del tang galáctico a la coca life
Desde mediados del siglo pasado, la industria alimenticia impulsa cambios a macroescala que reconfiguran la geografía del planeta y modifican a largo plazo los cuerpos nunca del todo indagados. Hoy, metidos en el siglo XXI, parecemos asistir a un nuevo paradigma donde la biopiratería y cierta idea de lo neosaludable se combinan.
Eran los sesenta. El público acompañaba por televisión los sueños de exploración espacial imaginando que algún día bastaría con tragar pastillas de astronauta para alimentarse. Eso decían los medios. Eso y que por el año 2000 probablemente las personas nacerían sin dedos chiquitos de los pies. La inocencia explotaba en formato baby boom y se celebraba masticando con fruición cereales hechos a imagen y semejanza de los sueños húmedos de los niños: azúcar crujiente deshaciéndose en la boca pero sin perder la crocantez hasta el final. La industria alimentaria se posicionaba a fuerza de sobrepoblación y de milagros como ese: hacer de los alimentos una fiesta dulce que generaba burbujitas en el cerebro con la inmediatez que solo tienen ciertas drogas, aunque con la recomendación de los médicos: a fin de cuentas el producto se decía cereal. Algo similar ocurría con el jugo. El sumun líquido en alimentos procesados también tuvo su punto más alto por esa época mientras la humanidad celebraba la posibilidad de atravesar el negro fondo del cielo. Jugo concentrado: un polvito colorido con sabor a naranja, dulce hasta las lágrimas, que contó con la venia de la NASA. Resulta que los oficiales en plan de armar la dieta ideal para el espacio (lugar sin baños si los hay) andaban buscando un líquido rico pero sin las fibras de la fruta real y, cuando apareció, no dudó en meter Tang en el cohete de John Glenn. “Lo único bueno de orbitar la tierra fue el Tang”, dijo el hombre del espacio a las cámaras cuando volvió a tierra firme, sellando así una de las campañas de márketing más poderosas y baratas que haya podido lograr la industria.
Era, entonces, 1962 y el mundo tenía la comida más importante –el desayuno– resuelto en un abrir y cerrar de caja. Tal vez no era una píldora pero en su magia y rapidez se le parecía bastante. No importaba que ya por entonces hubiera médicos, dentistas, nutricionistas –muchos de ellos trabajando dentro de la misma industria– que explicaban dónde y cómo podían que no parecía recomendable alimentar a la población en base a esa sobredosis de azúcar y químicos raros –colorantes, texturantes y saborizantes con resultados extremadamente adictivos–, que era esperable que algo pasara con esa generación en un futuro próximo. Pero ya bastante terror causaba la guerra nuclear, para la vida diaria el público solo estaba atento a las buenas noticias. Además, del otro lado –del lado de los que incentivaban una vida sabrosamente licenciosa– los argumentos eran poderosos como el deseo: nadie se estaba muriendo. Al contrario: no había quién no celebrara eso de agregarle nuevos gustos a su vida.
la coca en el frente de batalla
Así, bajo el argumento de darle al consumidor lo que el consumidor quería incluso antes de que él lo supiera, la industria se hizo querer. Con eso y con gestos brillantes. Coca Cola, por ejemplo, le regalaba sus productos a cada soldado americano de uniforme en cualquier parte del mundo, volviéndose la gaseosa más amable de la historia. Mientras tanto, y en secreto, sellaba en su fórmula una mezcla perfecta de cafeína (sustancia estimulante y diurética), sal (que retiene líquido y da sed), y más y más azúcar (para camuflar el sabor de la sal), logrando que quien la bebiera lo hiciera por siempre sin parar.
En los setenta el avance fue total: el abrazo cálido de la industria que había ido sacando a todos de la cocina con eso de ofrecer soluciones para una vida más moderna, no tenía vuelta atrás. Ni más allá ni más acá en el planeta alcanzaba con un solo salario para mantener un hogar y la comida procesada había logrado llenar el hueco vacío. Alimentos congelados, conservables hasta lo inimaginable, cocinados al microondas. Se trataba de almuerzos y cenas completas que hacían agua la boca ya llena de Coca: perfección y variedad para no aburrir.
De ese modo, en pocos años, acompañada en todo momento por los abruptos cambios en los sistemas productivos que implicó la Revolución Verde, la dieta occidental cambió. Si la población mundial se había duplicado, el consumo de carnes o subproductos animales se quintuplicó. Y algo similar ocurrió con las harinas refinadas, la sal, el azúcar y la grasa: todos productos que nuestro organismo celebra guiado por sus más básicos impulsos de superviviencia.
Y pasó la exploración espacial como novedad, y pasaron Vietnam y las dictaduras latinoamericanas. Y cayeron el Muro y después las torres y nunca terminó la guerra contra el mundo árabe. Y en cada suceso la industria alimentaria siguió en su arco de crecimiento infinito.
Hasta que toda esa comida repleta de ingredientes que no necesitamos, pero que nos encantan, tuvo sus efectos. Y fueron más brutales que los imaginados por los especialistas o las personas con sentido común.
Hay más de siete millones de muertos de cáncer por año, un tercio de ellos, según la OMS, producidos por la dieta. Más de 1500 millones de obesos. Más de 300 millones de diabéticos. Y otro tendal de millones con enfermedades que acompañan el exceso de peso y el mal comer: hipertensión, daños cardiovasculares, trombosis, problemas metabólicos, óseos, articulares, hormonales, de piel, de riñones, ceguera, infertilidad.
Peor que la inseguridad. Peor que el narcotráfico. Una industria con una cantidad de muertes solo comparable con las producidas con la industria del tabaco. Con una gran diferencia: se puede dejar de fumar, pero no se puede dejar de comer.
el planeta de los obesos
Y acá estamos nosotros en nuestro propio fin del mundo, con la mayoría de nuestras empresas alimentarias multinacionalizadas importándonos sus fórmulas tóxicas, girando como satélites de ese planeta enfermo que reconstruyó y destruyó su superficie labrándola al capricho del paladar industrial y su voracidad insaciable; alumnos perfectos, silenciosos y radiantes con nuestros propios efectos colaterales y nuestras propias estadísticas, picando en punta.
La mitad de los argentinos tiene sobrepeso, la diabetes en nuestro país alcanza el 10 por ciento, la hipertensión el 30 por ciento, el 25 por ciento tiene colesterol alto; y, si bien somos tierra de carne, la anemia arrasa: la padecen el 34 por ciento de los chicos de hasta dos años, el 20 por ciento de las mujeres y el 30,5 por ciento de las embarazadas. Por si fuera poco, la nueva camada de chicos –los que tienen menos de cinco años– están conformando una generación de argentinos obesos, que lidera la estadística latinoamericana. Gordos de Coca Cola (marca que consumimos más que ningún otro país) y de McDonald´s, pero también de la mala nutrición que se sufre en la pobreza. Gordos de comida barata: de papa, de arroz, de pan blanco, de azúcar, de sal y de aceite de última prensada, con el que se hace un guiso con tantas grasas malas que parece un experimento.
“Los comedores infantiles son un genocidio”, dijo la nutricionista Miryam Gorban en la Jornada del Foro Parlamentario Contra el Hambre que se celebró en Diputados el 16 de septiembre. La comida puede saciar el dolor del hambre, pero si es mala comida resulta a la larga venenosa.
Volviendo a la industria, tan grave es la situación local que en 2009 la obesidad fue incluida en nuestro país dentro del Programa Médico Obligatorio. La ley contempla que se trate la obesidad como un trastorno alimentario, acompañado de otras enfermedades, y presta cobertura que va de tratamientos a medicamentos a la posibilidad de aplicar quirúrgicamente un cinturón gástrico.
Afrontar semejante carga económica –que alcanza al veinte por ciento del presupuesto del Ministerio de Salud y va en ascenso– es un problema en sí mismo, por lo cual por ley también se supone que el Estado debería actuar en la prevención del problema. Pero esa parte todavía no entró en vigencia.
La industria anda suelta a sus anchas agigantando su poder mientras propone solucionar los problemas que generó. Y mal no les va: es sabido que los ingresos de los supermercados en nuestro país no están en alimentos frescos sino en productos procesados, en una relación que se puede estimar en un 70 a 30 por ciento. Esto explica lugares como los medianos mercados de Carrefour que se reproduce por nuestro país: supermercados que ofrecen “de todo”, menos alimentos frescos. Un espacio que no vale confundir con un almacén: no se trata de un lugar que ofrece productos secos, artesanales o al peso en una lógica de venta de rubros diversificados: allá la carnicería, en la otra cuadra la verdulería y la panadería a la vuelta. No. Se trata del imperio de la comida empaquetada. Una vuelta a los sesenta, que incluso echa mano a una estética pop de entonces.
Recorrer los productos envasados que se ofrecen en la actualidad es volver al sueño de la comida de astronauta pero en la era del wi fi. Es evidente que en estos años nosotros no aprendimos nada y ellos aprendieron todo. Siguen estando igual de bien posicionados los cereales azucarados y el Tang que dio vuelta a la órbita terrestre tres veces y, al mismo tiempo, están los All Bran y el jugo con fibras y vitaminas. Porque la industria atiende a todos: a quien considera que una tortilla puede ser un paquete de papas fritas Lays, un huevo revuelto, aceite y a la sartén (una revista femenina realmente publicó una receta así un tiempo atrás). Y a quien cree que mejor meterle semillas a al desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena.
La industria te hace la fiesta, el copetín, la cura de la resaca y si querés te baja el colesterol, la presión en sangre, el estreñimiento y, de paso, te destapa las arterias.
stevia: la nueva piedra filosofal
La cara saludable de la industria salió del rincón al que la tenían sometida, y del que la sacaban solo para ofrecerla a los enfermos, cuando los enfermos que la señalaban como culpable de sus males fueron más que los sanos. Pero para presentarla en sociedad como una nueva opción masiva no continuaron en la línea de cambiar grasa animal por vegetal o azúcar por aspartamo, como hicieron en los setenta y los ochenta. Los consumidores siglo veintiuno reclamaron encontrar la promesa saludable cumplida con algo realmente natural. Algo que no pudiera ser asociado a alergias severas y cada vez más extendidas, chicos con autismo o con ADD, mayores con enfermedades como Parkinson o Alzhaimer (sí: hay estudios muy bien fundamentados que también asocian los químicos en los alimentos envasados a ese tipo de enfermedades).
En los últimos diez años Kraft, Nestlé, Philip Morris, Unilever, salieron a combatir la mala prensa presentando miles de productos etiquetados como “saludables” que aseguraban eran reducidos en azúcar, en sodio, en calorías. Y en cada caso acompañaron la movida con campañas que promovieron el ejercicio, reafirmando la idea de acompañamiento mutuo, de juego en el mismo equipo y de esa simpática amistad que brindan las marcas. Y en ese mismo período aumentaron sus ganancias globales en un 92 por ciento.
Ahora bien, como la salud de los consumidores no mejoró en proporción directa ni mucho menos, la pregunta obligada gira en torno a qué significa saludable en empresas que operan bajo la lógica de: cuánto más procesados los productos, más ingresos. “Cuando visité Kellogg´s les hice este planteo: Ustedes aseguran que no pueden reducir más la sal en sus productos, muéstrenme por qué. Entonces ellos me prepararon versiones de sus productos sin sal. Fue la experiencia más asquerosa que alguien pueda imaginar. Los waffles que preparaban sabían a paja y los cereales a metal”, recuerda Michaell Mossautor del inmenso Fat, Sugar and Salt. Seguimos comiendo sal, azúcar y grasa comamos lo que comamos, porque si no abriríamos cajas para comer cartón.
En ese sentido la pelea más vanguardista parece estar dándose en el mundo de las colas. Si hay un villano, un primero y último responsable de esta pandemia de enfermos por la dieta, está entre las bebidas azucaradas. Y ellos lo saben. Por eso Coca Cola y Pepsi (que juntas controlan el 95 por ciento del mercado mundial de bebidas) emprendieron una búsqueda impensable unos años atrás: escarbar en el reino vegetal hasta dar con un dulce sin polémica, como la stevia.
Para presentarla en pocas líneas, la stevia es una planta silvestre, cultivada tradicionalmente por los guaraníes en Paraguay, el sur de Brasil y provincias argentinas como Misiones. Es 300 veces más dulce que el azúcar y tiene propiedades alucinantes como estimular las células del páncreas para que normalice su producción de insulina. O sea es casi un remedio contra la diabetes, mal de época si los hay.
Luego de un profundo trabajo de lobby en la FDA, para desarticular las trabas que, dicen las malas lenguas, ellos mismos como defensores del aspartamo, habían impuesto a la inclusión de la stevia como alimento, el organismo que regula lo que se come o no prácticamente en el planeta entero, lo aprobó. Entonces la stevia se hizo pública y la empezaron a colar en todo. Pepsi hizo sus ensayos pero, aseguran, no resultaron como querían y, para sus bebidas cola, abandonaron la misión. Coca Cola, por su parte se asoció a Cargill, extendieron monocultivos “mejorados” de la planta, aislaron la parte que consideraban más útil (no la que tiene propiedades medicinales sino la que simplemente es dulce), la patentaron como propia y lanzaron Truvia abriendo un mercado de cien millones de dólares en venta.
Lo que se llama un magistral acto de biopiratería.
Hoy hay 45 productos en quince países que contienen Truvia, ninguno exento de críticas y denuncias de engaño al consumidor. No solo acusan a la marca de vender por stevia una parte aislada de la planta sino que en todos los casos se la ofrece mezclada con otros edulcorantes sintéticos como eritriol (que le da textura de azúcar) o directamente con azúcar (lo que parece ilógico comparando la dulzura de ambos productos), como la apuesta más importante de la marca: la Coca Cola verde marciano, también conocida como Coca Life. “Lanzamos Coca Cola Life en Argentina porque es el tercer país del mundo en índice de amor a la marca”, dijeron sus Brand managers. ¿O será que acá somos consumidores que vagan un poco más fuera de órbita, desatentos a esas señales de colapso que resuenan cada vez más fuerte por todas partes y nos comemos cualquier cosa?
Demasiado pronto para evaluar la respuesta del consumidor sobre la novedad, hay quienes dicen que la Coca Cola Life es el primer paso de una nueva conquista de mercado que apunta a un paradigma neosaludable del que somos conejitos de indias.
Mientras tanto, el problema sigue siendo el mismo: estamos dentro de las generales de la ley. Cargamos nuestros cuerpos mortales nutriéndolos de cosas que todavía no ganaron el debate que les otorgaría el título de comida. Así, hoy, el peligro más grande al que tenemos que hacer frente para sobrevivir hasta la vejez es a la industria alimentaria. Y estamos solos frente a ella, como Mayor Tom frente a los meteoritos.
