échale la culpa al fondo

El regreso del Fondo Monetario Internacional en 2018 gracias a la gestión de Juntos por el Cambio fue rubricado en 2022 por el gobierno del Frente de Todos, y así quedó en evidencia que por debajo de la esgrima retórica hay un núcleo de coincidencias básicas que unifica al sistema político. Un análisis de los dos acuerdos que liquidaron la independencia económica de la Argentina. Y de la “ventajita” a la que echan mano los ministros para dar gato por liebre.
El Fondo Monetario Internacional reasumió este año plenas funciones como tutor del gobierno argentino y réferi de la puja distributiva, igual que a lo largo de toda la última dictadura y los veinte años de democracia inmediatamente posteriores. El hiato kirchnerista en esa sujeción −de 2006 a 2018− terminó de cerrarse definitivamente en enero de este año, cuando Martín Guzmán le estampó la firma a un nuevo acuerdo y el peronismo lo avaló en Diputados junto a macristas y radicales, por 202 votos afirmativos contra solo 37 negativos y 13 abstenciones. Así murió la promesa de una auditoría del crédito que un año antes le había otorgado el Fondo a Mauricio Macri, violando sus propias reglas y estatutos, con dos objetivos geopolíticos dictados por la administración Trump: apoyar el intento de reelección de Cambiemos y rescatar a los bancos de Wall Street que habían financiado su gestión.
También volvió, perfeccionada, la táctica de endilgarle al FMI la autoría intelectual de muchas injusticias cometidas en nombre de la estabilidad macroeconómica. Así como Nicolás Dujovne coló un draconiano cepo al gasto en el Stand-By de 2018 que poco después el propio staff del Fondo consideró “demasiado rígido y recesivo”, Sergio Massa metió por una ventana del Acuerdo de Facilidades Extendidas (EFF) de 2022 al “dólar soja”, que el organismo de crédito no propició. Esa transferencia regresiva de ingresos que implicó comprarle divisas a 200 pesos al agro lobby acopiador cerealero, funcionó distributivamente como un impuesto a las grandes fortunas al revés. Y no hubo tasa sobre la renta inesperada ni nada parecido que lo compensara. El FMI volvió a expresar sus reparos en privado aunque, como con Dujovne, al final dejó hacer.
Al convalidar la deuda de 45.000 millones de dólares, el Frente de Todos decidió atar su destino a un nuevo programa de ajuste que describió como inusualmente liviano, sin las exigencias de recorte del gasto de antaño, sin reforma al régimen laboral ni privatización de empresas públicas. También celebró que el Fondo no cuestionara el control de cambios, ni forzara inmediatamente otra devaluación de la moneda, ni pidiera una reforma previsional. Esto último, claro, ya lo había hecho de arranque antes que nadie lo reclamara, al desenganchar de la inflación la fórmula de movilidad jubilatoria. Y la meta de ajuste fiscal del EFF impuso desde agosto de este año recortes sensibles en programas sociales, obra pública y transferencias a las provincias, además de aumentos de tarifas para reducir la carga de subsidios.
La justificación del pacto fue la de siempre: los bomberos rompen los muebles, pero apagan el fuego. Tanto Guzmán como los legisladores oficialistas que militaron el pacto en el Congreso lo defendieron como la única alternativa a un default que agigantaría la crisis económica y social y enfrentaría al país con las potencias del G7. El macrismo se sumó a ese coro de amenazas y se las arregló para eludir su propia responsabilidad. Pero el oxígeno que el gobierno esperaba obtener nunca llegó. La guerra en Ucrania gatilló una escalada inflacionaria mundial que se montó sobre la inercia previa hasta duplicar el ritmo de incremento de los precios a un inquietante 100% anual, el mayor desde 1991. A eso se sumó después el freno de la actividad que impuso el agotamiento de las reservas del Banco Central y la corrida cambiaria que desató Guzmán al irse.
Todo fue en vano. Tres años después del vendaval de votos que echó a Macri de la Casa Rosada en primera vuelta y de la movilización sobre la que podría haberse apoyado el Frente de Todos para explorar un camino alternativo, la correlación de fuerzas empeoró dramáticamente para los victoriosos de 2019. La crisis financiera no cede porque el problema estructural sigue ahí: patearon para adelante el cronograma de vencimientos impagables que había dejado Macri, pero permitieron que a partir de 2025 se superpongan los mismos compromisos con los acreedores privados y el FMI. Así activaron la cuenta regresiva hacia la próxima renegociación o hacia la próxima cesación de pagos.
El kirchnerismo procuró salvar su relato histórico y evitó votar explícitamente a favor del pacto. Pero sus diputados facilitaron que se aprobara al retirarse de las comisiones donde el proyecto debía lograr dictamen favorable, para que esos lugares fueran asumidos por otros oficialistas sin sus mismos reparos. Ese cinismo tuvo su máxima expresión en la senadora chaqueña María Inés Pilatti Vergara, quien, tras votar en contra reconoció que si su voto hubiera decidido habría votado a favor.
A partir de ahora, cada trimestre el Ejecutivo va a tener que convencer a “los hombres de negro” de que cumplió con las metas indicativas y los criterios de performance contenidos en el programa firmado en enero. Si alguna vez no lo hiciera, el Fondo dejaría de girar a las cuentas del Tesoro argentino los dólares necesarios para que el país le pague al propio Fondo los vencimientos del préstamo de Macri. En otros términos, la espada de Damocles que el acuerdo supuestamente despejaba al menos hasta 2025 vuelve a agitarse amenazante cada tres meses. Un detalle especialmente humillante del nuevo cogobierno que Cristina y Máximo Kirchner usaron como excusa para romper, es el argumento de que Guzmán los había engañado al no informárselos. Como si todos los programas con el FMI no hubieran sido siempre así, con metas, revisiones trimestrales y desembolsos condicionados a su cumplimiento.
La carta que el establishment consiguió sacar del mazo este año es la de cuestionar en términos políticos, legales y financieros el empréstito que tomó Macri. Un préstamo que, tal como documentó el Banco Central en el informe “Mercado de Cambios, Deuda y Formación de Activos Externos 2015-2019”, alimentó la más voraz fuga de divisas que haya ocurrido en el país. Por eso, la vuelta del viejo auditor es un reaseguro para los dueños de la Argentina. Concretamente, las 100 personas físicas que compraron 24.679 millones de dólares durante el macrismo y las 853 firmas que adquirieron divisas por otros 41.124 millones en el mismo lapso, ya no tendrán que dar ninguna explicación a nadie. Como dice el ensayista Agustín Valle, gobiernan un país aquellos a quienes beneficia lo que sucede.
más fondistas que el fondo
Cogobernar con el Fondo puede resultarle muy útil a una fuerza política que necesita tomar decisiones sin hacerse cargo. Como le contaban a Guzmán sus amigos en el edificio de 19th Street y Pennsylvania, los enviados de Macri solían admitir ante los burócratas del organismo que aprovecharían el acuerdo para impulsar medidas más restrictivas aún que las que pedía Washington. El combo ultraortodoxo de aquel programa (déficit cero + emisión cero), de hecho, no fue una exigencia del FMI sino una sobreactuación de Dujovne para convencer a los financistas de Wall Street de sumarse a la apuesta electoral por Macri 2019, de la que habían empezado a desconfiar un año antes. En la Evaluación Ex-Post (EPE) de 135 páginas que publicó en diciembre de 2021 el mismo Fondo lo dice clarito: “El ajuste fiscal continuó incluso mientras se desarrollaba la crisis, sin ningún reconocimiento de sus efectos negativos. Esto sugiere un apego demasiado rígido a las premisas defectuosas del programa y remite a las prescripciones equivocadas del FMI a la Argentina a fines de la década de 1990, que condujeron a una recesión prolongada y a la peor crisis económica y social de la historia del país en 2001”.
Eran más papistas que el Papa. Más fondistas que el Fondo. El staff tampoco objetaba que volviera el control de cambios ante el saqueo voraz del Banco Central que llevaban adelante los argentinos ricos y las grandes empresas. Pero Macri lo postergó todo lo que pudo. La misma EPE admite que “el programa de Argentina podría haber sido más sólido si hubiera incluido medidas de control de flujos de capital”. El mea culpa de los burócratas da cuenta de esa instrumentalización del Fondo como mezcla de cuco y chivo expiatorio. Toda esa evaluación fue otra gran oportunidad para rediscutir el préstamo e inclinar la balanza a su favor que el Frente de Todos dejó pasar.
¿Cambió el Fondo? ¿Aprendió de sus errores de los años noventa en América Latina? Lo sucedido en Europa entre 2010 y 2015 sugiere que no, aunque con algunos matices. Habría que adentrarse en las entrañas del monstruo para más precisiones. De movida, conocer sus tres niveles de decisión. Quienes diseñan y supervisan los planes son los miembros del staff, un cuerpo técnico de élite con gran diversidad de orígenes, pero una notable monocromía de ideas. El directorio o board es donde se pone en juego el poder político de los países accionistas y donde Estados Unidos ejerce un poder de veto explícito, genético, surgido de las condiciones de la paz de Bretton Woods. Y finalmente la gerencia, la que ejecuta.
Las tensiones entre esos niveles (y al interior de cada uno) son las propias de un organismo político supranacional cruzado por tamaños intereses. Pero las intervenciones del FMI están signadas por las preferencias y prioridades políticas que fija el Departamento del Tesoro estadounidense con una mano de hierro transversal a los gobiernos demócratas y republicanos. Eso quedó claro cuando David Lipton se eyectó del puesto de subdirector gerente que había ocupado con Christine Lagarde, para asumir como jefe de asesores de Janet Yellen en el Tesoro de Joe Biden. La geografía del poder ayuda a ver lo complementario de esos roles: del viejo despacho de Lipton en el FMI al que ahora ocupa en el Tesoro hay apenas cinco cuadras.
Tras el colapso del plan económico que respaldaba al mayor préstamo de su historia, hubo una purga profunda para recuperar legitimidad. Lagarde escapó por arriba al asumir al frente del Banco Central Europeo (BCE), con el que había articulado como parte de la “troika” que intervino Grecia y la hundió en la peor espiral de destrucción de riqueza que haya atravesado un país en tiempos de paz. El ultraortodoxo Alejandro Werner, nacido en Córdoba y exiliado en México de niño junto a su familia, también debió abandonar la jefatura del estratégico Departamento del Hemisferio Occidental, desde donde había avalado el préstamo. Otro que voló fue Mauricio Claver-Carone, el representante de Trump en el directorio, con un paracaídas de oro para aterrizar en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), de donde lo expulsó en pocos meses un escándalo de alcoba. Ya sin ellos tres y sin Lipton, la búlgara Kristalina Georgieva se abrió camino a la cima. Haber nacido en un país comunista y la relación personal con el Papa Francisco (argentino y peronista) fueron dos activos de los que se valió. La institución tenía que volver a dejar de verse como el villano de la película.
El tembladeral en el que volvió a sumirse la Argentina actualizó esas internas. Georgieva perdió puntos frente al directorio por la ineficaz renegociación y debió tolerar que ascendiera Gita Gopinath, aspirante a sucederla y partidaria de un trato más inflexible con el deudor. A Silvina Batakis, en su breve interregno al frente del Palacio de Hacienda, Georgieva llegó a confesarle que un bloque de países la quería echar y que la forma que habían encontrado de deshacerse de ella era fogonear la crisis criolla. Bajo esa presión, la búlgara aprovechó el retiro del escocés Gerry Rice para nombrar como vocera a Julie Kozak, su economista de confianza y mano derecha en la discusión con Guzmán. Es una historia con final abierto, aunque las intrigas palaciegas jamás afectan lo esencial: el FMI existe para sostener la hegemonía mundial de Estados Unidos y es vehículo, ante todo, de sus intereses de largo plazo.
Ese carácter geoestratégico se huele en la receta a la que el FMI apostó para combatir el brote inflacionario mundial que trajo la guerra. Aunque sabe que los precios no suben por una demanda recalentada sino por la disparada de la energía y los alimentos, recomendó que todos los países suban sus tasas de interés para enfriar la economía. Eso hace que suba el desempleo y que los sueldos caigan, reforzando el carácter regresivo de la crisis. Pero a la vez beneficia a Estados Unidos, que emite la moneda de reserva mundial y es hacia donde vuela el capital especulativo cuando las tasas aumentan. Puesto a optar entre la razón técnica y la geopolítica, el Fondo no duda. Manda el accionista. Después de la última cumbre de octubre en Washington, Georgieva celebró ante el directorio que hubiera “cedido la resistencia” de los países a adoptar esas políticas antiinflacionarias.
Recetar un remedio que se sabe inocuo quizá sea otro síntoma de la profundidad de la crisis hegemónica y la desorientación de Washington frente al desafío de la ascendente China, sumado al desprestigio del modelo de sociedad que procuró imponer primero a medio mundo y después de la caída del Muro al planeta entero: la democracia capitalista. Estados Unidos compite con China como financista de última instancia con el Fondo como sello de goma. El capitalismo de Estado chino ofrece los mismos rescates financieros que el FMI, salteando al intermediario. Sus condiciones no son más benévolas.
Frente a una trama de poder tan tupida, los funcionarios de gobiernos que pactan con el FMI suelen quedar atrapados en sus internas. A veces operan sobre ellas para obtener condiciones menos gravosas para su país y otras lo hacen en beneficio propio o de su facción. O se convierten ellos mismos en piezas del ajedrez de los burócratas.
la base del programa está
Para los gobiernos sometidos a su yugo, como vimos, siempre es tentador exagerar la dureza de las condiciones impuestas por el Fondo. Eso les permite ocultar que ellos mismos, como árbitros del conflicto social al interior del país, favorecen a una clase y perjudican a otra.
Al acreedor privilegiado ya no parece interesarle tanto beneficiar al capital frente al trabajo como custodiar los intereses de Washington. De hecho, viene de respaldar reformas tributarias progresivas como la de Gustavo Petro en Colombia y de condenar rebajas de impuestos a los ricos como las que impulsó Liz Truss en su fugaz gestión como primera ministra británica. Años antes, sus delegados −con Kozak a la cabeza− habían respaldado un estricto cepo cambiario en Islandia para evitar que los fugadores ingleses que depositaron ahorros en bancos de Reikavik se beneficiaran con su rescate.
La autoevaluación del fallido stand by Dujovne-Lagarde de 2018 recuerda, en la misma línea, que “la reforma tributaria implementada entonces pretendía mejorar el resultado primario bajando impuestos, bajo el supuesto de que promoverían una mayor inversión y producción, y por ende una mayor recaudación tributaria”. Destaca que “esto no sucedió y en cambio provocó más desfinanciamiento, lo que obligó a reducir aún más el gasto público para alcanzar las mismas metas de resultado primario fiscal”.
Así como nunca bregaron por el subsidio a los sojeros, Georgieva y su tropa tampoco se opusieron en ningún momento a una reforma impositiva que redistribuya de modo más justo el costo de la crisis criolla. Lo confiesa en un café del centro uno de los alfiles de Massa una mañana de mediados de noviembre: “No les cobramos impuestos a los ricos porque no podemos, no porque nos lo prohíba nadie”. Encerrado en la celda del programa, el superministro se desentiende del problema del deterioro salarial y propone un plan de estabilización antiinflacionario de destino muy incierto, con congelamiento de precios de la canasta, suba de tarifas e indexación del dólar.
¿Puede funcionar? Depende qué signifique. Un nuevo riesgo de colapso proviene de la decisión que muchos países adoptaron por consejo del mismo FMI: la suba de tasas de interés. La tasa base del Fondo, que refleja su evolución, saltó en el año de 50 a 260 puntos básicos. A eso hay que sumar los sobrecargos que paga Argentina (100 puntos básicos por exceso de tiempo de repago y 200 puntos básicos por exceso de monto del crédito). Como los intereses se calculan sobre el exceso del 187,5% de la cuota de capital integrada por cada país accionista (se supone que puede retirar casi el doble de esa cuota sin cargo para afrontar un desequilibrio coyuntural de balanza de pagos) y el préstamo a Macri fue por el 1277% de la cuota, a la cuenta de intereses se suman como mínimo 1000 millones de dólares por año más.
Siempre puede aparecer algo que corra el arco en uno u otro sentido. Las renegociaciones hacen al Fondo muy plástico como dispositivo de poder político-financiero. Puede servirle a Washington para abrirle a sus industriales el mercado de un país como Argentina (que dejó de proteger a ciertas industrias en los noventa), a Francia para imponer las regulaciones locales que favorezcan a sus usinas lácteas en países del este europeo, favorecer la privatización de activos apetecibles o intentar forzar a un monopolio local a abrirse a la competencia extranjera (como en su pulseada contra la Ley de Bienes Culturales que protegió a Clarín del cram-down en la posconvertibilidad). A mayor profundidad de la crisis, más poder para el Fondo.
Lo inconmovible es el mandato. Hoy Estados Unidos desea que en Argentina avancen la extracción de litio y de gas y que ambos sectores se mantengan abiertos al capital extranjero. Que se unifique cuanto antes el tipo de cambio y que se regularicen las remesas de ganancias. En el camino hacia ahí, sin que ninguna fuerza con chance de acceso al poder proponga un camino de desarrollo alternativo, se dirime algo no menor: el reparto de esa torta.
Las elecciones de 2023 se van a disputar con una cláusula tácita, secreta a voces: el o la que gane asumirá con un borrador del plan económico redactado a ocho mil kilómetros de Buenos Aires. Y deberá llevarlo adelante sin chistar, aunque no funcione. A menos que surja de las calles una potencia política que lo haga recular.