Aunque no tiene que ser así…

Hace casi una década visité a una amiga que estaba en pleno brote psicótico. Mientras estacionaba me dijo que dejara el celular en el auto. Cuando ingresé a su departamento vi una Mac con una cinta aislante negra cubriendo el ojo de la cámara; ella me dijo que era porque la espiaban y de nada sirvió tratar de convencerla de que si la laptop estaba apagada no había manera. Como prueba de que la escuchaban, me mostró páginas impresas de cientos de emails suyos: podía ella, al hablar con una amiga, pronunciar “Rosalía”, y al poco tiempo la palabra reaparecería en un spam (pero no ordenada, sino en fragmentos en el email que ella se ocuparía de juntar a través de rayas hechas con un lapicero). Puse una cara de asombro y me preguntó si creía que estaba loca. No, pero una línea muy delgada separaba la sanidad de la locura y si se descuidaba ella podría encontrarse al otro lado sin darse cuenta.

Cada época crea sus formas de locura. Mi amiga no estaba bien, pero a través de esos mensajes que ella quería descifrar hablaba también el momento actual. Pienso en eso ahora que me es suficiente hacer una búsqueda en Google para que poco después reciba anuncios que me ofrecen un producto conectado con la búsqueda. Hace unos días, un amigo tuiteó que pensó algo –no lo anotó, no lo contó a nadie– y al rato entró a Internet y le apareció publicidad de aquello en lo que había pensado. Me cuesta creer que se lo haya inventado y pienso en una explicación: todos sabemos que estamos siendo vigilados y eso exacerba nuestra paranoia. No hay interacción en las redes ni búsqueda en Internet que no sirva para dejar alguna huella digital de la que alguien se aprovecha.

Puede que una patente de Google del 2003 termine convirtiéndose en el momento fundador de la versión actual del capitalismo, como sugiere la economista Shoshana Zuboff en The Age of Surveillance Capitalism (2019). Según Zuboff , hace una década Google no era la compañía tan llena de secretos en la que se ha transformado y lo que escribía en las patentes era una declaración de intenciones. En 2003 los ingenieros informáticos de Google inscribieron una patente que llevaba como título “Generando información del usuario para ser usada en publicidad dirigida”. En esa patente los ingenieros decían que era necesario crear propagandas personalizadas a partir de la información del perfil del usuario (UPI). La UPI era la clave y en principio se generaba a partir de los datos que el usuario dejaba de uno mismo a través de sus búsquedas en Google. Sin embargo, no era suficiente, ya que los ingenieros advertían que los usuarios no siempre proveían voluntariamente su información, y que había temas de privacidad. Por ello, concluían: “la UPI puede estar equivocada intencional o no intencionalmente, o puede haber quedado obsoleta”, por lo que “la UPI puede ser determinada (o actualizada o extendida) incluso cuando no se le dé información explícita al sistema… Una UPI inicial puede incluir información ingresada voluntariamente al sistema, aunque no tiene que ser así”.

Aunque no tiene que ser así: con esas palabras, los ingenieros de Google señalaban las ambiciones de la compañía, su desdén a decisiones personales o consideraciones de privacidad. Crearemos el perfil más exacto de nuestros usuarios, con o sin su permiso. Gracias a la potencia de sus algoritmos, esos perfiles han sido la base para el éxito de su modelo publicitario de negocio. Hoy Google es una de las puntas de lanza de este nuevo capitalismo de la vigilancia, en el que, en palabras de Zuboff , “la experiencia humana es usada como material en bruto para ser traducido a datos… que permiten a las compañías infl uir en nuestra conducta para conseguir ganancias”; su modelo se ha extendido a Facebook, Amazon y a otras grandes compañías (Apple es la que más respeta la privacidad).

El pasado diciembre hubo un escándalo porque el New York Times reveló que Facebook había estado haciendo caso omiso de los derechos de privacidad de sus usuarios y vendía información a otras compañías sin su permiso. Cuando me enteré de eso decidí que había llegado la hora de salirme de Facebook; el 1 de enero sería un hombre libre. Sin embargo, no pude; no faltan las razones para seguir enredado. Luego, claro, no me puedo quejar cuando me ofrecen cosas a partir de mis preferencias. Las compañías nos vigilan aun con la laptop apagada y convierten nuestros datos en algo harto peor que mensajes a descifrar.