un cadáver exquisito
Sobre “Pundonor”, la obra de Andrea Garrote, codirigida con Rafael Spregelburd, que hace una autopsia de los lenguajes del 2001.
Vigilar y Castigar, ni a burlarse de la golpeada casta académico-docente de las humanidades. Pérez Espinosa funciona más bien como una posesa que no puede dejar de “ser hablada” por los efectos sociales de la epistemología posestructuralista. Con este último término me refiero a una “formación discursiva” —concedamos eso— que viene siendo sacralizada desde hace más de treinta años en las universidades públicas del mundo y, hay que decirlo, con especial y obstinada vehemencia en las argentinas. Claudia es un síntoma de la burocratización de la teoría. Esta médium deforme y golpeada, tierna, graciosa, lúcida y por eso un poco loca, cuya construcción está a medio camino entre el homenaje y el ajuste de cuentas, se nos presenta como una entidad verdadera, o al menos dueña de esa particular versión de la verdad que solo el buen arte puede ofrecer.
Hablar de buen arte, sin embargo, suele ser aburrido. Pundonor nos permite preguntarnos además sobre la relación entre las formaciones discursivas —vamos sin comillas— que habilitaron cierta ebullición social en diciembre de 2001 y los sujetos sociales que las distribuyeron. Creo que la circulación, lectura y reflexión sobre ciertos autores foráneos —Foucault y su pandilla— contribuyeron a que una serie de acontecimientos culturales, políticos e institucionales se compusieran en una interpretación compartida, destituyente e instituyente a la vez. 2001 fue eso. La idea, entonces, es que Pundonor no sería tan solo una obra de teatro más donde la clase media argentina se mira el ombligo entre la autocrítica, la risa y el llanto, sino que además puede ser leída como una investigación sobre el estado actual de ciertas narrativas que fueron potentes en diciembre de 2001 y ya no lo son.
¿Pero cuáles fueron los efectos de esta epistemología posestructuralista, tan blanca y de clase media que duele, en 2001? Primero, voy a decir que la relación entre las vanguardias artísticas —y es bastante claro que la teoría asumió el lugar de las vanguardias artísticas más o menos desde la crisis del petróleo— y los movimientos culturales y políticos es opaca. Casi nunca, y mucho menos en América Latina, las supuestas correas de transmisión entre los laboratorios de pensamiento de las universidades y la sociedad funcionaron de manera transparente. Por eso no estoy diciendo que el posestructuralismo habilitó ni produjo el diciembre de 2001. Al contrario, presumo una hipótesis mucho más modesta: la primacía de la teoría francesa en las facultades de humanidades argentinas fue uno de los ingredientes que habilitó una lectura del zapatismo chiapaneco en clave local que, en sincronía con el deterioro del modelo económico propuesto por la modernización neoliberal, permitió que ciertos repertorios de acción política relativamente novedosos —los cortes piqueteros en Salta— fueran apropiados por clases medias urbanas defraudadas en sus expectativas de ascenso social.
No hubiera habido 2001 sin los piquetes de Tartagal y General Mosconi, pero tampoco sin la forma en que se encaró la lucha contra los recortes a la educación pública del recientemente electo diputado Ricardo López Murphy en su escueta función como ministro de Economía del gobierno de Fernando De La Rúa. Estuve ahí, en las manifestaciones y asambleas subsiguientes, apenas días después de la caída de las torres, y el clima era de guerra: hermoso y letal. Estuve ahí con Claudia Pérez Espinosa. Estuvimos ahí, juntos por el cambio. Decíamos: piquete y cacerola, la lucha es una sola. John Holloway y Horacio González y el Colectivo Situaciones con el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de Solano tomando mate en Roca Negra, el subcomandante Marcos y el Perro Santillán unidos por la acción pastoral de la iglesia católica y Gilles Deleuze.
Quizás aquel clima hermoso y letal se respire hoy en alguno de los encuentros del grupúsculo de Milei, el Kurt Cobain haitiano que nos tocó en suerte, como el hijo que vuelve a la vida en Cementerio de Animales. Quizás 2001 flamee junto al vértigo de esas sienes púberes y angustiadas que añoran convertir al país que odian en un gueto estructurado en torno a los principios más o menos ideológicos que comparten con cualquier especulador financiero promedio de Nueva Inglaterra. O quizás aquel clima no se respire ya en ningún lado. Nota al pie: puedo estar seguro —porque también estuve ahí— de que el aire de la marea verde era otro, quizás mejor —lo dudo— pero completamente distinto. No hay continuidad entre la marea verde y 2001. Solo ruptura.
Claudia Pérez Espinosa, doctora en Sociología, especializada en Foucault, celebró el helicóptero blanco y padeció el aluvión amarillo que aquel helicóptero llevaba en su bodega. En la obra de Garrote, Claudia dice que le hubiera gustado ser militante, y es obvio que lo fue—más allá de la incomprensión de estos menesteres por parte de la gente de teatro (GdT). Mucha gente como Claudia Pérez Espinosa se asomó a la meso-militancia en 2001, y de una forma u otra, desde la universidad o desde las cenas entre amigos con ceviche peruano y proyectos PICT, nunca la dejó. Militó por esa promesa en la cual lo instituyente, el posestructuralismo y la capacidad de veto de la sociedad civil al neoliberalismo, eran posibles. Migró del “piquete y cacerola, la lucha es una sola” al “Despegar.com y AUH, la ayuda es una sola”, o de las asambleas barriales a las asambleas de empleados estatales, pero jamás dejó de militar. Su (nuestra) banda sonora emocional fueron, son y serán Los Redondos. Y siempre estaremos un poco de regreso a Octubre (o mejor dicho a diciembre).
Acaso aterida por el frío creciente del poder adquisitivo de su salario, justo antes del gobierno de los científicos —un pizarrón al principio de la obra resalta que estamos en 2018—, cierta mañana Claudia fue a dar clase en bombacha sin darse cuenta. El video de un alumno millennial se viralizó y la teoría foucaultiana sobre los locos invadió su vida cotidiana. Pundonor es el alegato final de Claudia antes de que la libertad avance sobre ella en forma definitiva. Claudia es una Marianne zombie en la versión 2001 de la pintura de Delacroix: la esquizofrenia guiando el caceroleo.
Con el inmenso logro de que sus silencios puedan llegar a ser más expresivos que sus palabras, Garrote elabora un soliloquio que, hablado por nuestra querida y vanguardista pedagogía de la bondad, nos dice: los Gente De 2001 perdimos. Perdimos y no fue culpa exclusiva de los demás. Diciembre todavía vive, pero 2001 fue hermoso y está muerto. No fue una etapa de crisis ni de caos. No solamente. Fue también una etapa de potencia que pudo reordenar los ejes de lo pensable. Hoy, veinte años más tarde, su herencia luce desquiciada y sin herramientas para modificar la realidad, una efeméride cada vez más presa de sus gestos.
Claudia lo grita sin decirlo y todavía más fuerte que Foucault: los lenguajes no se renuevan con lenguaje.
