Cortázar tenía razón (I)

Sobre hackear, ser hackeado, transicionar y Twitter como un Titanic o el ojo impasible de un ajolote digital.

El jueves 24 de diciembre de 2020 alguien hackeó mi cuenta de Twitter. En aquella época intentaba cultivar el hábito de no mirar las notificaciones de mi teléfono hasta las doce del mediodía. Pero era casi un feriado y, con el hormigueo de luces de colores que la víspera de navidad generaba en mi cuerpo, había decidido romper aquella regla de ascetismo digital. Apenas ingresé en la aplicación comprobé que algo no andaba bien. Solo estaban el ícono de la cuenta de la revista crisis, desde donde no escribo pero sí actúo como voyeur, y el ícono de mi fake, un personaje algo real y algo imaginario al que con cierta culpa intentaba homenajear, a veces corregir y jamás parodiar. Faltaba alguien: yo mismo. @Volquetero, mi tercera cuenta, la que llevaba mi nombre y apellido. Lleno de estupor me puse a buscarlo –a buscarme– y comprobé que el perfil aún existía. Si no me habían borrado, debía haber algún error informático. Solo luego de probar diferentes vías para el troubleshooting, sin llegar jamás a una respuesta humana, terminé por aceptar que mi cuenta había sido hackeada.

La fatalidad me hizo pensar en “Axolotl”, acaso el primer cuento de Cortázar que leí en mi vida. Recapitulo: un hombre que suele visitar un zoológico en París se obsesiona con los ajolotes, unos curiosos animales de cabeza triangular que yacen en una pecera. Casi desde el inicio del relato el narrador anticipa que es un ajolote. Que, como sucede en buena parte de la obra de Cortázar, quedó “del otro lado” pero aún conserva algo de “este”. La voz narrativa se desdobla. El narrador cuenta al mismo tiempo su fascinación inicial con los animales, su conexión primigenia con esos “dioses de ojos de oro”, y su condición ajolote. Como diletante, como humano, padece un narcisismo inverso: no se pierde en la contemplación de su propia imagen, sino en la de una otredad radical que parece haber logrado abolir el tiempo y el espacio; una entidad colectiva y ajolote, que lo convoca. Cortázar es exquisito en las transiciones entre una condición y otra, como si dijera: la magia, o la posibilidad del cambio, no anida en otro lugar que no sea el lenguaje –y no es dialéctica. El narrador avanza hacia una mise en abisme; es un hombre que escribe un cuento sobre los ajolotes solo porque también es un ajolote. El final del cuento es melancólico, perfecto, fatal.

No quedé atrapado en mi antiguo avatar, que me miraba sin permitirme habitarlo, pero recordé el cuento de Cortázar por la sensación de mirar algo propio, algo que hasta cierta medida era yo, desde afuera y desde adentro a la vez. Un tipo particular de desdoblamiento que las identidades digitales no han hecho otra cosa que expandir en nuestra experiencia cotidiana. Quizás por eso no tomé al hackeo como algo personal. Había visto desfilar por mi timeline a muchas otras personas –avatares– a quienes les había pasado lo mismo: los habían hackeado y pedían socorro a través de cuentas amigas. Me conté la historia de que había sido víctima de un ataque “al voleo”, realizado muy probablemente por un robot. Para continuar con la tónica de la red social, envié un indignado email a la empresa que incluía insultos en inglés. Casi tres meses más tarde aún no logré obtener respuesta humana de parte de Twitter.

Al examinar aquel momento llego a la conclusión de que no es que me sintiera vejado, como les sucede a muchas personas que ven vulnerada su intimidad digital. Más bien me sentí estúpido. Sabía que una clave no alfanumérica y sin caracteres especiales puede ser vulnerada en pocos segundos, mientras que si agregamos números o símbolos el tiempo de hackeo se multiplica exponencialmente. Aceptándome inofensivo y creyéndome original, nunca me había preocupado en cambiarla.

Más allá de aceptar mi parte del asunto, pronto empecé a experimentar otro tipo de malestar, muy similar al del consumidor que se percibe defraudado en su buena fe. Pronto me convertí en un viudo de Twitter, la plataforma de extracción de datos que había succionado mi indignación y mi crueldad, mis chistes tontos, mis ideas absurdas o mis reflexiones involuntariamente solemnes. Que me había conectado con muchísimas personas valiosas –y me había enemistado con otras. Habían sido más de diez años de intercambio: yo te doy mi vida, o al menos parte de mi lenguaje, Twitter, y vos me das la vaga sensación de acudir a un bar donde todos gritan, donde mi voz se escucha hasta el horizonte que tus algoritmos crean conveniente, donde lo que se bebe es la dopamina –cocaína– de recibir corazones, y donde nadie le cambia la cerradura de la puerta de casa al otro cuando regresa ebrio en la madrugada previa a la navidad.

A medida que pasaban los días además de estafado empecé a sentirme aislado. Yo no me identificaba como una de esas personas que viven para Twitter. Me sentía más bien como el narrador diletante de Cortázar, que al final del cuento va espaciando sus visitas al acuario. De hecho, desde que soy funcionario del gobierno nacional, y por una cuestión de decoro y también de lealtad ya que hay muchas cosas del gobierno que me enojan y Twitter existe para que nos indignemos, lo usaba con cada vez menor frecuencia. Intenté convencerme de que haber sido hackeado en vísperas de navidad no había sido pura coincidencia. Yo también renacería: menos quejoso, menos narcisista, más genuino y menos proclive a desperdiciar mi atención.

No lo conseguí. Comprobé que no podía privarme de seguir leyendo a esa evanescente novela colectiva que palpitaba en mi teléfono. Como hubiera dicho Emilio Durkheim, Twitter no es la conciencia colectiva, pero contiene una muestra poco representativa de la misma que puede llegar a incidir en su malestar. Y así fue que apenas empezado un año pandémico que era un soporífero calco del anterior –un año larva–, poco a poco pero sin pausa, volví. Como un yonqui. Lo hice desde el fake, el que aún me pertenecía, donde emulaba a una persona que en cierta medida amo. Realicé una transición. Cambié de género, de nombre, de avatar. Borré artesanalmente todos sus viejos tweets. Borré las respuestas, las rencillas tontas que había tenido con ciertos abanderadxs del bien y de la mismidad. Una antigua amiga que tenía varios ajolotes en su casa me había contado que solían devorarse a sí mismos.

@Volquetere, mi nuevo fake, quintuplica a mi antigua cuenta en cantidad de seguidores, pero el paisaje verbal aún me resulta inhóspito. Leer Twitter desde otra cuenta era –todavía es, porque mi hackeador borró todos mis contactos y nunca pude reconstruir mi paraíso perdido– como usar la ropa de otra persona. Un timeline extraño, inclemente, desenfocado.

Siempre había defendido a Twitter pese a sus malas innovaciones y sus miserias –como la de extender los tweets o permitir los hilos, como la de las notas de voz, como la de querer comerse a Facebook o a Instagram para terminar tomando lo peor de sus primos deformes. Y lo sigo haciendo. A pesar de todo, a pesar de sí mismo, Twitter es una de las últimas plataformas de extracción de datos centrada en el lenguaje, y quizás por eso no pude –no puedo– terminar de dejarlo. Muchas veces, además de un valle de controversias estériles, y al igual que ciertas buenas novelas, funciona como una compañía no audiovisual, es decir de calidad.

A pesar de todo, a pesar de sí mismo, Twitter es una de las últimas plataformas de extracción de datos centrada en el lenguaje, y quizás por eso no pude –no puedo– terminarlo de dejar. Muchas veces, además de un valle de controversias estériles, y al igual que ciertas buenas novelas, funciona como una compañía no audiovisual, es decir de calidad.

Hace más de una década Twitter fue un refugio para una generación que huía de los blogs a la pesca de una promesa de modernidad que en muchos casos terminó por aniquilar sus capacidades expresivas –como suele suceder con las promesas de modernidad y las generaciones que se obstinan en perseguirlas. Naturalmente albergó la confl uencia de aquel aquelarre de tribus urbanas –los bloggers, primos hermanos de los floggers– con un ejército de ocurrentes y de geeks que encontraron un territorio algo virgen para amar, odiar, comentar e intercambiar. Hoy, y pese a que ya casi no queda nada de la generosidad que existía hace una década, pese a que en gran medida fue colonizado por la televisión, y a que la agenda digitada por los algoritmos de Twitter y las tendencias muchas veces pagas se impone sobre las otras microagendas que eran muchísimo más interesantes, algo de aquella imposible promesa de pensarlo todo, de debatirlo todo, de decirlo todo, sobrevive.

Mi defensa no obsta a que creo que Twitter debería proteger la identidad de sus usuarios, como así también su privacidad, más allá del tipo de contraseña que elijan, más allá de que hagan la burocracia para ser cuentas certificadas o no. Creo que Twitter es una corporación que actúa con mala fe y que no invierte lo suficiente en seguridad informática. Pero soy un adicto. Acá me tienen.

Recién tres semanas después de haber sido expropiado acepté que nunca más podría acceder a la que había sido mi cuenta –cueva– por más de diez años. Ya lo dije: no tengo dudas de que lo merecía. Quizás por eso decidí comportarme como un ciudadano ejemplar e hice la denuncia en la página web del Ministerio Público Fiscal. Alrededor de una semana más tarde me contactó una mujer de la “Unidad especializada en delitos y contravenciones informáticas”. En forma muy amable, me preguntó qué había pasado. Le conté. Al parecer me creyó.

Eso me habilitó a iniciar una querella contra Twitter en el marco de la causa MPF 535278, caratulada “Twitter s/ infr. art. 153 bis del Código Penal”. Conviene reconocerlo: luego de observar en mi trabajo el poder que el estado nacional detenta frente a las corporaciones tecnológicas mis esperanzas son más bien diminutas. Además, el camino legal recién empieza. La representante del Ministerio Público me dijo que debía conseguirme un abogado y proseguir la causa ante los Tribunales de la Ciudad de Buenos Aires. Tuve que pedir uno gratuito al Gobierno de la Ciudad; todavía no me asignaron ninguno. Voy a esperar. El tiempo está de mi lado. Mientras, mi hackeador borró también todos mis tweets –¡se lo agradezco!– y ahora es una cuenta denunciada por actividad sospechosa, pero Twitter aún me permite verlo. Todavía puedo espiarme a mí mismo en esa pequeña ventana circular, larva y fantasma a la vez, más ajena que nunca.

Por una de esas casualidades de la vida, apenas dos o tres semanas después del incidente, cuando estaba en plena transición, me llegó por trabajo una propuesta de IMS, la empresa que representa a Twitter en Argentina. Pueden googlearla. IMS maneja también a Linkedin, a Twitch, a Snapchat. La propuesta destacaba que “el usuario de Twitter ingresa con un mindset de descubrimiento” y sugería acciones diferenciadas por momentos del funnel –embudo– de captación de clientes. Comprobar que esa galería de acciones era glosada en el lenguaje siempre mentiroso del marketing digital, que era un híbrido entre la paleta de acciones que pueden ofrecer las grandes en serio como Facebook o Google –“posts oscuros” con publicidad, inflación rentada del alcance de las publicaciones, campañas para obtener seguidores– con algunas triquiñuelas propias de otras agencias y medios menos reputados que se especializan en la venta de humo –se ofrecían influencers como Mariano Martínez o Jimena Barón– no me sorprendió pero sí me produjo cierto desasosiego.

Tras mirar aquel deslucido pdf comprendí que Twitter no era una red social más: es, en realidad, un fake de las otras grandes redes sociales. Un Titanic que en lugar de naufragar quedó a la deriva y casi sin querer homenajea un tiempo histórico que terminó con el fin del blogging y el auge de las redes sociales atadas a la identidad y la tarjeta de crédito de sus usuarios. Un fósil de la época en la cual el lenguaje todavía podía aspirar a cambiar la realidad, o al menos podía creerse que Internet, de una forma retorcida pero alimentada por la tenacidad de sus clientes, podría ayudar a ampliar –o a explorar– algunas aristas de la libertad.

Percibí a Twitter como el dios de un reino perdido, que sobrevive devorándose a sí mismo, cotizando en Wall Street, vampirizando a la tele y aguardando una oportunidad que, sabe, jamás le va a llegar. Yo, mi viejo fake oficial, mi nuevo fake oficial y el amado fake que debí hacer transicionar somos aquel diletante que, escindido, observa al ajolote a través de un vidrio empañado, creyendo que lo abandonamos pero encerrados para siempre en su manera de percibir el mundo: sin tiempo, sin espacio, en la pura inmediatez digital de una compañía que también es una máscara, una larva, un fantasma.