dos inviernos

Evoco este invierno atípico, hiperconectado, en el cual la mayor parte de las personas de mi entorno se sienten enfrentadas al vacío de la no-presencia, alienadas respecto de sí, enfrentadas a la vida que eligieron, obligadas a ver de frente zonas oscuras que ya estaban ahí y que se imponen, intentando construir una interioridad a partir de lo que se muestra y no a la inversa. Pienso en las mediaciones tecnológicas, en el régimen luminiscente de las pantallas, en el fastidio de los contrapicados de las cámaras virtuales, en la permeabilidad de las redes al desgano, a la angustia, a la oferta y la demanda de cuerpos, de personas, de psiquis, de estados de ánimo. Trabajo leyendo documentos inmateriales, archivos pdf, avances de tesis, informes. Traduzco y cada tanto escribo desde dos dispositivos. Hablo –pero también escucho– pasando como un comodín de una posición a la otra: doy clases como JTP pero también como titular; estoy en grado, en posgrado; estoy en la secretaría académica de una maestría en una universidad pública, coordino tutoras en un curso virtual sobre la ESI. Trato, por razones académicas, con cuasi adolescentes y también con gente de cuarenta. No estoy en Conicet. En el frío bastante piadoso de este invierno imposible, me pregunto cuántos cambios veo en relación con otro invierno imposible de mi vida. Entre ambos median cerca de 15 años pero también algo más: la geografía, la idiosincrasia nacional pero, por encima de todo, la expansión de otro modelo de escribir y de pensar para la cual el asunto tecnológico, al que a la sazón me dedico, no es menor.

Poder tecnológico, poder de la posición, poder del hacer. En aquel otro invierno llegué a París con la obligación de dar clases en la secundaria y con la intención de hacer una maestría. No iba becada y tenía suerte de haber logrado el mejor destino en Francia. Pero como en París no hay liceos donde trabajen los extranjeros, decanté por sorteo en un mediocre suburbio al norte, una de esas “zona calientes” que todo francés de buena cepa rehuye como a la peste. Ahí, en un lugar llamado Bondy, tenía que dar varias horas semanales de español a adolescentes de puro blend migratorio para los cuales esas clases no revestían el menor interés. Tampoco para mí. Y después quería estudiar cuando no se había impuesto la cultura del posgrado. Hay que decir que entonces no se pensaba que hubiera que tener una beca para escribir una tesis. Bastaba con querer y con tener dos brazos, dos piernas y la cabeza entre los hombros. Pero el primer problema fue, de todos modos, lograr dónde vivir y la expoliación del real estate. Por el aumento de la demanda de monoambientes, la regla era presentarse a los avisos inmobiliarios en traje o traje sastre, con currículum y una garantía similar a una fi anza. Para que me quedara tranquila acerca de cuál era la sociedad que me recibía, una propietaria me aclaró, cómplice, que no se lo iba a alquilar a la chica que lo había visto antes “porque era negra”. Sin embargo, aunque era extranjera (pero blanquita) logré un lugar gracias a una argentina –solidaridad inter pares siempre– y a los quince días estaba instalada en un deux pièces. No importaba que el departamento, en un edificio haussmannien venido a menos, no tuviese el ángulo entre las paredes y el techo a 90 grados. Si al principio me mareaba como si se tratara de la Casa de Casper, después asumí la verba generalizada respecto de que “París es una ciudad medieval”: sus placas tectónicas tenían vida propia y el argumento, además, justificaba las ratas, tan comunes en las casas como para nosotros las cucarachas de cocina.

No tenía computadora ni teléfono de ningún orden, y eso no impedía nada. Me quejo ahora de que se me rompió la cámara y de que el wifi es inestable, de que el teclado se retoba; recibo correos de estudiantes que protestan por leer en pdf aunque peor sería morir de coronavirus o estar conectado a un respirador. Mi problema entonces era el sistema académico, con pocos códigos de comprensión (de mi parte). La libertad para relacionar autores no estaba bien vista: era mejor el trabajo intratextual. Las bibliotecas eran buenas y los libros se sacaban como en un supermercado. ¿Tengo un recuerdo particularmente malo como el que evoca Néstor Perlongher en Nueve meses en París? Podría decir que no. París se manejaba con buzón postal, casi sin computadoras –me prestaron una carreta a la que golpeaba para prenderla–; la comunicación suponía el ida y vuelta de una carta –los empleados de la universidad ni locos usaban correo electrónico, era un invento de yanquilandia. ¿Locutorios? No existían: el que no tenía teléfono de línea tenía que hablar bajo la nieve en cabinas heladas –había una especie de locutorio famoso por estar abierto toda la noche en Saint-André-desArts. Los nombres anglófonos no prosperaban (“¿Jameson? ¿Quién es?”, decía un especialista en Escuela de Frankfurt), las tesis tenían que tener tres partes sí o sí. Mis compañeros, el primer día de clase, me retaron por levantar la mano para hacer una pregunta. “Eso no se hace, al profesor no se le hace una pregunta”. ¿Y para qué está? “Al profesor se le habla al final y hay que pensarlo bien”. Se iniciaba la práctica, ajena todavía para los argentinos, según la cual quienes no aspiraban a una carrera funcionarial de investigación no se iban a molestar en hacer una tesis más allá del grado. Para qué: si no gano la beca me dedico a otra cosa, si puedo hacer lo mismo, investigar un tema o hacer ikebana.

Suena burdo pero no lo es tanto. Soy secretaria académica de una maestría en una universidad pública. En una reunión con estudiantes, el año pasado, tomé nota de la necesidad de la demanda académica de que hubiera un dispenser de agua caliente para el mate. Tengo conversaciones con cursantes de todos los niveles para convencerlos de que, si no ganan la Beca C, llamémosla así, pueden trabajar dando clases igual y, lo más importante, hacer trabajo intelectual. Abogamos, en esa maestría, por favorecer el ensayo, aunque nos va ganando la metodología. Y no es precisamente la de leer y escribir. Lo entiendo. Hay que ofrecer un andamiaje y poco margen para no saber cómo seguir. Ya lo decía Sartre: la angustia es consecuencia de la libertad. Y no hablo de este semestre en el cual nos encastramos en Google Class, Google Meet o Zoom, o cualquier sistema de esos que no supimos construir en tantos años de superioridad argentina: en las demandas del estudiantado el confort y la seguridad tomaron la delantera. Tampoco es que se trate de sentarse en el piso, como ocurría en la vieja sede de Sociales de Marcelo T. de Alvear, sobre la colilla recién apagada de otro por haber llegado tarde. Pero la demanda ahora es el proyector: proyector para todas y todos para poder pasar el power point. Vi en Nanterre, sin embargo, a un intelectual que conocía de Buenos Aires, especialista en la izquierda, que había ido a buscar una copia de archivos del ERP perdidos para la cultura argentina, comprados por un coleccionista y llevados a Europa. Mientras comíamos unos salamines llevados por el único profesor español del plantel, el profesor Gómez, nos miramos con simpatía: era como ir a mendigar una fotocopia de algo que era nuestro.

Pienso que hace apenas más de diez años se podía escribir una tesis prácticamente en la cabeza antes de bajarla a un teclado. No se trataba de poder hablar sin soporte, arte mágico en baja que obliga a quien habla a ordenar el discurso en la cabeza –y al que escucha a hacer lo propio-. En aquel momento, con una llave que no era mía y en horarios en que nadie pudiera verme, me colaba en una ofi cina de una universidad a la que no pertenecía (Panthéon-Sorbonne). Estaba en una zona horrible que, gentrifi cada, hoy es top, como todo lo que se entrega a la usura de la historia. Ponía la oreja detrás de la puerta para cerciorarme de que no hubiera nadie antes de introducir la llave. Escribía una o dos horas hasta que la luz declinaba. Una vez me asusté: sentí el sonido de una llave en la puerta y creí que me deportaban. Era una mujer de la limpieza, una africana que buscaba esconderse ahí, igual que yo, para mirar una carta. Para mirarla, no para leerla porque, en nuestra precaria comunicación de clandestinas me contó en una lingua franca que era analfabeta.

Una vez me asusté: sentí el sonido de una llave en la puerta y creí que me deportaban. Era una mujer de la limpieza, una africana que buscaba esconderse ahí, igual que yo, para mirar una carta. Para mirarla, no para leerla porque, en nuestra precaria comunicación de clandestinas me contó en una lingua franca que era analfabeta.

Ahora hay otra lingua franca en el mundo en el cual me muevo. Se compone de palabras clave cuyo objeto es seducir al mismo financista de siempre: el sistema transnacional de producción del conocimiento. Las universidades públicas, hace años, decidieron privilegiar en sus propias dinámicas a quienes estaban en Conicet. No fue quizás voluntario, pero una institución se puso al servicio de otra en términos de plazos y prioridades y, peor, en términos de modelos de conocimiento. Este modelo obedece a la otra lingua franca de la indexación. Recuerdo una frase de un libro del secundario sacado de un cuadro de varias entradas. Se titulaba “cómo hablar mucho sin decir nada”. ¿Seguimos siendo capaces de decir algo? Estimo que sí. Pero ni siquiera importa. Como decía Deleuze, muchos jóvenes exigen ser motivados pidiendo más formación permanente y “a ellos corresponde descubrir para qué se los usa, como sus mayores descubrieron no sin esfuerzo la fi nalidad de las disciplinas”. Decir que debemos hacer posgrados porque al recibirnos no sabemos nada, fi nalmente, es una verdad de perogrullo. Lo que estaba por delante, al recibirse, era la experiencia. “Sabe. Tiene mucha experiencia” y “Sabe. Tiene muchos posgrados” no parecen ser afi rmaciones equivalentes. Tal vez lo inquietante sea saber que este viraje no se debe a un cambio de la cúpula intelectual, cualquiera sea, sino a la intercesión de sistemas técnicos de evaluación. La peste llegó hasta la didáctica de la clase, donde lo que era sugerencia pasó a ser casi obligatorio, como algunos firuletes del lenguaje o, por ejemplo, el uso del power point.

Hace poco encontraba esta cita de Viveiros de Castro que dice: “como bien dijo Tom Jobim al volver a Río después de años viviendo en los Estados Unidos: ‘allá afuera está bueno pero es una mierda, acá es una mierda pero está bueno’”. Padecí bastante, en ese año en París, la precariedad material, y volví con otro título bajo el brazo y el alma dulcificada por el trabajo duro. Los años no me defraudaron. Argentina sigue siendo un lugar que hierve de ideas, y la universidad donde trabajo me llena de orgullo por el nivel de sus docentes y estudiantes. Esa experiencia en París me dejó mucho en términos formativos: escuché a Georges Balandier hablando, en una charla libre, a unos pocos estudiantes que se habían arrimado, sobre qué era el amor por lo que se estudiaba. Tuve una docente dedicada a mí, su única inscripta, en un seminario sobre pureza de sangre y pureza de fe en la España medieval. No era mi tema ni me servía para nada pero me sirvió bastantes más veces y mejor. Observé la ciudad y me quedé con infi nitas postales urbanas, desde los “falsos paseantes” de los puentes del Sena que están para evitar los suicidios hasta los inspectores que me hicieron pagar una multa disfrazados de turistas. Levanto la vista: tengo delante de la máquina un mapa de la Grecia antigua que me regaló un amigo; es septiembre y ya atardece cerca de las siete. Allá la noche llegaba pasada las cuatro de la tarde, no existía febrilidad del atardecer ni omnipotencia vespertina sino un mero declive en el fondo de la garúa. Las láminas de mi pared, en ese entonces, eran una estampa japonesa, una imagen de Delfos y un cuerpo de Schiele inquisidor.

La peste llegó hasta la didáctica de la clase, donde lo que era sugerencia pasó a ser casi obligatorio, como algunos firuletes del lenguaje o, por ejemplo, el uso del power point.

Pienso que mi mundo no cambió tanto. Creo por definición que ninguna época es mejor que otra, pero creo también que la excesiva recurrencia a sistemas técnicos para pesar el conocimiento no es lo mejor. Sistema técnico no es únicamente una máquina evaluando antecedentes: es un formato bajado respecto de cómo escribir de manera exitosa, mejor dicho: de cómo camufl arse de manera lícita. En este mes de junio, en plena pandemia, recibí un correo de París en el que se me anunciaba que había ganado una beca de traducción y se me preguntaba cuándo viajaba. La pregunta es absurda. La beca es por una novela sobre el rol de los algoritmos en los mercados fi nancieros. Quería ir a la Bolsa. Entonces pasé varias veces delante de la Bolsa, una de ellas con un helado en mano, vagabunda con la única carta franca (una palabra demodé pero que quienes fuimos chicos en los ochenta recordamos) que podía tener: un pase libre para el sistema de transporte y para todos los museos de Francia. Nobleza obliga: a los docentes, allá, se les facilita el pase libre a la cultura. Acá no, pero la cultura, por suerte, está todavía viva. Hoy trabajo leyendo documentos inmateriales, archivos pdf, avances de tesis, informes. Traduzco y cada tanto escribo desde dos dispositivos. Hablo –pero también escucho– pasando como un comodín de una posición a la otra: doy clases como JTP pero también como titular; estoy en grado, en posgrado. Tengo varios años más y me dedico a pensar la ciudad y el celular.