leer a Mariátegui en el siglo XXI

“El fenómeno reaccionario debe ser considerado y analizado ahí donde se manifiesta en toda su potencia, ahí donde señala la decadencia de una democracia antes vigorosa”, escribió Juan Carlos Mariátegui en 1925. Casi cien años después, las escrituras del peruano a quien se llamó el “primer marxista de América” todavía tienen algo para decirnos.
¿Qué es leer? La pregunta a primera vista no presenta misterios. La lectura aparece definida como la actividad cognitiva que permite decodificar un sistema establecido de signos. Pero la filosofía, tradicionalmente, y la historia y la sociología del libro y la lectura, en tiempo más reciente, han brindado a ese interrogante respuestas más complejas. Leer, bajo esas miradas, deja de ser una práctica autoevidente. Incluso más: al abrigo de distintos contextos históricos y tradiciones culturales, la lectura de un autor puede incluir también su no-lectura.
El peruano José Carlos Mariátegui vivió entre 1894 y 1930, un lapso de poco más de 35 años que le alcanzó para encumbrarse como una de las figuras más destacadas de la historia del pensamiento latinoamericano. Su nombre se asocia de inmediato a ingredientes claves de la trayectoria de las izquierdas del continente, como el marxismo y el indigenismo. Menos recordadas son otras facetas de su historia, como su imbricación con las vanguardias estéticas, desde las artes plásticas a la literatura y el cine, o sus retratos de los intelectuales y las formaciones políticas de derecha radical emergentes en su tiempo. Pero a pesar del aura que aún hoy rodea a su silueta, Mariátegui es un autor más evocado que conocido, más imaginado que efectivamente leído. Y aún cuando seguramente lo mismo pueda decirse de otros muchos escritores y ensayistas, en su caso algunas razones acentúan ese sesgo, desde las dificultades que entrañan sus textos fragmentarios y habitados por una multitud de referencias provenientes de su época, a la existencia cristalizada de un conjunto de lugares comunes a los que se lo enlaza casi en forma automática.
Al embarcarme en los últimos años en la elaboración de dos antologías de textos de Mariátegui (Antología, editada por Siglo XXI en 2020, y Aventura y revolución mundial. Escritos alrededor del viaje, que vio la luz a fines del año pasado en la “Serie Viajeros/Viajeras” que dirige Alejandra Laera en el Fondo de Cultura Económica), me propuse en primer lugar instar a su lectura directa. En su sentido más evidente, una antología no es sino una invitación al descubrimiento (o al redescubrimiento) de un autor, sea en sus textos más canónicos como en sus zonas menos frecuentadas. Un interés inicial de esos volúmenes radicó por tanto en poner a disposición los propios materiales de Mariátegui, a modo de contribución a su efectivo conocimiento. Pero una segunda y más decisiva pretensión tuvo que ver con la revisión de las imágenes sedimentadas del intelectual peruano, y con la proposición de una nueva clave de lectura de sus escritos y de su praxis político-cultural.
Esa clave pretende no solo una oxigenación historiográfica de Mariátegui, sino que supone su relevancia para pensar los dilemas del mundo actual. Su “Biología del fascismo”, por ejemplo, nos muestra un espíritu curioso por captar las novedades del movimiento liderado por Mussolini (de cuyo ascenso fue testigo en Italia), con una sensibilidad etnográfica que hoy resulta fecunda para adentrarse en el fenómeno contemporáneo de las nuevas derechas; su ánimo vanguardista nos habla de modos de entender las relaciones entre arte y política que hoy también pueden resultar inspiradores; y su marxismo culturalista nos recuerda la importancia de partir de un análisis de clase encauzado desde el peso de los imaginarios culturales que intervienen en la configuración de lo social. Pero atravesando todas esas dimensiones de su praxis, y otras que pueden añadirse, Mariátegui exhibe una posición de enunciación singularmente importante para la hora actual: la que testimonia que América Latina puede y debe participar de la conversación global sobre la crisis civilizatoria en curso.
coyunturas interpretativas
Esa urgencia de Mariátegui por inmiscuirse en los debates civilizatorios no ha sido suficientemente destacada. La historia de los “usos” de su legado es una historia disputada. En el Perú, el gran historiador Alberto Flores Galindo escribió alguna vez que el autor de los Siete ensayos solía ser utilizado como “megáfono” de los posicionamientos de las distintas tendencias de izquierda. Una reconstrucción completa y pormenorizada de esos empleos y lecturas es una tarea en buena medida pendiente, que acaso alguien acometa conforme nos aproximemos al centenario de su muerte. Pero, en términos generales, una ojeada retrospectiva permite destacar dos coyunturas interpretativas que asociaron a Mariátegui a cuestiones de relieve en el debate político-intelectual del continente.
En primer término, a fines de los años 1970, José María “Pancho” Aricó promovió una lectura que ubicó a Mariátegui como la figura excluyente, incluso el creador, de un campo que desde entonces se asocia invariablemente a ambos nombres (al del socialista peruano, pero también al de Aricó): el marxismo latinoamericano. No es que con anterioridad no se hubiera destacado ya la originalidad de la intervención mariateguiana dentro de la tradición marxista. Pero fue a partir de la operación vehiculizada por el intelectual cordobés -y rubricada en uno de sus célebres Cuadernos de Pasado y Presente- que esa formulación recibió sanción. Aricó no estuvo solo en esa empresa: lo acompañó una pléyade de investigadores destacados, entre los que se contaban el francés Robert Paris, el italiano Antonio Melis, los argentinos Oscar Terán y José Sazbón, y los peruanos Carlos Franco y Alberto Flores Galindo, entre otros. Todos ellos confluyeron en 1980 en un coloquio que con el tiempo adquirió retroactivamente una estatura cada vez mayor, organizado por Aricó en la Universidad Nacional de Sinaloa de la ciudad de Culiacán (México).
La “generación de Sinaloa”, como pasó luego a ser referida, se adentró en vetas de la trayectoria de Mariátegui hasta entonces poco conocidas o abordadas sin sofisticación, como sus años de juventud como cronista urbano en Lima, el influjo del viaje a Europa y sobre todo a Italia que emprende entre 1919 y 1923, las tensiones entre su prisma clasista y materialista y su impronta idealista-soreliana (deudora de Georges Sorel), o sus discrepancias con el APRA y con la ortodoxia comunista sobre el final de su vida. Pero la preocupación mayor a la que apuntaba la propia noción de marxismo latinoamericano era la de la articulación entre socialismo y nación. Al dirigir la mirada a los textos mariateguianos destinados a escrutar aspectos de la realidad peruana, la perspectiva de Aricó y algunos de sus compañeros de camada buscó destacar el empeño creativo de Mariátegui a la hora de captar rasgos específicos de la estructura de clases y las configuraciones sociales y culturales del continente, pensadas en clave nacional.
La atención a las referencias peruanas de la ensayística mariateguiana condujo a esa generación a atender las tematizaciones de la cuestión indígena. Oscar Terán, por ejemplo, escribió algunas páginas luminosas al respecto. Pero el Mariátegui indigenista cristalizó acabadamente en una estación posterior, ligada al quinto centenario de la llegada española a América de 1992, y alimentada luego, ya en el nuevo milenio, por el ciclo de gobiernos progresistas de la región. También aquí hay que decir que la lente en la temática indígena de los escritos de Mariátegui no era ciertamente nueva; pero esta segunda imagen que quiero destacar cobró espesor en el clima neoindigenista que se robusteció hace dos décadas, y halló una vía de expansión en distintas versiones en numerosos estudios y puntualizaciones.
Ambas lecturas, la que ubicaba a Mariátegui como fundador y protagonista decisivo del marxismo latinoamericano, y la que le adjudicaba retroactivamente un lugar de emblema de las corrientes indigenistas, fueron en su tiempo enormemente productivas, y constituyen eslabones ineludibles de la trayectoria de las ideas emancipatorias en América Latina. A su vez, su potencia no se agotó en las coyunturas que les dieron origen. Por caso, recientemente la muestra “Redes de vanguardia. Amauta y América Latina”, que curada por las investigadoras Natalia Majluf y Beverly Adams recorrió el Museo Reina Sofía de Madrid, el Museo del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, el Museo de Arte de Lima y el Blanton Museum of Art de Austin, Texas, echó nueva luz sobre el indigenismo de Mariátegui, enfocado como un imaginario textual pero sobre todo visual que reverberó en las páginas de su revista Amauta como vía de experimentación estético-política ligada inextricablemente a las vanguardias.
pensar la crisis desde el margen
No obstante, tal como se dieron en algunas de sus modulaciones, esas dos perspectivas pueden también ser objeto de inspecciones críticas. Por empezar, puede argüirse que no le hacen justicia a la totalidad de escritos de Mariátegui, y que dejan sin considerar múltiples facetas de su profusa y variopinta obra ensayística. Pero además, desde otro ángulo han restringido y “provincializado” el análisis sobre el alcance de las intervenciones del propio Mariátegui. Tal lo que ocurre ejemplarmente con la fórmula “marxismo latinoamericano”, que en ese anclaje en un marco meramente continental recorta de modo arbitrario el contexto más vasto en el que el peruano reelaboraba un marxismo culturalista y radicalmente subjetivista, en paralelo a tentativas análogas como las de Antonio Gramsci o Walter Benjamin. Una muestra incontrastable del terreno más amplio en el que Mariátegui busca introducirse es la saga de ensayos que titula “Defensa del marxismo”, en la que, desde esa esquina excentrada de la escena de entreguerras que era la Lima de la década de 1920, compone una respuesta sin equivalente en el mundo a un resonante ensayo liquidacionista de la doctrina de Marx del socialdemócrata belga Henri de Man (el peruano bosqueja allí, por ejemplo, una de las primeras miradas sobre las afinidades recíprocas entre marxismo y freudismo). De modo similar, ubicadas en la pluralidad de expresiones indigenistas de su época, las de Mariátegui, tramadas en una clave moderna y de clase, adquieren ribetes polémicos hacia las exaltaciones puras de lo autóctono. No en vano el indigenista cusqueño Luis Eduardo Valcárcel recordaría, al evocarlo en el momento de su muerte, que de acuerdo a la concepción mariateguiana “solo se redimiría al indio incorporándolo a la causa del proletariado universal”.
En definitiva, habiendo a su turno subrayado asuntos de gran relevancia en Mariátegui -la puesta en juego del método y las categorías del marxismo para sopesar circunstancias nacionales particulares, y la recuperación estético-política del potencial cultural indígena sumergido y despreciado por el clasismo y el racismo imperantes-, ambos enfoques extravían la mirada en relación a un aspecto en el que el peruano fue también excepcional en el concierto latinoamericano: su inusual capacidad para pensar el mundo desde el margen. Precisamente, una lectura contemporánea de Mariátegui -y esa es la tentativa de las antologías que tuve a mi cargo- puede proponerse una reparación de ese desbalance interpretativo. No solo porque una efectiva consideración del conjunto de sus escritos (como los dedicados al surrealismo y las vanguardias, a la escena política de los países de Europa del Este o de la India de Gandhi y Tagore, o a la literatura de tema bélico en la primera posguerra, por citar apenas tres de sus innumerables canteras) podrá detectar las clausuras implicadas en las imágenes habituales que se tienen de Mariátegui. También por una razón de mayor importancia que nos habla de su actual trascendencia.
Habiendo desarrollado lo central de su actuación en la década de 1920, justo a la salida de esa Primera Guerra Mundial que representó el eclipse catastrófico del largo ciclo de ascenso del mundo burgués que hundía sus raíces en el siglo XIX, Mariátegui orientó el conjunto de su praxis como una respuesta a la crisis civilizatoria que entonces latía ante sus ojos. Esa crisis mayúscula, que se propuso indagar en la multiplicidad de sus manifestaciones contemporáneas -estéticas, filosóficas, políticas-, tenía como contracara, desde el acontecimiento representado por el triunfo bolchevique de 1917, el despliegue de una revolución irremisiblemente mundial a cuyo interior ubicó su accionar. Mariátegui hace suya esa perspectiva en su estancia en Europa, y al regresar a Lima en 1923 se propone de inmediato comunicarla a un público de obreros y estudiantes en las conferencias tituladas “Historia de la crisis mundial” que dictó en la Universidad Popular (recogidas luego de su muerte por sus hijos en un volumen que lleva ese nombre). Poco después, publica su primer libro La escena contemporánea, presentado en el prólogo como “un ensayo de interpretación de esta época y sus tormentosos problemas”. Busca elucidar allí cuestiones de impacto global tales como la naturaleza del fascismo, el desfondamiento de la democracia liberal, el “despertar del Oriente”, o el renacimiento cultural judío. Y es como correlato de esa hermenéutica de la crisis y de la revolución que busca reunir en su revista Amauta, que empieza a editar en 1926, a núcleos de jóvenes intelectuales y obreros capaces de sintonizar con las reclamaciones de esa hora del mundo. También sus indagaciones sobre la realidad peruana, que encuentran su principal concreción en sus Siete ensayos, surgen del imperativo por cartografiar históricamente las estructuras de dominación, pero también las fuerzas sociales y culturales de renovación, con las que debía contarse para apuntalar un proyecto socialista revolucionario en múltiples escalas. De la mano del surrealismo y de un marxismo de acentos místicos, Mariátegui seguía procesando y dando respuestas a los nuevos capítulos del drama contemporáneo mundial hasta que la muerte lo sorprendió en 1930.
Esa vida vibrante, y los textos que prohijó en su curso, nos hablan entonces de una voluntad indoblegable por asumir como propios cada uno de los movimientos que hacían crujir el mapa de la modernidad. En el ensamble entre internacionalismo y cosmopolitismo socialista que lo llevó a tamizar críticamente cada episodio de la política y la cultura global de su tiempo, Mariátegui mostró que desde el margen latinoamericano era posible desarrollar algunas de las contribuciones más originales para la tramitación del escenario de crisis civilizatoria al que asistía. Y es ese gesto el que, a un siglo de distancia, comporta una gran actualidad para nuestro presente.
También nosotros vivimos un tiempo de crisis civilizatoria, de guerra, necropolítica, cambio climático, y distintas formas sistémicas de desigualdad y violencia. La reciente pandemia del covid-19 no hizo sino ratificar ese estado de convulsión mundial. Pero a diferencia del tiempo de Mariátegui, la crisis contemporánea no tiene como contracara nada que se parezca a un horizonte de futuro como el que prometía la revolución (por eso el aún esperanzado “socialismo o barbarie” de Rosa Luxemburgo, de 1915, ha transmutado en el tanto más sombrío dictum de Noam Chomsky: “internacionalismo o extinción”). Desde América Latina, los signos de la crisis han tendido a ser confrontados apenas en sus efectos locales, y han sido escasas las contribuciones originales a pensar sus orígenes sistémicos y las posibles respuestas concertadas a la escala global que reclama la situación. El gesto de Mariátegui, no obstante, tiene filiaciones en activistas y movimientos sociales. No en vano las configuraciones más potentes del feminismo y el ambientalismo nacidos en el continente, sorteando las inequidades de centros y periferias, han proyectado su fuerza y sus ideas internacionalmente. En esas expresiones, como quería el socialista peruano, América Latina no es estetización del margen ni celebración de la diferencia cultural, sino espacio de creación de respuestas a los distintos rostros de la crisis planetaria.
