Ucrania, una guerra no santa

Justo cuando el planeta comenzaba a desperezarse luego de dos años de la peor pesadilla sanitaria que recordemos, las grandes potencias globales nos deleitan con una conflagración bélica en plena Europa. A la desvergonzada refriega por las vacunas, siguió el choque militar entre Rusia y la OTAN, mientras el trasfondo que gobierna la época es una guerra económica sin límites ni fronteras. Geopolítica del desengaño en el siglo donde no hay nada que esperar.
A las seis de la mañana del 24 de febrero del 2022, hora de Moscú, Vladimir Putin anunció una “operación militar especial” en Ucrania. En ese instante, millones de personas alrededor del mundo quedamos estupefactos ante las pantallas, sorprendidos por el inicio de una invasión masiva que el aparato de inteligencia de los Estados Unidos anticipó, pero en la que nadie había creído. La guerra desatada en plena Europa es el acontecimiento geopolítico más importante desde el desmoronamiento del campo socialista entre 1989 y 1991, porque está en juego una nueva configuración sistémica de las relaciones de fuerzas a nivel planetario. Las imágenes que siguieron mostraron un conflicto bélico en su presentación clásica, ahora con el aporte clave de las redes sociales: bombardeos a ciudades, víctimas civiles, avances de tanques y convoyes, sirenas antiaéreas y escaramuzas nocturnas, Chernobyl otra vez, mapas digitales que mostraban en tiempo real las líneas de penetración rusas en territorio ucraniano, millones de personas desplazadas. Una ofensiva militar “sin planes de ocupación”, con el objetivo de “desnazificar y desmilitarizar” Ucrania, según la definición de Putin.
Con el correr de los días, un miedo atávico comenzó a ubicarse en primer plano: la inquietante sensación de que nunca antes habíamos estado tan cerca de un enfrentamiento nuclear, ni siquiera cuando en 1962 la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) colocó misiles en la isla de Cuba, a escasas 90 millas de los Estados Unidos.
Escribimos este artículo sobre el cierre de la edición, cuando acaban de cumplirse tres semanas de hostilidades y las negociaciones continúan empantanadas. La evidente superioridad militar del Kremlin no se plasmó en una victoria fulminante y el avance de las tropas rusas se ralentizó, alimentando las esperanzas de un contragolpe exitoso por parte de Ucrania con el apoyo armamentístico de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Sin embargo, Washington y sus aliados no han franqueado la línea roja que impide su involucramiento en el terreno de batalla, lo cual permite que la primacía rusa se mantenga en el teatro de operaciones.
Carece de toda seriedad hacer predicciones sobre el posible desenlace bélico, porque realmente cualquier cosa puede pasar. Al viejo principio militar de que “no hay plan que resista el inicio del fuego”, se suma el contexto de indeterminación geopolítica en el que nos movemos. Lo seguro es que nada volverá a ser como antes.
por qué ahora
¿Por qué Rusia decidió invadir a Ucrania justo ahora? Durante la primera semana del conflicto, esa fue la pregunta del millón. Los principales medios occidentales respondieron rápido y furioso: Putin es un psicópata. Más allá de la banalidad del argumento, lo cierto es que la lid simbólica se inclinó a favor del bando agredido, con el presidente y actor ucraniano Volodímir Oleksándrovich Zelenski como portavoz de la resistencia. Con el correr de los días fueron emergiendo otras capas de historicidad que pusieron en evidencia una trama más compleja, según la cual también la OTAN sería responsable directa de la crisis bélica por su pretensión de subsumir a Ucrania en el bando comandado por Estados Unidos. Una sistemática ofensiva de cerco y asedio desplegada desde 1991 generó en el Kremlin la convicción de que Rusia estaba perdiendo el control sobre su propia seguridad nacional y que el ingreso del país vecino a la alianza militar atlantista –emulando a Estonia y Letonia que se incorporaron en 2004– significaría una capitulación irreversible.
La tensión provocada por el acorralamiento sobre Rusia no es nueva, sino que comenzó a manifestarse a los tiros luego del derrocamiento en 2014 de Víktor Yanukóvich, presidente ucraniano cercano a Moscú. Con el plebiscito que motivó la anexión de Crimea. Y, sobre todo, con la aparición de dos Repúblicas Populares en la región del Donbass, que comenzaron a exigir su independencia apoyadas por el Kremlin, pero no fueron reconocidas por los sucesivos gobiernos centrales de Kiev. Los combates entre el ejército ucraniano y las milicias independentistas dejaron un saldo de 14.000 muertos durante los últimos ocho años. Según esta perspectiva, el oso ruso se vio obligado a reaccionar antes de que fuera demasiado tarde; pero el titiritero que maneja los hilos opera a distancia desde la Casa Blanca.
Otra interpretación, no necesariamente contradictoria con la anterior, asegura que la decisión de Putin está respaldada por una serie de cálculos estratégicos fríamente premeditados. El primero de ellos, la certeza de que Estados Unidos y Europa no podrían evitar la maniobra militar rusa, lo cual pone blanco sobre negro la actual relación de fuerzas global: Occidente sigue siendo el actor dominante, pero ya no en condiciones de unilateralidad. En segundo lugar, Putin estaría catalizando un cambio de época que ya se verifica lenta pero inexorablemente en el plano económico, donde China ha tomado el mando. La propia Rusia ganó influencia y poder internacional desde 2015, cuando intervino militarmente en Siria en acuerdo con el gobierno de Bashar Al-Ásad, respaldó a la administración venezolana de Nicolás Maduro en momentos críticos como 2019, ingresó al terreno libio, y desplegó el negocio de la venta de armas desde Turquía hasta Irán, con un éxito particular en materia misilística.
La respuesta al interrogante propuesto quizás esté en Pekín, cuyas señales durante la crisis bélica no fueron unívocas, aunque tendieron a inclinarse a favor del aliado ruso. La reunión celebrada entre los presidentes de ambas potencias el 4 de febrero, apenas veinte días antes de la invasión, es un indicio. Fue la primera cumbre bilateral sostenida de manera presencial por Xi Jinping, luego de dos años de pandemia. Al finalizar el cónclave, Jinping y Putin exigieron un sonoro stop a la expansión de la OTAN en la región de Asia-Pacífico. Muy difícil que la “operación militar especial” haya tomado por sorpresa a China. No es tan seguro que la beneficie.
lo que vendrá
La principal represalia de los países aliados de Ucrania fue económica: un arsenal de sanciones que están sumiendo a Rusia en un nivel de aislamiento de efectos insospechados. Impulsadas por Estados Unidos y, luego de una inicial resistencia, aceptadas con resignación por Europa, tales reprimendas pueden convertirse en un boomerang mortífero para Occidente. En primer lugar porque impactan de manera negativa en la recuperación que se insinuaba tras la caída en los índices de crecimiento y el incremento de la desigualdad que dejó la gestión corporativa de la crisis sanitaria. También porque fortalecen la propensión inflacionaria que acompaña a dicha reactivación, al provocar el aumento de precios en productos claves como la energía y los alimentos. Pero hay una puja fundamental de naturaleza geopolítica que está librándose en este preciso momento en el plano financiero. Junto a la disputa sobre la seguridad de los estados y el diseño de las fronteras nacionales, se desarrolla una confrontación en torno a la hegemonía del dólar como patrón y gendarme de los flujos económicos globales. O podría formularse de otra manera: mientras las tropas rusas y ucranianas se tirotean a mansalva, dejando un tendal de víctimas civiles, las potencias están jugando su propio partido de TEG que definirá la nueva repartición colonial en los mercados planetarios.
La expulsión de los principales bancos rusos del sistema de telecomunicaciones financieras (SWIFT) y la neutralización de una porción de las reservas en divisas alojadas en su Banco Central ponen sobre la mesa un interrogante estratégico clave. ¿Pueden las potencias emergentes desplegar aquí y ahora un dispositivo de sobrevivencia monetaria capaz de repeler la capacidad de disciplinamiento y destrucción de los Estados Unidos? ¿O se equivocó Putin al anticipar una contienda que China preparaba pacientemente, condenando a Rusia a una humillación similar a la que padeció en 1991?
La amenaza vertida por el Consejero de Seguridad Nacional del presidente norteamericano, Jake Sullivan, en la reunión que sostuvo durante siete horas el 21 de marzo con el experimentado diplomático chino, Yang Jiechi, es hasta hoy el punto de máxima intensidad en la conflagración: “China enfrentará consecuencias severas si ayuda a Rusia a evadir las sanciones occidentales”, intimó Sullivan. Para algunos, se trata de la estocada letal que puede definir la guerra: si Washington logra neutralizar a Pekín, luego de subordinar completamente a Europa, la derrota de Moscú estaría sellada. Para otros, la decisión de crear un sistema financiero y monetario internacional independiente ya estaría tomada, como lo decidieron los países de la Unión Económica Euroasiática (Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Rusia) y la República Popular China en la cumbre celebrada el 11 de marzo último. Por lo tanto, las admoniciones de la Casa Blanca a Xi Jinping le estarían resbalando.
nada que esperar
Aunque decisiva desde el punto de vista geopolítico, la primera guerra europea del siglo XXI tiene un significado histórico nítidamente regresivo. En el largo discurso pronunciado el lunes 21 de febrero, el presidente Putin puso en dudas la existencia misma de la estatalidad ucraniana, atribuyéndole a Lenin y al federalismo soviético que se impuso luego de la revolución socialista de 1917, la responsabilidad por la deriva contemporánea de Ucrania. Mas allá de su legítimo derecho a la autodefensa contra Occidente, la “operación militar especial” del Kremlin se viste con los ropajes ideológicos de la resurrección del imperialismo ruso, y se desata contra una nación más débil, con fatídicas consecuencias para el pueblo ucraniano.
No es del todo raro entonces que la audaz iniciativa de Putin haya merecido la simpatía de los más importantes líderes de la ultraderecha global, comenzando por el estadounidense Donald Trump y el brasileño Jair Bolsonaro. Al tiempo que cualquier posibilidad de una postura no alineada influyente, capaz de desatar un grito mundial por la paz, parece abortar por la fuerza simbólica de la campaña antirrusa y los renovados bríos de la vieja cantinela de la libertad contra el autoritarismo.
Aún peor: entre los efectos estructurales que arrojará la guerra, se cuentan el cajoneo de algunas propuestas progresistas que desafían al capitalismo contemporáneo, como el Green New Deal, gracias a la voracidad por los combustibles fósiles y la energía nuclear en un contexto de escasez políticamente fabricada, o el relanzamiento de la industria bélica y la carrera armamentista, incluso en países que lo tenían vedado como Alemania. Tal y como sucedió con la pandemia, la época está signada por una disputa entre élites que se reparten el poder de expoliar al mundo, sumiendo a la humanidad en la precariedad y el agotamiento.
Y, sin embargo, vivimos tiempos excepcionales, en los que nada parece predestinado. Quizás, entre los márgenes, haya una posibilidad para la osadía.
