1. Existió una época, hoy ya lejana, en que los escritores escribían en papel, a mano o a máquina, y los originales circulaban por manos interesadas o displicentes, se perdían y eran encontrados en lugares insólitos, o desaparecían para siempre. “Escribo para perder”, solía decir Ricardo Zelarayán, que compartía con Fogwill -de una manera más radical- la obsesión por la lengua como centro de su oficio. A la inmaterialidad del lenguaje, se oponía entonces la materialidad del papel impreso o escrito, su único soporte posible. Memoria romana y otros relatos inéditos de Fogwill está compuesto por diez relatos y el diario que da título al volumen. El libro difícilmente gane nuevos lectores para su autor, pero quienes ya hayan transitado las páginas de Los pichiciegos, Vivir afuera o Los libros de la guerra, encontrarán un material valioso para iluminar la figura y la obra de un escritor que trabajó sin descanso bajo una premisa que, a pesar del terreno común, luce contradictoria con la de Zelarayán: “escribo para no ser escrito”, que podría ser traducida como “escribo para ganar”.
2. El solo hecho de que este libro se haya publicado habla, sin dudas, de un escritor victorioso, al menos en lo que respecta a la memoria de lectores y editores (el único terreno, quizás, en el cual se puede hablar de algún tipo de victoria literaria). Memoria romana incluye un apéndice con los facsimilares de algunos manuscritos, además de una sección de notas donde se explica el origen de esos originales. Resulta acertada la elección de Elvio Gandolfo como prologuista, a quien a su vez Fogwill había elegido para la misma tarea en sus Cuentos completos, que Alfaguara publicó por primera vez antes de su muerte. Estos textos a veces inconclusos, un poco desprolijos, reabren una obra que parecía cerrada. Como en sus mejores cuentos, también en estos, Fogwill es un gran autor de comienzos. La trama de “Tierra de nadie”, un breve relato escrito -como casi todos los que componen este volumen- en algún momento entre 1974 y 1979, es el desarrollo hasta el paroxismo de una primera frase virtuosa: “Cadrick era escocés, y le temía al ruido de la luna”. Algo similar ocurre en “Las arenas de entonces”, uno de los dos relatos más recientes, fechado después de 2002: “La palabra mar, las historias del mar, y marzo con la amargura de sus atardeceres amarilleando como para anunciar que otro verano se termina, todo junto lo devuelve al recuerdo de aquellas vacaciones de los primos con la prima Luciana”. “Todo tendiendo al equilibrio”, uno de los cuentos más logrados, probablemente una reescritura de “El sur” de Borges, contiene por lo menos un párrafo memorable, que a su vez parece una declaración de principios: “Aprendía entonces que una manera de morir, si se la escoge desde el principio y se la trabaja consecuentemente, es una meta loable. También supo que el dolor aplicado con franqueza y en forma definitiva puede ser vivido como un goce. Esperó ese dolor como quien espera que se asiente la espuma de su cerveza en un pub”. Otros experimentos suenan más deslucidos o ingenuos, como “El sueño de Nicolás”, que no agrega mucho al remanido tema de la bomba atómica (“¿Cómo podían actuar así? ¿Cómo podían ser tan hijos de puta?”), o el más hermético “Crónica de una relación antisocial entre Ariadne y Silvanne, snobs creídas francesas de la calle Seaberg de Buenos Aires”. El libro concluye con “Memoria romana”, el ya citado diario, escrito en paralelo a Los pichiciegos.
3. En el prólogo, Gandolfo cuenta que a Fogwill le gustaba recibir cierto tipo de elogios. Al leer este libro, es inevitable preguntarse si esa era la razón por la cual hacía circular estos textos entre sus conocidos, tal vez para nunca recuperarlos. Si la sustancia que lo enorgullecía en su escritura, siguiendo al propio Gandolfo, era la cadencia del lenguaje, ese oído para captar cierta musicalidad del habla, no habría una enorme diferencia entre estos relatos y sus novelas, sus artículos o los cuentos que él mismo incluyó en sus Cuentos completos. Da la impresión de que su escritura gana espesor cuando se apropia de temas en los que encuentra una arista no suficientemente hablada: Malvinas, el aborto, la marginalidad. Cuando no los encuentra, más allá de su virtuosismo en el manejo del lenguaje, Fogwill transmite sopor, como un perro que se muerde la cola. Pero ese fracaso, leído desde hoy, tiene un efecto oxigenador para la obra de un escritor que, de tan celebrado y elogiado, corre el riesgo de la zombificación. Responde a la pregunta: ¿cómo era cuando no afinaba la puntería? Algo así puede apreciarse en “Un cambio de orgánico”, el otro relato posterior a 2002, que fue escrito -a diferencia de los restantes- en un procesador de textos. Ahí, Fogwill interviene en su propia escritura. Hacia el fi nal, escribe: “Para ocupar el tiempo cargué este relato en la pantalla. Quería corregirlo, pero salvo un plural y una errata no pude modificar nada”.
