazón y la temperatura corporal cae estrepitosamente. Pero la respuesta de su cuerpo es la opuesta: su temperatura interna, ante aguas muy frías, asciende hasta 40 grados centígrados, y está en óptimas condiciones para el esfuerzo físico.
No le interesan los récords, ni las acumulaciones. Tampoco nadó lo que nadó para contárselo a los nietos en la nostálgica vejez. Su interés está alejado de pretensiones de fama: busca la profundización de una relación compleja entre el cuerpo, el espíritu, la mente y el agua fría, pasado por el tamiz de la historia y la literatura. En la longitud, ella se relaja y se retroalimenta como un dínamo. En el frío extremo, su cuerpo se enciende y encuentra abrigo, mientras evoca pasajes de las novelas de David Viñas, Héctor Tizón o Haroldo Conti.
el llamado del agua
Tenía cuatro años cuando, distraída, María Inés Mato cruzó una calle de Floresta, en junio de 1969. El colectivo que pasaba no la vio. De ese accidente, derivó la amputación de su pierna derecha. Veintiocho años más tarde, cruzó a nado el Canal de la Mancha, desde Shakespeare Beach, en Inglaterra, hasta Wissant, en Francia, en una travesía que duró casi trece horas en aguas de quince grados de temperatura. Hoy, tiene 45 y reparte su tiempo entre las clases de Semiología que dicta en la UBA, el entrenamiento y el estudio en la carrera de Letras, que empezó en 1987 y cuya cursada interrumpió por los llamados del agua.
Mato se preparó a lo largo de un año y medio para cruzar el Canal de la Mancha. Entonces, desarrolló un método de visualización de imágenes, producto de los propios recuerdos y de su condición de lectora, para afrontar mental y físicamente al agua fría. Así tuvo la primera gran revelación: “La charla técnica previa consistió en dos palabras: `Nadá esperando´, me dijo Claudio Plit, mi entrenador (campeón mundial en aguas abiertas). Mi idea siempre fue tener los sentidos abiertos a lo externo, tanto para no equivocarme como para permitirme el asombro. Con esa disponibilidad, surgen imágenes internas que permiten avanzar. Apenas me tiré al agua apareció una de mi infancia: me veía a mí, de nena, mientras ayudaba a mi abuela a despejar las madejas de la lana. Entonces, yo iba a destejer el Canal de la Mancha, a desandarlo”, dice María Inés en su casa de Parque Avellaneda. En ese concepto, el de “destejer el Canal”, se sintetiza buena parte de su estrategia “lectora” con la que encaró sus proyectos a lo largo de los años salpimentados de aguas heladas y estudio del lenguaje y la literatura.
Ese fue el primer paso para una serie de desafíos que consistieron en nadar en aguas cada vez más frías, sin traje de neopreno, ni tubos de oxígeno; ni siquiera la prótesis que reemplaza la pierna que perdió. En 1999, María Inés nadó durante once horas en el Estrecho de Fehmarnbelt, entre Dinamarca y Alemania, a una temperatura de quince grados. En 2000, braceó la Isla de Manhattan en casi diez horas. En 2001, cruzó el Canal de Beagle, desde la chilena Isla Navarino hasta la Isla Gable, en suelo argentino: una hora y veinte minutos en aguas de seis grados. En septiembre del mismo año, cruzó el estrecho de Gibraltar en cinco horas y media. En 2003 nadó durante cuarenta y cinco minutos en paralelo a la pared del glaciar Perito Moreno, en el Lago Argentino, en aguas de cuatro grados. Durante enero de 2006, se preparó en el Ventisquero Negro del Cerro Tronador, en Bariloche, para luego nadar en aguas de la Antártida en febrero. En 2008, unió las islas Gran Malvina y Soledad en casi tres horas, en lo que fue, hasta el momento, el cierre para una secuencia de aventuras que duró catorce años y que dejó un documental (Huellas en el agua, filmado y dirigido por Boy Olmi) y un relato en constante elaboración.
el aprendizaje
El primer capítulo se escribió cuando tenía seis años: “Aprendí a nadar con mis dos hermanos. Yo era la que tenía más afectación con el agua. Pero nadaba sólo en los veranos. A lo largo de los años encaucé una lógica competitiva, no porque me gustara especialmente sino porque era lo que me daba la posibilidad de seguir nadando. La competencia se come al deporte, lo confisca. Si se pusiera más énfasis en la sensibilidad que desarrolla la práctica, las cosas se podrían diversificar y así generar un verdadero aprendizaje”, asegura.
Mientras aprendía, María Inés se formaba como lectora. En una casa que sus padres compraron como inversión, habían quedado cajas llenas de libros que, junto con sus hermanos, inspeccionaba en un ritual cargado de curiosidad por lo desconocido: “La gente que vivía ahí antes se había llevado todo menos unos cajones con libros. Lo que no había en nuestra casa, lo encontramos ahí. Con ese halo mágico que tenía ir a revolver esos cajones, recibíamos una herencia misteriosa. Nutrió mucho nuestra formación, con un asombro permanente, de modo totalmente fortuito”, rememora. Luego de un comienzo fallido en la carrera de Filosofía, en 1987, empezó a cursar Letras en la UBA. En esos años dejó de nadar y se focalizó en el estudio.
¿Por qué abandonaste lo que más te gustaba?
Había asumido que era una etapa concluida, que era momento para otra cosa. Lo tomaba como algo propio del pasado, y de alguna manera decidí que quería estudiar y recibirme. Perfilaba para hacer una muy buena carrera académica. Sin embargo, con el paso de los años en la facultad, sentía cada vez más malestar.
¿A qué se debía?
Percibía que me faltaba algo. Así, empecé a hacer algunos viajes a Mar del Plata, de a poco, a explorar. No quería saber nada de las piletas, ni de competir. Ya había hecho carreras de 1500 metros, conocía cómo era entrenar mucho. Era lo que me gustaba. Había ahí algo especial, que implicaba un trabajo sobre mí, en la distancia y el esfuerzo. Tenía 25 ó 26 años, y era un momento de la vida extraño, en el que no tenía ninguna certeza. Como las décadas de la historia argentina: es la anarquía de los veinte. Pero en 1992, con David Viñas, pasó algo increíble.
Ese año, en la Facultad de Filosofía y Letras, se produjo un movimiento de alumnos que se oponían a una jubilación impuesta que iba a caer sobre Viñas, por entonces titular de Literatura Argentina I, lo cual implicaba que debía dejar de dar clases. María Inés formó parte del grupo que motorizó una junta de firmas y lo que finalmente fue el nombramiento de Viñas como profesor emérito, una figura que le permitía seguir al frente de la cátedra. En distintos encuentros, generaron una relación cercana a la amistad. Unos meses más tarde, en medio de una charla prefabricada sobre materias, exámenes y profesores,
Viñas, con sus clásicos bigotes y su cigarrillo entre los labios, dijo:
—Todo eso está muy bien. Letras, la facultad. Pero, ¿vos qué hacés?
—¿Cómo qué hago?
—Claro, además de esto, que no va para ningún lado, ¿Qué hacés?
Yo nado.
“Fue una mentira –explica María Inés–, porque había dejado de nadar. Pero la pregunta dio en la tecla de mi inconsciente. A partir de entonces, asumí definitivamente que era eso lo que me faltaba, y volví al agua”. El vínculo entre ambos continuó, intermitente, y siempre que se cruzaban, él le decía que tenían que ir a nadar juntos. “Una vez sonó el teléfono de mi casa y era Viñas. Me dijo que esa tarde quería ir al Cenard a nadar conmigo. Lo pasé a buscar, y bajó a la calle con una malla en la mano. Lo hice entrar de incógnito, porque sólo acceden los deportistas de alta competencia. Así, en un club desierto, nadamos, durante toda una tarde, Viñas y yo, en silencio”.
En esos años, Mato consiguió una beca para vivir y entrenar en el Cenard. Nadaba cuando quería: sola, de mañana, de noche. En el cuarto donde dormía, armó una biblioteca sobre una cucheta: “Uno de los libritos era La casa y el viento de Héctor Tizón, que para mí siempre fue fascinante. Es el relato de un viaje. Tomé una frase, que repetía en el momento de nadar en el frío del invierno, a la intemperie: `Cuando ahora estoy pidiendo que este invierno no me seque el alma, no me impida ver entre el polvo los escombros y la locura´. Esa frase condensaba infinidad de cosas. Estábamos en invierno, pero también en pleno menemismo. Yo había vuelto al agua para una conjura, también, de ese clima de época. La frase abre una idea de claridad, de un poder ver. Ese fue el gran trabajo que hice, porque aprendí a ver cosas. También descubrí que el alma es líquida. O por lo menos la mía. Por eso, también, volví al agua”.
expedición al frío
Luego del cruce del Canal de la Mancha, María Inés había decidido no volver a nadar: “Fui a Inglaterra con la idea de terminar. Entendía al cruce como un tesoro interno, cuyas monedas usara cuando quisiera, pero no quería encarar ningún otro proyecto similar porque me había resultado muy costoso”. Sin embargo, fue otra vez la pregunta de un referente, como antes lo había sido Viñas, lo que cambió el curso de las cosas: “Cuando terminé de cruzar el Canal, siguieron cinco días de recuperación en los que no sentía los brazos. Claudio estaba insoportable porque todo el tiempo entraba a la habitación y me decía `¿Y ahora qué vas a hacer?´. Yo le decía `Ya lo hablamos, no nado más´. Estábamos en un pueblito inglés. En las calles, se me ponía atrás y me decía `si el Canal te dejó pasar, esto recién empieza´. Discusiones, portazos. `Respeto tu decisión. Solamente te voy a hacer una pregunta. ¿Qué te falta hacer en el agua?´. `Me falta el agua fría´, dije. `Tenés que completar esa historia´. Entonces ahí acordamos que íbamos a seguir. Pero el frío no aparecía. Hasta que surgió el Canal de Beagle. En todos los nados, eran aguas de 15, 16 grados. Para mí no era nada”.
¿Eso significa que tenés una resistencia especial?
Sí. Yo sentía que el frío era un espacio distinto, como hacer una expedición a otro lugar. Quería conocer eso. Cuando estaba preparando el Canal de la Mancha, en Mar del Plata, tuve experiencias con aguas de diez grados, y me había re flasheado. No sentía frío, sino calor. Sentía todo muy dinámico, me relajaba al mango. La primera vez que me tiré a nadar en Cabo Corrientes, sentí algo rarísimo: de la piel me salían llamitas, como el logo de Orbis calorama, el diablo con el tridente y la llama. Una sensación de abrigo con el frío. En un espacio está el germen de lo opuesto, que se puede desplegar si uno se predispone.
Después de nadar en el Beagle, buscó aguas aún más frías, y recaló en el Lago Argentino, en el Calafate, junto al glaciar Perito Moreno. “Ahí empecé a sentir el frío en serio”, dice Mato.
¿Confirmaste esos indicios de Mar del Plata?
Sí, pero más aún en la relación con el agua fría en el contexto que me regalaban esos cielos y esos paisajes. Después, el Perito Moreno se convirtió en mi Copacabana, en mi playa de descanso. En ese momento, en 2006, comencé a asumir la idea de que realmente tenía que terminar. Estaba viviendo en una lógica nómade y, en última instancia, no somos nómades. Pensé que tenía que buscar algo poderoso y significativo para darle un cierre. Así surgió el Glaciar y después Malvinas.
¿Malvinas fue efectivamente un cierre?
Yo sigo nadando, pero no voy a hacer ninguna otra cosa así.
Hasta que te pique el bicho
No, porque ya está. Hay algo que agoté.
¿En qué lugar estás actualmente?
En una transición. Lo valioso no son los relatos, sino cuando en esa franja entre la vigilia y el sueño aparecen recuerdos de los viajes que me sorprenden. El relato valioso para mí es el que todavía se está armando en esa frecuencia, que sigue en desarrollo. Hay un preconsciente que se activa. No es la imagen más notoria, sino cosas periféricas que aparecen repentinamente.
un lugar para perderse
Es la mañana lluviosa de uno de los primeros viernes de frío del año en Buenos Aires. En un aula de la sede Puán de Filosofía y Letras, María Inés, enfrenta las miradas, algunas algo perdidas, otras con gesto de concentrado esfuerzo, de unos sesenta alumnos. Intenta explicar contenidos que revisten una gran complejidad para la mayoría de los estudiantes: actos y sujetos de la enunciación, la relación de las formaciones discursivas con la construcción de identidades, temporalidades de los discursos. Cerca del final de la clase, sentencia: “Allí donde hay rupturas es en donde se produce el sentido”.
—Perdón, yo me perdí en la parte de la temporalidad y la utopía- interviene una alumna.
—¡Ese es un lindo lugar para perderse!
