Clásicos al diván

Bob Chow escribe sobre Zama, de Antonio Di Benedetto

Sí, las novelas son ficciones. Y las restantes representaciones del mundo, ¿qué son? Imaginemos que la literatura no fuese mero entretenimiento sino que, junto con la física, la religión y la filosofía, mucho más que descubrir «una realidad que está ahí», ayudara a construirla. En este orden de cosas, si se sugiere que Zama de Antonio Di Benedetto es la mejor novela, no de Latinoamérica sino del universo de la lengua hispana —por falta de rivales competitivos—, debiera asimismo ostentar los méritos automáticos de un texto filosófico o moral, como los que no se les niegan a obras de Nabokov o Sade.

Siguiendo esta lógica contingente imaginemos que en vez de leer el Corán en forma cotidiana (y regir nuestra conducta según lo leído), nos entregáramos con igual sumisión a una página diaria de Zama. Así las cosas, bajo los preceptos de una religión zámica que se reinterpretase meméticamente en reseñas, películas, diarios de filmación, series, videojuegos, equipos de vóley, iniciaremos el martirio posando los ojos por sobre un río oscuro, lento y terrible y, bajo una resiliente nube de jejenes, esperaríamos novedades. Por ejemplo: un upgrade laboral cuya notificación llegue en barquitos. Y mientras no lleguen buenas por vía fluvial, la prescripción zámica podría incluir el entretenimiento con mujeres que pisen el mismo barro a través de mensajes traccionados a sangre por esclavos. En vez de poner rodillas en tierra y apenas rezar, se buscará solaz y sentido en incursiones con féminas casadas, comprometidas, fofas o fantasmales, ya que «Ningún hombre desdeña la perspectiva de un amor ilícito».

Lo que suele importar de la Ley es cómo aprovecharse de ella, aunque al acólito de Zama, el zamita, se le sugeriría más bien que «haga tiempo», el tiempo de una vida, en la larga espera de un reencuentro con una esposa idealizada, teniendo más hijos con nuevas mujeres, al tiempo que se coquetee cortés, mística y platónicamente con la complicada Luciana.

La desabrida paternidad involuntaria podrá quedar a cargo de jóvenes pobres e inexpertos. Y así, con el niño bastardo al cuidado de la mano muerta del pasado, más tarde, en otro año, ¡cerca del fin de siglo!, se vendrán más obligaciones litúrgicas, a saber:

1. dejarse alimentar por gente de rango inferior.

2. bajar a tierra en las pretensiones de una española atractiva y, a cambio, sustraerse a la seducción de una mujer sin cara y sin mejor conexión al mundo que una bolsa de monedas y una ventana oscura.

3. dudar, temer, humillarse, ser hombre-zama.

4. cabalgar la selva junto a una patrulla que ya contiene lo que busca, el criminal arquetípico, y así materializar, con plena conciencia, un despropósito perfecto.

5. consumar la derrota (perder las manos como Perón, sin ser Perón) cerca del río donde lavan sus ojos los indios cegados a cuchillo al estilo de Vlad el Empalador. Pero, ¡ay!, notable descubrimiento, ¡los descendientes de esta tribu ciega seguirán viendo!

6. ignorar a aquellos monos que flotan muertos en remolinos.

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Ahora abandonemos el ejercicio inocuo de reemplazar a una religión de libro por Zama —cualquier otro ejercicio hubiera reportado dosis similares de contingencia— y si consideramos que la mejor novela hispana no le agrega pixeles a nuestra concepción del mundo, preguntémonos cuando menos qué la hace especial y cómo hizo Di Benedetto para escribirla «en un mes, en una casa vacía, en Córdoba».

Con lo vacía, fea y sin puertas que pudo haber sido aquella casa, la magia de Zama se extraña en sus compañeras de «la trilogía de la espera», El silenciero y Los suicidas, en el resto de la obra de Di Benedetto (como diría Juan Terranova, «Zama es un one hit wonder» del mismo modo en que lo es en música, por ejemplo, el cover de Tainted Love de Soft Cell) y, como era previsible, en su versión cinematográfica. Es obvio, como dicen los niños que Youtube educa, que las réplicas de Zama solo existen para resaltar a Zama, la novela.

Antonio Di Benedetto fue encarcelado, torturado y le prohibieron escribir durante el Proceso. Por lo pronto, logró que el ángel sintagmático de Zama —esa forma de decir rara y creíble para evocar un pasado impreciso— no pueda convocarse a voluntad.

La prosa de Di Benedetto, afectada y sintética a la vez, forjó un soliloquio de personaje «colonial» encantador. La acción recurrente (si Diego de Zama espera, lo hace andando), el romance de alturas shakespearianas, el caudal imaginístico y los giros de la trama conviven en proporciones áuricas y, como se ve, también sobreviven. Diego de Zama, además, cautiva por descarrilar.

«Más que sobre la espera, es un relato sobre el deseo del desplazamiento. Por eso, cuando al fin Zama elige moverse, descubre que es inútil, porque lo que buscaba no estaba más adelante y afuera, sino atrás y adentro», cede Pablo Valle. Sí, Zama, como cualquiera, es un perdedor. Tenía mujer e hijos, una carrera promisoria, esperanzas, y todo, todo lo perdió. Hasta la dignidad. Hasta los dedos. Es bueno pensar en él cuando la espera se alarga.