francia: en busca de la identidad perdida

Como en un déjà vu constante, las revueltas en las calles francesas dejaron expuesta a una nación disgregada, que hace agua por los costados de un sistema construido sobre la exclusión y la conquista y que hoy muestra la precariedad de sus cimientos.
21 de junio de 2023, París. El centro de la ciudad desborda de turistas venidos de todas partes, van fitness primer mundo con botellas de agua por el calor que alcanza nuevos picos. Caminan por el Jardin des Tuileries, se sacan selfies donde antes paseaban reyes con sus cortes y gobernaban como los enviados de Dios en la Tierra que decían ser. El cielo es azul, grande, la capital de Francia se parece a lo que los turistas buscan de ella: Medianoche en París, Emily in Paris, Antes del atardecer, con un acordeón, mucha vida en rosa y vino blanco al caer la noche.
27 de junio. Nahel Merzouk, de 17 años, es asesinado de un disparo a quemarropa por la policía mientras está en su auto. Muere a los pocos instantes. Los uniformados no saben que están siendo filmados y las imágenes pronto se harán virales. Ocurre en las afueras de París, en Nanterre, suburbio famoso por su universidad, las villas miseria de los años sesenta, la inmigración masiva como en casi toda la periferia parisina, y las torres altas con departamentos de alquiler social, los llamados HLM. No hay Emilys, ni Ediths Piaf, ni pasos perdidos de reyes con carruajes.
La respuesta es volcánica. Detona, desborda, quema comisarías, intendencias, escuelas, autos, buses, comercios, calles. Las imágenes dan la vuelta al mundo, impacta la acción directa de miles de jóvenes que noche tras noche se arrojan enrabiados sobre todo lo que representa al Estado y todo lo que puede ser robado; lo hacen por decenas, centenares, en todo el país. No hay conducción ni horizonte: una revuelta que asalta al orden a la vez que pide ser parte, un estallido hipercapitalista.
El asesinato de Merzouk hizo combustión, la pradera estaba seca, el pasto alto, el viento fuerte, al igual que treinta o veinte años atrás. La secuencia del asesinato de un joven de la periferia por un policía —gatillo fácil— seguido de revueltas o disturbios se ha vuelto un loop. Y en el centro, un debate que vuelve, el de quiénes son asesinados, las caras de la clase peligrosa en Francia: hijos o nietos de inmigrantes, en su mayoría de las excolonias del antiguo imperio colonial, que son muchas, desde el continente africano hasta Asia, las Antillas y Oceanía.
hubo un tiempo que fue hermoso
“Tenía un montón de servidores negros y cuatro chicas en mi cama, en el tiempo bendito de las colonias”, cantaba Michel Sardou en 1977 con un ritmo casi bailable. Para ese entonces, Francia ya no tenía sus colonias, protectorados y diferentes figuras establecidas para dominar otros países, que permitían que el viejo país galo tuviera “café, algodón y nafta”, como añoraba Sardou: el paraíso colonial perdido.
El retiro de ejércitos y administración francesa de la mayoría de los territorios ocupados, guerra de liberación nacional mediante en muchos casos, coincidió con el inicio de la inmigración hacia la metrópolis. Llegaron los “indígenas de la república”, como eran llamados oficialmente los habitantes de Argelia hasta su independencia en 1962: en oleadas, a trabajar en fábricas, construcciones, casas, hospitales, a instalarse, ocupar los HLM en las periferias, a tener familias, mezclar sus músicas, comidas, ropas y religiones.
Francia comenzó a cambiar, llegó la fotografía del equipo mundialista de fútbol de 1998 con Zinedine Zidane a la cabeza, y la extrema derecha pegó el grito: no cantan el himno, no lo saben, decía entonces Jean-Marie Le Pen, el exvoluntario en Indochina y Argelia. Las colonias estaban ahora en Francia como trabajadores, pobres, primero en los suburbios de las grandes ciudades, luego en sus corazones, en ciudades medianas, cada vez más alejadas, en las escuelas, transportes públicos, lugares de vacaciones, sin pedir permiso, perdón, con documentos de identidad francesa en mano.
Le Pen llegó a segunda vuelta contra Jacques Chirac cuatro años después de esa primera copa del mundo, y su hija, Marine Le Pen, lo hizo en 2017 y 2022, convirtiéndose en una fuerza política dominante en el país. Entretanto siguió la migración, su expansión por el territorio, y se instaló un término apodado por el escritor Renaud Camus: “la gran sustitución”, el fantasma que anuncia que una población extranjera —árabe, negra, subsahariana— estaría reemplazando a la que estaba antes, blanca, católica, occidental. El paraíso perdido pasó a ser, para algunos, esa Francia idealizada preinmigración.
el agotamiento
Los protagonistas de las novelas Sumisión y Serotonina de Michel Houellebecq se parecen: hombres solos carentes de amor, familias, religión y utopías políticas. Personajes grises de un país en declive lento, sin grandes crisis económicas como en España o Grecia, ni grandes cimbronazos políticos como en Italia. Un proceso lento e indetenible de agotamiento que en sus libros es el de una civilización que, por esa misma razón, es progresivamente remplazada por otra —musulmana— con familias numerosas, una religión fuerte y ambición geopolítica.
Houellebecq agrega la variable de un neoliberalismo que golpea sobre los pequeños productores de leche, de alimentos, sobre esa Francia rural olvidada y condenada desde el Palacio del Eliseo y la burocracia europea de Bruselas que privilegia las finanzas y el libre mercado. Un país que se extingue y con él sus tradiciones, paisajes, geografías, los perdedores de la globalización, habitantes de zonas desindustrializadas, con alta tasa de desempleo, falta de oportunidad, a las que casi nadie hablaba políticamente hasta la emergencia de la extrema derecha. Pasó en Francia, en Estados Unidos, Gran Bretaña o España.
En esas zonas de frustraciones, retrocesos económicos, temor, crece lo que Edgar Morin en Despertémonos (2023) llama la “Francia reaccionaria”, enfrentada desde la Revolución de 1789 con la “Francia humanista”. La primera “se define cada vez más por el ocultamiento de la multiculturalidad histórica propiamente francesa, la cerrazón identitaria, el rechazo a los inmigrantes, el antiarabismo convirtiéndose en antiislamismo consecutivamente con el terrorismo yihadista”. Esa es la que hoy avanza “en ausencia de un gran movimiento político portador de esperanza”, escribe.
Una crisis económica sin caída al precipicio pero constante, con aumento de las desigualdades, una agenda neoliberal encabezada por cada gobierno, desde el actual reelecto Emmanuel Macron hasta el mandatario del Partido Socialista que lo precedió, François Hollande. Un terreno en que la extrema derecha logra expandir los enfrentamientos entre los perdedores, asociando inmigración con violencia/inseguridad y desempleo, en un país y un continente con larga tradición de repliegues identitarios o lo que Morin llama “purificación étnica”: desde la expulsión de judíos de Inglaterra, Francia y Hungría, pasando por la de los árabes de España en el siglo XVII hasta el nazismo en el siglo XX.
una comunidad de destino
Debatir sobre la identidad se volvió una obsesión en los últimos treinta años en Francia: qué es ser francés, quiénes lo son realmente y quiénes no tanto, quitar o no la nacionalidad a los hijos de inmigrantes o nacionalizados que cometan actos de terrorismo, franceses con cuatro abuelos franceses versus franceses procedentes de la inmigración peligrosa, hijos de inmigrantes nacidos en Francia que no se sienten franceses, franceses blancos, negros, árabes, asiáticos, mestizos, franceses católicos, musulmanes, laicos. “Tremendo quilombo”, rapean Bigflo y Oli, hijos de argentinos y argelinos, para hablar sobre su relación con el país y su bandera.
La pregunta es cómo construir una “comunidad de destino”, como define Morin a una nación. Cómo detener el movimiento de fragmentación entre la Francia cosmopolita y urbana, la de las periferias que protagonizan revueltas ante abusos policiales y falta de oportunidades, y la rural/semirrural que protagonizó las masivas protestas de los “chalecos amarillos”. Y cómo detener las subfragmentaciones, esas segundas o terceras generaciones de migrantes enfrentadas según los países de procedencia de los padres o contra los recién llegados.
El debate sobre la “histeria identitaria y la obsesión de los orígenes”, como la califica Thomas Piketty en Medir el racismo, vencer las discriminaciones (2022), es el marco propicio para una extrema derecha que se presenta en una versión “desdiabolizada” en la figura de Le Pen, y sin filtros con Eric Zemmour, que propuso en campaña crear un “Ministerio de la Reemigración” para expulsar a “extranjeros que ya no se quiere tener” en el país. Se habla ahora de guerra civil, invasión silenciosa —la población musulmana francesa es de alrededor del 8%—, barrios fuera del control del Estado, y emergen dispositivos acusatorios de islamo-izquierdismo para atacar a las fuerzas de izquierda, en particular la Francia Insumisa conducida por Jean-Luc Mélenchon.
El diagnóstico parece empeorar a medida que se suceden las crisis. Cada episodio de choque deja un saldo de mayor repliegue, división, miedos, la idea de imposibilidad de lo común, de nuevos enfrentamientos casi inexorables. Es cierto, como escribe Piketty, que “ningún país inventó el sistema perfecto para luchar contra el racismo y las discriminaciones”, pero también lo es que la situación en Francia encierra una serie de variables de alta explosividad: neoliberalismo avanzado, memorias coloniales irresueltas transmitidas entre generaciones, pasados de “purificaciones”, discriminaciones por color de piel que son más que un asunto de piel, conflictos en África o Medio Oriente que se traducen puertas adentro.
¿Cómo rehacer esa comunidad de destino? ¿Es en la República donde deben reencontrarse las partes, como sostiene Mélenchon? ¿Esa misma, nacida a partir de la Revolución de 1789, que convirtió al Jardin des Tuileries en parque público y a los reyes en pasado? Francia se carcome por ahora sin respuestas, detona crónicamente, se moviliza de a multitudes contra reformas neoliberales sin poder detenerlas, se pregunta por sí misma en lo que Dubet califica como una “época de pasiones tristes”, que no es solo patrimonio de Francia y su búsqueda de una identidad perdida.
