1. Toda reedición implica una anacronía y una suerte de experimento borgeano: el de comprobar qué dice y cómo funciona una obra literaria fuera de su contexto, la repetición de ciertos temas en el espíritu de la época y la comprobación de que el contexto es, a veces, nada más que eso, y que los problemas que plantea una novela están más cerca de la sensibilidad del autor o de sus razones biográficas.
Sea como sea, la reedición de Enero, de Sara Gallardo, es una buena noticia. Editorial Fiordo, que ya había publicado Pantalones azules, decide rescatar ahora la primera novela de una autora que, al igual que otras, tuvo varios vaivenes en la historia de la cultura argentina.
En principio la podemos pensar en el grupo de Señoras Mayores de la Nación, al cual también pertenecen Marta Lynch, Beatriz Guido, Silvina Bullrich, cuyas trayectorias naturalmente difieren, pero confluyen en un punto: su pertenencia a la aristocracia argentina. Sara era descendiente de Mitre, nieta de Angel Gallardo: el azul de su sangre no estaba en duda. Un segundo momento la encuentra olvidada y relegada, siempre injustamente, por una suerte de venganza, producto del giro político hacia cuestiones de izquierda más bien latinoamericana. En el tercero es rescatada: por Piglia, por Abelardo Castillo, por Leopoldo Brizuela, por María Teresa Andruetto. Y con razón, ya que su obra es extraña, profunda, hermosa y sigue resonando, incluso a pesar de la anacronía reeditada, en grandes libros como Eisejuaz (fácilmente ubicable a la altura de Zama: el monólogo delirante de un aborigen, que debe su eficacia al extrañamiento del lenguaje) o El país del humo, serie de cuentos que también es una novela y, como su nombre lo indica, la historia de un país o de sus símbolos.
2. ¿Se escribe dentro o fuera de la clase social? ¿Hay marcas de clase en lo que producimos, marcas reales? La literatura de Gallardo suele operar con dos procedimientos contrapuestos: el campo argentino como teatro de operaciones, narrado con un lenguaje poético y por momentos casi indescifrable. En ese contraste surge su especificidad y su eficacia, a la vez.
No es raro que el campo sea el escenario preferido: la elección de apartarse de las ciudades, de lo nuevo, de lo actual; la búsqueda de lo originario, de la naturaleza como terreno todavía indómito, de lo que el torrente central de la cultura argentina relega al olvido, es una operación política. Pero donde Lugones exaltaba el campo como modelo, atento a un discurso patriótico triunfalista, donde Martín Fierro es el héroe nacional, Gallardo encuentra la repetición de esquemas de poder, o de micropoderes.
El lugar de la mujer, por ejemplo, que es el tema central de Enero, oscilando entre la vieja dicotomía de virgen o puta, es muy claro. Nefer, la protagonista adolescente, está enamorada de su cuñado, se descubre embarazada, planea un aborto que le es negado y termina repitiendo el esquema de su hermana y su madre: el matrimonio como el único destino posible.
Pero Nefer está lejos de ser una heroína: no tiene pensamientos nobles ni grandes actos morales. En su caso, y a partir de un punto de vista muy íntimo, casi un largo discurso indirecto libre, la lupa está puesta más bien en la diferencia entre el deseo y la realidad, el choque del idealismo del individuo con la áspera verdad que le servía a Lukács para definir la novela. Aunque el final, su casamiento con el carnicero del pueblo, implique su aceptación del mundo tal como es (incorregible), no dejará de ser, lo intuimos, la pequeña punk encerrada en sus pensamientos, que vuela por encima del fango en el que los otros personajes se revuelcan con alegría. “Frases de bosta, son. Frases de nada”, dice en un momento. Nefer es una existencialista y no lo sabe.
Pero Nefer está lejos de ser una heroína: no tiene pensamientos nobles ni grandes actos morales. En su caso, y a partir de un punto de vista muy íntimo, casi un largo discurso indirecto libre, la lupa está puesta más bien en la diferencia entre el deseo y la realidad, el choque del idealismo del individuo con la áspera verdad que le servía a Lukács para definir la novela. Aunque el final, su casamiento con el carnicero del pueblo, implique su aceptación del mundo tal como es (incorregible), no dejará de ser, lo intuimos, la pequeña punk encerrada en sus pensamientos, que vuela por encima del fango en el que los otros personajes se revuelcan con alegría. “Frases de bosta, son. Frases de nada”, dice en un momento. Nefer es una existencialista y no lo sabe.
3. Gallardo crea una pequeña fábula aleccionadora acerca de qué significa, en esa época y en cualquiera, ser adolescente y ser mujer. No es casual que lo haga con esos personajes: gente pobre de campo a la que debe haber conocido en su condición de patrona, retratada sin paternalismo pero tampoco privada de las expresiones propias de esa clase, el “hablar mal”. Quizás Gallardo veía ahí, o quería que vieran ahí, cierta condición inofensiva. Quizás elegía a pobres del campo como personajes porque retratar a su clase la hubiera metido en problemas. Quizás en el fondo estaba retratando su clase, y a sí misma, en la pequeña Nefer asqueada por el mundo.
Leída en los últimos cincuenta (se publicó en el 58), Enero presagiaba ciertos debates de los años sesenta en torno al feminismo. Leída hoy, es una prueba de que los temas nunca se cierran, de que los problemas siguen siendo ásperos, de que los reclamos de las mujeres por su liberación tienen una larga data y fueron muy advertidos por Gallardo, más allá del corset de su clase.
