La madre de todos los metamedios. La clave para hacer sujeto no la encontraremos en el concepto de ego, sino en otro pasaje de la literatura psicoanalítica. Es el que se refiere al Gran Otro: la autoridad radicalmente exterior ante la cual solo somos el interrogado, el examinado sudoroso. Aquella cuyo criterio no puede ser ignorado. En la tratadística el ejemplo principal es la madre, y le siguen otras figuras del poder extenso: Dios, o el Estado, o el Nombre-Del-Padre. Todas ellas han quedado subsumidas en lo que muestra el casco de Hoshide: la trama mediática. No se trata de una carcasa sin contenido: a través de ella se transmiten los criterios que nombran al sujeto, confiriéndole atributos, esbozando su perfil. Criterios: voces, rumores, habladurías, objeciones. Y, sobre todo, críticas.
“Me critican”. “Me calumnian.” “Difunden ideas falsas sobre mí”. Este es el acto de autoconsciencia con que se define el individuo digital. ¡Qué teatro, amigos! ¡Qué tragedia! Cual Orestes perseguido por las Erinias, atribulado, voces venidas de ninguna parte le llaman y le atormentan. En vano sus amigos le preguntarán, como hacía el sensato corifeo,
-Pero, ¿qué visiones te agitan, hombre?
Él siempre responderá: -Vosotros no las veis; yo sí las veo.
Orestíada, Trolíada. ¡Ay del tuitero que no tenga Erinias! La clarividencia acerca de sí se define como hiperconsciencia social, hipersensibilidad emocional, susceptibilidad acendrada. ¿Es usted lo bastante susceptible? Radar ultrasensible, el internauta rastrea las redes buscando signos de desaprobación o burla, o se expone –“heme aquí, criticadme”- en perfiles y formatos que, concebidos, se supone, para las expansiones del yo, son en realidad la bancada de los acusados, el patíbulo, el blanco. Ni siquiera quienes son populares en la red pueden renunciar a esa certidumbre, ellos menos que nadie. En este sentido, el formato digital por excelencia no es Facebook ni Twitter. Tampoco las modalidades de archivo que exponen, en secuencias infinitas, la post-foto.
La madre de todos los metamedios fue Formspring. Al someterse, por voluntad propia, al formato interrogativo –al abrir el espacio para la Pregunta, más admonitoria que curiosa, más fiscal que apreciativa- el sujeto digital se construye como subalterno del Gran Otro. Las voces que pronuncian capciosas preguntas desde cada confín de la red, como en el interrogatorio al replicante, quedan unificadas en un solo personaje, el que todo lo sabe y cuestiona. Un personaje colectivo y espectral que es, en un triple movimiento, invocado, agregado e inventado.
-¡Oiga, usted!
Para describir los actos de interpelación Althusser imaginaba una escena en que una autoridad, como el policía, abordaba al individuo y, en el acto de llamada, lo instituía como subalterno. Pero ese drama situacional presuponía un sujeto autosuficiente que no deseaba ser importunado, mucho menos cuestionado. No parece ser esta la circunstancia del régimen digital, donde el @sujeto pide a gritos que le interpelen, lo suplica -¡tróleame, por compasión!-, imagina a los internautas como si fuesen la pasma, va desarrollando un retrato en marcha de sí, a partir de las preguntas del día. En Formspring el sujeto se pone en cuestión, se va a vivir al examen:
-¡Cuestióname, Gran Otro!
El que Formspring, después de tres años de vuelo, cerrara en 2013 para transformarse en Spring.me, un archivo fantasmal, implica que el formato quedó obsoleto, pero no porque el procedimiento que vehiculaba dejara de ser interesante sino, precisamente, porque murió de éxito. El procedimiento interrogativo, demasiado relevante como para quedar restringido a un único medio, ya se había ido extendiendo a los demás formatos, formspringeándolos, incorporando a cada perfil un cuestionario augustiniano, fiscal, aduanero, inquisitivo, Melitón, poli bueno y Kinder Malo, de Metroscopia o del CIS, convirtiéndose, al cabo, en el acto comunicativo fundamental de la red. Idéntico destino el de Fotolog, que desapareció como formato acotado cuando la subjetivación en forma de feed autofotográfico triunfó como práctica omnipresente. En la red el éxito causa más bajas que el fracaso.
El Sujeto rapea. Ningún género musical representa tan bien esta techné de la subjetividad como el rap, cuyo procedimiento expresivo más característico es la apología compulsiva del MC. Enfática y confrontacional, involuntariamente cómica, aun en sus más logradas versiones, con su sabrosa mezcla de excusatio non petita, execración de adversarios, abogacía de periferias y orgullo barrial. En su salmodia vindicativa el rapero va replicando, punto por punto, a las habladurías de los maledicentes, de los críticos musicales desafectos, de “la prensa” (¿qué sería del letrismo musical sin esa entidad abstracta?) y, al hacerlo, se entroniza en el conflicto con el Gran Otro. El rasgo más importante de la canción es que la respuesta a las críticas es anterior a su formulación pública. Lo comprobamos cada vez que se edita un single de debut donde el MC enumera objeciones que, hasta ese momento, solo habían sido expresadas en el rincón de un garito o en las periferias remotas de la red. O ni siquiera se habían formulado, porque el Gran Otro debe ser descrito, explicado y construido, describiendo a los adversarios aislados como si militaran en un ejército enemigo –inventando, a voz en cuello, la milicia rival. Solo así podrá el sujeto aparecer, en todo su esplendor, tenso en el combate, radiante de respuestas, herido por la maledicencia pero salvado por la rima, alzado en el fragor de la disputa, Mucho Mu:
-Y algo me dice que la batalla va a ser fiera.
¡Mucho Sujeto! El Sujeto rapea: repite, rima a rima, un acto fallido de autoafirmación, halla en la cadencia el sonido de la subjetividad. En el estudio de sonido, con ayuda del productor, o autoproduciéndose, selecciona, combina, y ecualiza el coro de voces erinias que conforman el Gran Otro. No es de extrañar, así, que el más destacado de los emsís actuales haya proclamado, en un disco reciente, que es Pablo de Tarso redivivo.
-¡Acabáramos! ¿Y también me dirá que eso no es narcisismo?
-Pues sí, porque en un género donde la autorrepresentación es decididamente mesiánica presentarse como un simple apóstol es un signo de modestia.
Lejos de la épica tontaina del rock, fuera de la burbuja aislacionista de la electrónica, el rap ha popularizado un modo de aparecer que todos los otros códigos expresivos han imitado. Lo vemos a diario, en versiones menos enfáticas, y estéticamente más pobres, en cualquier entrevista, en cada rifirrafe entre el tuitero y sus Erinias –hoy llamadas trols, anónimos o haters-, en las esticomitias analfabetas de los foros y en cada turno de debate zascandil, debate gore, ahora, en el Ágora a gorrazos de la red.
El narcisismo sin yo. Si el rapero pone en escena el modelo actual del individuo hiperexpresivo inventado en el Romanticismo, su contrafigura habrá de ser un creador impersonal. ¿Es ello posible? Lo es: ese oxímoron lo creó la corriente que conocemos como conceptual. Como poética antirromántica, el conceptualismo sustituye el placer retiniano por el examen de las condiciones en que la obra es producida y recibida. Esta premisa hace necesaria una impersonalidad estratégica y una notoria distancia intelectual hacia los afectos, «huyendo», como señalaron Cabello y Carceller, «de la imagen abufonada del artista».
De ahí proyectos como los siguientes: a) Una instalación que incluye todos los billetes de transporte público utilizados por el artista desde su llegada a la ciudad de acogida, junto con un descriptor que documenta los viajes. b) Un plano de la red de autobuses modificado por la autora y presentado en forma de cuadro, mostrando aquellas estaciones que ha visitado al menos una vez. c) Un libro donde el artista ha recopilado listas de tareas que ha ido acumulando en su labor de gestor administrativo, decorándolas con dibujos preparatorios para obras venideras. d) Un vídeo documenta la rutina de viaje del creador, quien, una vez al mes, toma un autobús para ir a visitar a unos familiares (otra vez el título de transporte, el documento oficial).
La experiencia personal ha sido des-subjetivizada, representada como un anónimo devenir en una red viaria o laboral que nada sabe del artista y no espera nada de él. Los canales de la confidencia siguen presentes, pero han sido vaciados de contenido. Los casos así descritos son individuales, pero el individuo ha saltado fuera de la personalidad para erigirse en sociólogo de sí. El nivel de confidencia se ha reducido a cero. Las estructuras del narcisismo permanecen intactas, pero ya no contienen un yo: éste ha desaparecido, disipado, en la deriva reglada de los cuerpos y capitales. Así es como el artista se da la mano con su antónimo: el normópata. El inquilino gris de la gran rutina, dimisionario de la intimidad, rendido y puntual ante los designios del Gran Otro. No obstante, aun en el páramo pervive un resto de la corriente confidencial, no ya en el tema sino en el medio. En el contexto de la galería de arte la descripción de lo rutinario deja de ser anodina para convertirse en confesión:
-Yo, artista, confieso que padezco de afección normótica.
Es propio del normópata tomar conciencia de su patología… cuando ya es demasiado tarde. Es un tema central en el cuento literario moderno, así el Ivan Ilich tolstoiano o el Mr. Sinico joyceano. Ambas narraciones terminan con una lamentatio, a buenas horas , por el tiempo perdido, por la ocasión romántica que pudo ser pero no. En el arte de la normopatía no hay tragedia, y la epifanía es triste, elemental: he aquí la confidencia de mi falta de confidencias.
