el abrazo del fondo

Luego de casi dos años de negociaciones secretas, el gobierno argentino llegó a un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional que regirá la economía argentina hasta 2034. Ni bien fue presentado al Congreso para su aprobación, al filo de la navaja del default, se desató un intenso debate sobre su conveniencia y viabilidad. En este artículo podés leer el análisis crítico de un plan económico que maduró tarde y amenaza con pudrirse bien temprano.

Del mismo modo que la palabra “protocolo” se coló en nuestro vocabulario cotidiano a caballo de la pandemia, la que promete ponerse de moda en la prensa durante los próximos meses es una que circulaba mucho en los años previos al estallido popular de 2001: “waiver”. El término se traduce como dispensa, exención o perdón y es lo que vota el directorio del Fondo Monetario para no considerar caídos los programas económicos que apadrina en países como la Argentina cuando no se cumplen las metas pactadas para la obtención o refinanciación de un préstamo. Si los compromisos del Acuerdo de Facilidades Extendidas (EFF, por su sigla en inglés) al que decidió abrazarse Alberto Fernández tras la derrota en las elecciones ya eran incompatibles con la continuidad de la recuperación local antes de la guerra, la invasión de Rusia a Ucrania las convirtió directamente en quiméricas.

El pacto que cerró el Gobierno con los burócratas de Kristalina Georgieva somete sus próximos pasos, que serán decisivos para las décadas por venir, a un recetario pensado para el mundo previo a la vertiginosa reconfiguración global del capitalismo y al choque entre potencias que tiene lugar en el Mar Negro. Es un plan económico que nació muerto, que en pocos meses va a necesitar ser emparchado y que lejos de tranquilizar la economía la va a someter a nuevas inestabilidades. Con dos dificultades adicionales: que esos parches los administra exclusivamente Estados Unidos, una de las dos potencias lanzadas a la guerra, y que Argentina los va a precisar justo cuando empieza a redibujarse el mapa geopolítico de la región, donde Washington procura dividir para reinar y donde la reconstrucción de un polo de poder autónomo todavía aparece muy difusa.

El principal obstáculo que enfrenta el programa es también el mayor problema de la economía, contra el que tanto el gobierno como el FMI se confiesan entrelíneas estructuralmente impotentes: la inflación. El plan contenido en el Memorándum de Políticas Económicas y Financieras (MPEF) apenas se propone reducirla tres puntos en 2022 (de 50,9% a un máximo de 48%) y cinco puntos adicionales por año desde 2023. Un objetivo tan poco ambicioso que parece una bandera blanca ante un régimen inflacionario que saltó de la zona del 25%-30% durante el último kirchnerismo al escalón del 50%-55% con Mauricio Macri y que no da señales de apaciguarse. Pero, al mismo tiempo, ese humilde ideal peca de excesivamente optimista en plena disparada global de las commodities, gatillado primero por el desacople pospandemia entre oferta y demanda y después por la guerra en Europa del Este.

La paradoja radica en que el programa necesita que la inflación se mantenga alta y estable. Si se espiralizara hacia arriba, la dinámica sería socialmente explosiva.

Si subiera un escalón más, como prevén las consultoras de la city (el Relevamiento de Expectativas del Banco Central marcó en febrero un 55% para todo 2022), el plan podría mantenerse a flote aunque con nuevos aumentos de la pobreza y la desigualdad. Es decir, incumpliendo su principal promesa a la sociedad. Pero si el Gobierno lograra devolverla a un escalón inferior, no ya el de 2010-2015 sino a uno entre 35% y 40%, por ejemplo, volarían por el aire las metas fiscales y monetarias consensuadas. Las primeras porque casi dos tercios del gasto público se ajustan según la inflación pasada, mientras la recaudación de impuestos sigue a la inflación del momento (por IVA, Ingresos Brutos, impuesto a los combustibles y al cheque, entre otros). Las segundas, porque la carestía haría menos atractivos los bonos en pesos a los que el Palacio de Hacienda apostó todo su financiamiento. Para seguir seduciendo a los prestamistas de moneda nacional habría que subir más las tasas de interés, lo cual es alimento para una segunda ronda de inflación de costos.

frío, frío

El segundo problema es si, como planteó Martín Guzmán en su conferencia del 5 de enero ante gobernadores, el ajuste fiscal que exige el Fondo ahogará este año el repunte de la actividad que mostró 2021. Para evaluarlo vale la pena contrastar las declaraciones que ese día realizó el ministro con las vertidas dos meses después, cuando defendió el pacto ante la Comisión de Presupuesto y Hacienda de Diputados. En enero dijo que “el sendero fiscal es el punto en el que no hay acuerdo” y aclaró que “la diferencia entre lo que propone el FMI y lo que planteamos desde el gobierno argentino consiste en diferenciar un programa que con alta probabilidad detendría la recuperación económica que la Argentina está viviendo”. Precisó que su objetivo era alcanzar el déficit cero recién en 2027 y que el Fondo quería que fuera antes. Finalmente, el acuerdo proyectó para 2022 un déficit fiscal de 2,5% del PBI, para 2023 un 1,9%, para 2024 un 0,9% y para 2025 el equilibrio.

Es un recorte audaz si se tiene en cuenta que el déficit de 2021 –del 3% del PBI– incluía los ingresos del Aporte Solidario y Extraordinario de las Grandes Fortunas –equivalentes a un 0,6% del Producto Bruto–, que este año no estarán. Tampoco debe soslayarse que buena parte del ajuste se hizo “a cuenta” durante 2021, con podas sensibles en términos reales de las partidas destinadas a salarios estatales, jubilaciones y obra pública. Finalmente, el gasto que el Gobierno se proponía reducir más decididamente –los subsidios a la energía– promete volver a crecer en 2022 aun a pesar del aumento de tarifas del 42% que se aplicará al grueso de los usuarios de gas y luz. Es por cómo la guerra disparó el precio del gas licuado, que la Argentina importa en barcos en invierno y que ya vale ocho veces lo que costaba el invierno pasado.

Si bien tanto Guzmán como su mano derecha en las negociaciones, Sergio Chodos, aseguran que la reducción del déficit convivirá con un “moderado incremento del gasto”, el truco está en que la comparación se hace excluyendo el gasto extraordinario por Covid, tal como figura en el Memorándum Técnico de Entendimiento (MTE). Eso incluye a las vacunas, a los préstamos para Pymes subsidiados por el Fondep y el Fogar, a los subsidios salariales del Repro II y al programa Pre-viaje, entre otros. Es un gasto que rondó el 1% del PBI y que no va a eliminarse totalmente en 2022, entre otras razones por la necesidad de sostener el plan de vacunación.

¿Será acaso la supersoja la que otra vez salga al rescate del populismo, como simplifican los eternos defensores del ajuste? Difícilmente. Aun cuando el Gobierno avance con aumentos de retenciones que se imponen en un contexto como el actual para un país con alta inflación que exporta lo que come (o lo que compite por la tierra con lo que se come), los embarques de la campaña en curso ya están casi todos registrados y por ende las retenciones que pagarán están congeladas en los valores previos. Los productores de trigo, por caso, ya anticiparon Declaraciones Juradas de Venta al Exterior (DJVE) por 13,8 millones de toneladas para este año. Todo el saldo exportable.

Según un detallado análisis que difundió el Centro de Investigación y Formación de la República Argentina (CIFRA), que funciona bajo el paraguas de la CTA, la única forma de alcanzar esa reducción del déficit sin incurrir en un ajuste severo del gasto es que la recaudación aumente en términos reales un 0,8% del PBI. Es una performance que solo se alcanzó a caballo del crecimiento a tasas chinas de 2003 y 2004 y luego se registró fugazmente en 2012, por arrastre del bombeo electoral de 2011. El año pasado, con su fortísimo rebote tras el desplome de 2020, la recaudación aumentó un 0,6% del PBI.

Los negociadores admiten que, en 2026, el programa con el FMI deberá ser renegociado como ocurrió con 20 de los 22 acuerdos firmados hasta ahora desde 1956.

Respecto del crecimiento en sí, el acuerdo con el FMI no oculta nada. Apunta abiertamente a enfriar la economía, tal como le exigían Anoop Singh y Anne Krueger a Néstor Kirchner y Roberto Lavagna en 2005. Por eso proyecta, para 2024, un crecimiento de entre el 2,5 % y el 3% y se propone que el producto “converja a un crecimiento potencial en torno a 1,75% – 2,25% a mediano plazo”. Dado que Fernández también aceptó fijar ese crecimiento anual como tope a la recuperación real de los salarios del Estado, las consecuencias del acuerdo van a ser muy tangibles para miles de empleados públicos que ya vieron recortados sus ingresos en un 30% desde 2017.

Hay otro punto débil, más vertebral, que emerge del carácter bimonetario de la economía. Otro de los compromisos que asume el Gobierno en el MPEF es “mantener el tipo de cambio real efectivo en 2022, en general, invariable con respecto a los niveles de 2021”. Es decir, que el dólar oficial acompañará a la inflación. En un país donde los precios se mueven al compás del valor de la divisa, el riesgo es que el perro se muerda la cola –como cuando Macri lo dejó escapar de 18 pesos a casi 60. Ahora con un piso mucho más alto, claro.

Tampoco habría que perder de vista el efecto psicológico de la nominalidad. Si se indexa el dólar de ese modo (para que el Banco Central acumule reservas y en algún momento el Fondo recupere lo que le prestó a Macri), el oficial valdría 150 pesos a fines de este año y 225 a fines del próximo. Es una cuenta conservadora pero aún así, suponiendo que la brecha se estabiliza, el Frente de Todos llegaría a las elecciones con un dólar paralelo en torno a los 400.

el menos peor

La encerrona política del gobierno empezó a gestarse en diciembre de 2019, cuando se definió la hoja de ruta de la renegociación de la deuda. Guzmán y Fernández eligieron como aliado al Fondo contra los acreedores privados y empezaron por estos últimos, con quienes el resultado fue muy inferior a la propuesta al inicio. La quita nominal total fue de 27,4% para la deuda bajo ley extranjera y de solo el 7,5% para la de ley nacional. Después Kristalina cobró caro su “apoyo” y se negó tanto a extender plazos como a recortar intereses, incluso los severos punitorios que había aceptado Macri. No todo podía preverse: en el medio, para peor, la búlgara sufrió un golpe palaciego de los halcones demócratas que había logrado desplazar al asumir, y volvieron con nuevos bríos al Tesoro de la mano de Joe Biden y Janet Yellen.

El perfil de vencimientos que surge de aquella renegociación de 2020 y del pacto de 2022 con el FMI muestra con nitidez la pared con la que Argentina se va a chocar en 2026, cuando empiezan a amontonarse. Durante todo el sexenio entre 2027 y 2032, por caso, los vencimientos en moneda extranjera superan los 20.000 millones de dólares anuales. Los negociadores admiten que, en ese momento, el programa deberá ser renegociado como ocurrió con 20 de los 22 acuerdos firmados hasta ahora desde 1956. La experiencia, no obstante, indica que el mercado financiero adelanta esas inestabilidades. También muestra que, en cada revisión trimestral, las condiciones iniciales se endurecen.

Incluso, aunque se tomara por bueno el argumento de firmar para “comprar tiempo”, no queda claro por qué la tan mentada correlación de fuerzas mejoraría de acá a dos o tres años para que la renegociación resulte menos asfixiante. Si la idea es insistir con la ilegalidad y la ilegitimidad de la deuda contraída por Macri, como parece sugerir Fernández cuando dice que seguirá adelante con la querella penal que tramita ante la jueza María Eugenia Capuchetti, firmar ahora este acuerdo no ayuda. En dos años, el Fondo podrá decir con razón que las dos fuerzas principales avalaron el crédito que tomó el fallido expresidente y que el Congreso lo refrendó con amplia mayoría en ambas cámaras.

Un sector del oficialismo acuerdista apuesta a un boom exportador que acarree las divisas suficientes para pagarle al Fondo, al menos los primeros años, y acumular las suficientes reservas como para pisar más firme en la renegociación ulterior. Puede ocurrir, pero los dueños del capital exigen condiciones cada vez más favorables para repatriar divisas y potenciar esos complejos exportadores que, además, enfrentan crecientes desafíos por la crisis climática y la resistencia de la población a los emprendimientos extractivos que afectan sus condiciones de vida. Un ejemplo es la Ley Agroindustrial, pliego de condiciones que la cadena granaria puso sobre el escritorio de los Fernández apenas asumieron y que el FMI avala, con reducción gradual de retenciones. Otro es la Ley de Economía del Conocimiento, que concedió importantes exenciones impositivas a un sector que genera muchas más divisas que aquellas que liquida en el país. ¿Qué diferencia hay entre apostar a reducir la desigualdad con iniciativas como esas y suscribir la teoría “del derrame” de los años noventa?

Otros fondomonetaristas con la nariz tapada fantasean con que una nueva ola de progresismos latinoamericanos (Boric en Chile, Lula en Brasil, Petro en Colombia) ayude al país a torcerle el brazo al Tío Sam. Suena candoroso. En todo caso es Washington el que elige a quién descongelar y a quién no en función de sus preferencias geopolíticas, como hizo con Nicolás Maduro a menos de diez días de iniciada la guerra con la Rusia de Vladimir Putin. Es evidente que Argentina, por su complementariedad con la economía china y su influencia simbólica sobre el resto de la región, es una plaza donde a Estados Unidos le interesa particularmente mantener su influencia blindada.

La decisión que está tomando el Frente de Todos equivale a un salto al vacío. Lo que promocionan como un antídoto contra catástrofes que nadie define con demasiada precisión no va a apaciguar, descomprimir ni tranquilizar el horizonte mediato de la vida económica argentina

En un contexto tan incierto como el que se abrió con la guerra en Ucrania, donde una economía como Rusia (la undécima del planeta) se arriesga a ver evaporarse un 25% de su PBI y retroceder veinte años en su historia, donde los países más ricos del planeta están reformulando en semanas las cadenas de producción y distribución de mercancías que construyeron a lo largo de décadas, la decisión que está tomando el Frente de Todos equivale a un salto al vacío. Lo que promocionan como un antídoto contra catástrofes que nadie define con demasiada precisión no va a apaciguar, descomprimir ni tranquilizar el horizonte mediato de la vida económica argentina. Y, lo que es peor, tampoco garantiza la paz en lo inmediato.

Un acuerdo nacional sobre qué producir, cómo hacerlo y cómo repartir sus frutos sí podría estabilizar –con tiempo– el barco que Macri dejó tambaleándose y a la deriva. Pero a esta altura parece tarea para otro ciclo político que surja de las cenizas del bipartidismo muerto en 2001, luego reemplazado por otras dos narrativas –el kirchnerismo y el macrismo– que, veinte años después, ya no pueden ocultar su desgaste. En todo caso, el futuro se va a escribir en las calles. La resistencia contra el ajuste recién empieza.