agronegocios y geopolítica en el mercosur

La primera época de crisis contiene textos premonitorios, como el que señala el ingreso de la soja en Argentina en 1975. Hoy aquel commodity agrario es el principal producto de exportación y su impronta modernizadora modificó la economía argentina. Medio siglo después, este artículo retoma las intuiciones de quienes nos precedieron y las actualiza. No hay vuelta atrás, el debate ahora es otro, pero historizar es una forma de nutrir la altenativa.
“Hay ángeles que todavía creen que todos los países terminan al borde de sus fronteras”. (Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina)
Corría julio de 1975 cuando Germán Wittstein (geógrafo) y Esteban Campal (ingeniero agrónomo), ambos uruguayos, publicaron en el número 27 de la revista crisis un análisis sobre la disyuntiva a la que se enfrentaba el desarrollo agrario brasilero, orientado desde 1964 por un gobierno militar: aplicar una reforma agraria liderada por el campesinado, o bien la modernización impulsada por el sector empresarial. Sin mucha sorpresa, el régimen optó por la segunda alternativa.
En la Argentina, el clima político era de extrema violencia. Un recuadro que presidía la misma edición informaba que Carlos Villar Araujo, uno de sus principales colaboradores, cuyos artículos de investigación trataban “cuestiones nacionales tan candentes como el problema de la tierra o el petróleo”, había sido víctima de secuestro (luego terminaría exiliado). Respondiendo desde la tribuna periodística, los editores advertían que este hecho no diezmaría el compromiso asumido por la revista: “Ni el interés ni el miedo nos harán escatimar nuestro pequeño aporte.” El artículo de Wittstein y Campal era una prueba de ello.
Sin sucumbir a explicaciones tecnocráticas, los observadores orientales alertaban sobre la alianza que los empresarios agrarios del “cercano sur” brasilero estaban sellando con los terratenientes gaúchos y las empresas transnacionales para expandir el cultivo de soja hacia el oeste (sobre Paraguay) y hacia el sur (sobre Uruguay y Argentina). El texto reconstruía la fisonomía del “agresivo proceso de modernización agrícola”. Reeditando la experiencia colonial (cuando los ingleses transportaban las mercaderías combinando carreteras, trenes y ríos), las nuevas potencias del comercio marítimo internacional (con Japón a la cabeza) asumían nuevamente el rol de “desarrolladores” gracias a la construcción de puentes internacionales, carreteras, represas e hidrovías en los grandes ríos de la Cuenca del Plata. Se multiplicaban así los “corredores de exportación”, logrando reducir el tiempo de transporte necesario para llevar la soja hacia los puertos, además de asegurar un flujo constante de la producción agrícola sudamericana hacia los circuitos globales.
El agrónomo y el geógrafo señalaban tres consecuencias centrales del proceso de expansión de la soja. En primer lugar, el cultivo estrella se realizaba en detrimento de otros (feijão y maíz) fundamentales en la dieta de la población local. Además, impulsaba el corrimiento de la ganadería, desde las zonas fértiles (en adelante ocupadas por la soja) hacia aquellas no aptas para la agricultura industrial. Ambos fenómenos provocaron un aumento de los precios, presionando el bolsillo “del brasilero de clase baja”. En segundo lugar, advertían el avance sobre paisajes que son el hábitat de las comunidades campesinas, acorralándolas en las parcelas menos fértiles. La concentración de la tierra y de los recursos del Estado (créditos/subsidios, acompañamiento técnico) en manos del empresariado en desmedro de los pequeños productores minifundistas no solo incrementó la presión sobre la soberanía alimentaria de estos últimos, sino que, más dramático aún, al desposeerlos de sus tierras fueron obligados a emigrar hacia Paraguay y Uruguay, o hacia cordones periurbanos degradados. Una última observación subrayaba el rasgo “dependiente” del proceso de modernización liderado por el empresariado brasilero: al adoptar tecnologías provistas por los conglomerados transnacionales, se profundizó la subordinación del sector agroalimenario local.
Sin imaginarlo, el artículo desmenuzaba proféticamente dinámicas centrales que siguen operando en ese territorio supranacional, bautizado por Syngenta la “República de la Soja”, en alusión a las potencias agrícolas del Mercosur. Veinte años después, con la llegada en 1996 de la variedad transgénica y su herbicida aliado (el glifosato), sumada a la mejora incesante de las maquinarias agrícolas, a la apertura irrestricta de la economía global (circulación de bienes y capitales), al desarrollo de tecnologías de la información aplicadas al agro (digitalización del sector agroalimentario) y a un ciclo de precios en alza en el mercado de commodities, el proceso de sojización avanzó de manera arrasadora en esta geografía.
El nuevo siglo verá consolidarse el modelo de agronegocios en las economías del Mercosur, ubicando a la región como una de las usinas de commodities más relevantes a nivel global. Si el volumen cosechado de soja a nivel planetario en las últimas dos décadas casi se duplicó (pasando de 197 millones de toneladas en 2002/03 a un estimado de 384 en 2021/22), Sudamérica registró un crecimiento del 120%, aportando desde 2007 más del 50% de la producción mundial de soja (Departamento de Agricultura de Estados Unidos, USDA).
En este diálogo con el artículo de Wittstein y Campal queremos rescatar dos palabras claves que traen en su reflexión: ecología y modernización.
paquete antiecológico
Los investigadores uruguayos mencionan las “consecuencias ecológicas” provocadas por la “sustitución de la floresta autóctona por cultivos anuales”, pero no lo abordan en profundidad “por carecer de documentación suficiente”. Desde aquel momento el descomunal avance de la frontera del agronegocio generó cambios en el uso del suelo con graves impactos en las dinámicas socioambientales. Y hoy contamos con la documentación que faltaba a Wittstein y Campal.
Una de las ecorregiones más afectadas es el Gran Chaco Sudamericano (GChS). Compartida por cuatro de los cinco países del Mercosur -Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay-, esta región está asentada sobre dos acuíferos, Yrenda Toba Tarijeño y Guaraní (segundo más importante a nivel mundial), y posee la masa boscosa más extensa del continente después del Amazonas. En un contexto de baja densidad poblacional (un promedio de 10 a 22 habitantes por km2), el GChS cobija una importante biodiversidad con más de 3400 especies de plantas, 500 especies de aves, 150 de mamíferos, 120 de reptiles y aproximadamente 100 de anfibios. Semejante riqueza natural le otorga una posición estratégica y ubica a la región como un territorio clave en la geopolítica global.
En las últimas cuatro décadas, se registró un proceso de deforestación sobre más del 20% de los bosques nativos. Por un lado, el reemplazo de bosques, arbustales y pastizales naturales por cultivos produjo excedentes hídricos que resultaron en la formación de “neo-humedales”, caracterizados por un aumento de los niveles freáticos, anegamiento y salinización. A su vez, debido a que los bosques tienen la función de sumideros naturales de gases de efecto invernadero, la deforestación resultó en un incremento de las emisiones de carbono causantes del cambio climático. Además de la deforestación, el avance de los commodities agrícolas también implicó la expansión de los agroquímicos asociados a las variedades transgénicas de semillas, con graves impactos en la salud de las poblaciones rurales, las especies animales y vegetales, los cursos de agua.
Asimismo, ciertas prácticas asociadas con la expansión de la soja atentan contra la vida de las comunidades campesinas y de los pueblos originarios: la quema del material deforestado genera días consecutivos de aire contaminado; el envenenamiento del agua de los pozos es una estrategia de presión para que abandonen la tierra codiciada por el agronegocio; y las canalizaciones abusivas construidas irregularmente por los empresarios para tener “el piso seco” y realizar así las labores necesarias en cada etapa de la campaña agrícola provocan inundaciones en la tierra de los pequeños productores aledaños a los campos sojeros que ocasionan la pérdida de su producción y, en ocasiones, de la vivienda y sus pertenencias. Todas estas prácticas han sido denunciadas por los movimientos campesinos, las asociaciones de pueblos originarios, la Red de Médicos de pueblos fumigados y algunas instituciones nacionales e internacionales, pero no lograron detenerlas. Por último, para concretar el desplazamiento del ganado desde las tierras más fértiles hacia las regiones marginales (menos aptas para la soja), las empresas introdujeron pastoreo mecanizado con impacto en la estructura del arbolado, generando una disminución de su volumen y de la complejidad vertical. Tanto la fragmentación como la reducción de la extensión boscosa amenazan directamente la biodiversidad: se calcula que, de seguir la trayectoria actual, en 10 o 25 años desaparecerá el 50% de todas las aves y el 30% de todos los mamíferos.
Lejos de revertirse o estabilizarse, el avance de la deforestación promete ir in crescendo en el GChS. Provincias centrales del Chaco argentino, tales como Formosa, Corrientes, Chaco y Misiones, sancionaron leyes de ordenamiento territorial que habilitan el reemplazo de zonas forestales para actividad agrícola en un 75%, 54%, 31% y 27% de los bosques nativos respectivamente. La misma tendencia presentan el Chaco boliviano (Santa Cruz) y paraguayo, donde se verifican dinámicas de avance de la frontera muy activas. En suma, las consecuencias ecológicas presentidas por Wittstein y Campal eran apenas un preludio de la mayúscula crisis social, ambiental y política que traía el “agresivo proceso de modernización”.
digitalización y sustentabilidad
Con el modelo de agronegocios, “la corrida” en busca de tierras baratas llevó a los empresarios a cruzar las fronteras en una y otra dirección, en función de la regulación existente en cada país (presencia o ausencia de reforma agraria, leyes antiextranjerización, incentivos o regulaciones impositivas), de las prácticas legales e ilegales (incluida la violencia directa) que organizan el mercado inmobiliario, y de la capacidad de las organizaciones campesinas para resistir el proceso de avance sobre sus territorios. Por ejemplo, la Fundación Tierra subraya la presencia desde fines de los noventa de empresarios brasileros en la provincia de Santa Cruz (Chaco boliviano), quienes en 2012 poseían cerca de 500 mil hectáreas de las mejores tierras agrícolas para soja y 700 mil hectáreas para ganadería. En Paraguay, el Centro de estudios Base IS relevó que, en 2018, el 35% del territorio agrícola estaba bajo control directo o indirecto del capital extranjero, fundamentalmente para desarrollar soja transgénica y ganadería. En el caso argentino, tomando como referencia la provincia de Salta, una de las más involucradas en el cambio del uso del suelo por el avance del agronegocio, el Punto Focal América Latina de la iniciativa Land Matrix (https://landmatrix-lac.org/) indicaba para 2022 que, de 1.6 millones de hectáreas involucradas en las grandes transacciones del chaco salteño, el 17% obedecía a compras de extranjeros, porcentaje que resultaba más del doble respecto del promedio a nivel nacional (6.09%).
La financiarización fue otra característica del proceso de modernización de las agriculturas del Mercosur. Desde fines del siglo XX, los fondos de inversión comenzaron a interesarse en los commodities agrícolas y en las tierras “baratas” como soporte de valorización financiera. Según un reciente informe de Planet Tracker (2022) sobre la acción de agentes financieros en la región chaqueña argentina y paraguaya, existen doce empresas vinculadas a la deforestación que concentran más del 88% de las exportaciones de soja del Chaco argentino y más del 99% de las del Chaco paraguayo. Y aporta un dato interesante: de calcular el precio de la deforestación (al 19/1/2022, la tonelada de CO2 emitida se cotizaba a 91 dólares, según el Régimen de Comercio de Derechos de Emisión de la Unión Europea), la soja del Gran Chaco no sería rentable ya que su coste se triplicaría. En otras palabras, la deforestación impacta con resultados negativos incluso para el capital en condiciones de regulación política. Estos cálculos comienzan a multiplicarse debido a la sanción, en diciembre de 2022, del marco normativo “deforestación cero” de la Unión Europea. Se enciende una alerta roja para el capital financiero y el agronegocio en general: en la medida en que la agenda internacional de sustentabilidad siga generando un marco regulatorio punitivo, los commodities agrícolas o la tierra ganada a los bosques y a las comunidades campesinas e indígenas bien podrían dejar de ser un negocio.
Las innovaciones tecnológicas que han sido incorporadas en los últimos diez años incrementaron exponencialmente los patrones de dependencia hacia las corporaciones transnacionales, al punto de plantear un triple jaqueo a la soberanía: ya no solo alimentaria y tecnológica (presentes desde la modernización de los años 1970, como mostraron Wittstein y Campal), sino también político-ideológica. Las nuevas tecnologías han sido encastradas de tal manera en la lógica de acumulación que las corporaciones logran controlar la materia prima, las herramientas para producirlas, los datos más sensibles para gestionar los recursos y las narrativas legitimantes en torno de la agricultura digital.
El proceso de digitalización de la producción agroalimentaria se ha constituido en el principal motor del negocio, empujando las compras, fusiones y alianzas entre compañías que buscan consolidar plataformas digitales integradas. Un reciente informe del Grupo ETC advierte que los nodos clave de la trama agroalimentaria global se han vuelto “tan ‘pesados’ que los controlan solo cuatro o seis empresas, lo que les permite ejercer una enorme influencia sobre los mercados, la investigación agrícola y el desarrollo de políticas”. Por ejemplo, la alemana Bayer compró a la norteamericana Monsanto, consolidándose a la vez como empresa de semillas y de agroquímicos; además, se asoció con las norteamericanas Microsoft y Amazon, logrando almacenar y analizar 87 mil millones de puntos de datos de 72.8 millones de hectáreas de tierras repartidas en 23 países en su plataforma digital FieldView. La china ChemChina compró a la suiza Syngenta, para fusionarse unos años más tarde con SinoChem, creando Syngenta Group, desde donde promueve su plataforma Cropwise: acceden así a los datos de más de 63.5 millones de hectáreas, repartidas en más de 20 países.
Los datos, ahora mercancías, participan de manera central en la oferta de productos para el mercado y constituyen los ladrillos que sostienen la posición hegemónica de sus propietarias, ya que les otorgan una capacidad de control de los clientes y también de sus competidoras. En los países del Mercosur, la agricultura digital (promovida a nivel global bajo el apelativo de “AgTech”) se consolidó en la década del 2010 y, desde entonces, su expansión se mantiene constante. En Argentina, según una encuesta realizada por el Centro de Agronegocios y Alimentos de la Universidad Austral, el 73% de los productores tiene maquinaria que recoge datos de los diversos elementos y procesos agroproductivos, que son compartidos a las corporaciones a través de las plataformas digitales. Se constituyen así gigantescas bases de datos con información sensible del territorio nacional en posesión de agentes privados. La capacidad de analizar los territorios en tiempo real, integrando variadas capas de información, era, hasta hace pocos años, un atributo exclusivo del Estado-nación. ¿El control de la información relativa a vastas porciones del territorio en poder de las corporaciones no es una amenaza para la soberanía política de los estados?
Un último aspecto que introduciremos en este diálogo con los convulsionados años setenta se refiere al rol ideológico que jugó la “modernización” en tanto alternativa a la reforma agraria. En veinte años, la trama del agronegocio adquirió la capacidad de controlar cientos de millones de hectáreas repartidas en todos los continentes. En este mismo período, la sustentabilidad se constituyó en un horizonte común de gobernabilidad global (Acuerdo de París, 2015) que pretende ordenar las relaciones internacionales. Y las críticas al modelo de agronegocio sumaron el argumento de su insustentabilidad, apoyándose en los estudios de impacto ambiental. En respuesta a estas críticas, la digitalización asume un rol ideológico clave, ya que mediante el uso de sensores que captan datos necesarios para la toma de decisiones (humedad, radiación, componentes del suelo) y el análisis informático de dichos datos, el sistema logra disminuir el uso de agroquímicos a partir de la lectura pormenorizada de las necesidades de cada parcela. Se impone así la propuesta de las “buenas prácticas agrícolas”. Tal y como sucedió en los años setenta, la modernización vuelve a ser hoy la respuesta productiva e ideológica que el sistema capitalista impulsa para resolver la crisis alimentaria, climática y ambiental, ahuyentando del imaginario cualquier posibilidad de reforma agraria.
interpelando los anacronismos
En su análisis sobre la “agresiva modernización” agraria, Wittstein y Campal preguntan: ¿modernización de quién y para qué proyecto de país/región? Ellos arriesgaban una hipótesis que hoy resulta anacrónica: a partir del modelo empresarial brasilero, donde existían dos actores distintos, empresario y terrateniente, proponían “un pequeño salto de audacia gubernamental para concebir al propio Estado como propietario de la tierra, apoyándose en asalariados seguros de su fuente de trabajo y conscientes del papel histórico a cumplir”. Este era el modo de asumir “la responsabilidad intransferible de contribuir a una organización productiva más racional, con el fin de acompañar dignamente los proyectos de integración macro regional y continental”. Sin explicitarlo, la propuesta era la planificación estatal de la producción agroalimentaria, teniendo en cuenta una perspectiva geopolítica donde la integración de las potencias agrícolas platenses debía tener en cuenta lo que sucedía en “el Caribe” y “sin olvidar nunca el papel que juega el imperialismo, de manera abierta o enmascarado detrás de las empresas multinacionales”.
Anacrónica no solo porque ese proyecto político fue derrotado, sino más profundamente porque la propia evolución de uno de los componentes centrales de la ecuación capitalista -a saber, la ciencia y la tecnología- ha adquirido una cualidad radicalmente diferente, reconfigurando el conjunto de las relaciones del modo de producción. En efecto, la mecanización, la automatización, la robotización y, más recientemente, la inteligencia artificial promueven la exclusión del componente trabajo. Pero esto que podría ser una buena noticia (liberación de tareas alienantes) opera, en realidad, como una expulsión de la mayoría de la humanidad (la que trabaja) que pasa a ser población “sobrante”.
La planificación estatal ya no es percibida como una política deseable para lograr sociedades justas. Las que planifican estratégicamente para controlar sus respectivas posiciones oligopólicas son las megacorporaciones. En este contexto, el dilema para el campo político que sigue persiguiendo un proyecto de emancipación es delinear cómo serían una ciencia y una tecnología que no estuviesen subordinadas al proceso de mercantilización.
Wittstein y Campal cerraban su artículo de manera categórica: “Una cosa sí debe ser clara para nosotros siempre: la integración deberá conducir necesariamente hacia un desarrollo auténtico y no dependiente en lo económico y social, político y cultural, técnico y científico. Porque ya es tiempo, tras cuatro siglos de injusticias y postergaciones, de que dejemos de ser un mero objeto de la historia y nos convirtamos en participantes activos del común proyecto latinoamericano”. Tras la crítica (necesaria) a la idea de desarrollo, y en una Latinoamérica que está muy lejos de discutir un proyecto común, la claridad que proclamaban los hermanos orientales ya no nos ilumina. Nos toca ahora descubrir qué gestos son necesarios para consolidar un proyecto alternativo que integre al 70% de los productores del Mercosur, cuyas unidades agrícolas proveen el alimento que consumimos día a día. Cada vez más actores sociales y políticos plantean que la soberanía alimentaria solo puede lograrse a partir de la agroecología. Quizá no sean tiempos de grandes utopías redentoras pero, para evitar que la profecía de los colapsólogos se concrete, necesitamos orientar los esfuerzos colectivos hacia la construcción de un modelo productivo que sea capaz de enfrentar las sirénicas voces de la hegemonía tecnocrática. | |
Sin imaginarlo, el artículo desmenuzaba proféticamente dinámicas centrales que siguen operando en ese territorio supranacional bautizado por Syngenta la “República de la Soja”, en alusión a las potencias agrícolas del Mercosur. Veinte años después, el proceso de sojización avanzó de manera arrasadora en esta geografía.
En las últimas cuatro décadas, se registró un proceso de deforestación sobre más del 20% de los bosques nativos. Por un lado, el reemplazo de bosques, arbustales y pastizales naturales por cultivos produjo excedentes hídricos que resultaron en la formación de “neo-humedales. A su vez, la deforestación resultó en un incremento de las emisiones de carbono causantes del cambio climático.
Las innovaciones tecnológicas que han sido incorporadas en los últimos diez años incrementaron exponencialmente los patrones de dependencia hacia las corporaciones transnacionales, al punto de plantear un triple jaqueo a la soberanía: ya no solo alimentaria y tecnológica, sino también político-ideológica.
Ellos arriesgaban una hipótesis que hoy resulta anacrónica: proponían “un pequeño salto de audacia gubernamental para concebir al propio Estado como propietario de la tierra, apoyándose en asalariados seguros de su fuente de trabajo y conscientes del papel histórico a cumplir”.
