las marcas eternas

Al compás de futbolistas, músicos y mediáticos, la piel se convirtió en un espacio público en el que se perpetúan hijos, padres, clubes, bandas, íconos, mascotas. Tatuarse es un intento desesperado por fijar algo mientras todo fluye y se vaporiza. Radiografía de una industria que graba los cuerpos mudos hasta hacerlos hablar.

Ayer nomás signo de rebeldía, hoy el tatuaje es el uniforme-multiforme del cuerpo normal semiotizado. Cada vez más los cuerpos limpios se ven acorralados por una creciente mayoría para la que resultan conservadores; los no-tatuados pasaron a ser raros, vestigios de dermis social sin signo que quedan en la ciudad mediatizada.

Pregunto en Flores por casas de tatuajes: “está lleno, caminá que vas a encontrar una al lado de la otra”, me dicen y así es. Desde la vereda se ve una grande al fondo de la galería Z; atiende su dueño, Gustavo: “En una época no hace mucho yo manejaba un taxi, y había gente que abría la puerta, me veía el brazo –todo tatuado– y se bajaba. Ahora creo que están tatuados nueve de cada diez”.

El cuerpo devino espacio en blanco aprovechable (incluso espacio en blanco impugnable, pensando en los tatuajes de blackout como se hizo Messi en la pierna o la hija de Tinelli en el cuello). Quizá porque la expresividad orgánica del cuerpo es compleja de decodificar, el tatuaje expresa algo en un código homologado universal de comunicación inmediata. Visitando tatuerías vi una chica que se hizo sendos moñitos en la contracara de los muslos, sobre los isquiotibiales, como si sus piernas fueran un regalo; pintó moñito. O un chico que en la cara se hizo estrellitas, un pajarito y un besito en un pómulo; pintó besito para siempre. “La mitad de la gente se tatúa sin pensar que es para siempre, lo viven como algo efímero. Y después tenés pila tapándose un tatuaje con otro; la mitad de los tatuajes que hacemos son para tapar otro”, cuenta Gustavo, que ya no tatúa, porque le dio tendinitis (“tengo dos tatuadores, son monotributistas, se quedan con el 50%”).

Esta particular industria, cuyos productos escapan al horizonte general de la obsolescencia programada (podés taparte un tatuaje con otro, pero casi nadie se elimina un tatuaje con láser: es carísimo y toma mucho tiempo), explotó en los últimos años. Varios tatuadores entrevistados comparten la impresión de que el punto de quiebre fue Tinelli (“lamentablemente es así”). El flujo de tatuajes tiene como referencias a los Estados Unidos, donde ya en 2014 era el sexto negocio minorista de mayor crecimiento, también Brasil (“nos falta mucho para tener la cultura del tatuaje que tienen ellos”), y, como vertiente estética clave, al lejano Oriente (“lo que se usa mucho ahora es la estética oriental; para hacer una manga o media manga por ejemplo, va el dibujo que elija la persona y el fondo casi siempre es con estilo oriental”). Según algunos, la crisis pega: “Se labura un cuarenta por ciento menos. Si hasta el del kiosco hoy me dijo que la gente carga menos la SUBE”. Otros, en cambio (como una casa de tatuajes mucho más coqueta y cara, de Monte Grande), dicen que “al ser algo que dura para toda la vida, la gente intenta no resignarlo”.

tattoo&pop

Hay una historia larga y ancha de los tatuajes en la humanidad. Un hombre prehistórico, momificado hace más de cinco mil años, hallado en 1991 en los Alpes, tenía más de cincuenta tatuajes. Se cree que el término tiene raíz etimológica en lenguas polinesias. En el medioevo occidental la Iglesia los prohibió, excepto a los cruzados porque servía para identificar cadáveres. Como ocurrió con nuestro Santiago Maldonado. El Brujo era un ejemplo de quienes siguen ejerciendo el tatuaje como oficio de una vida rebelde, inscribiendo en el cuerpo imágenes que surgen de imaginaciones propias de esa disidencia, lejos de todo catálogo importado.

“Cuando empecé, no era ni una moda ni un gusto. Se tatuaban los heavy, los punks, gente que había estado presa (muchos querían taparse escrachos tatuados en la cárcel), gente más bardo. Era difícil el rubro porque tenías una sociedad en contra”, dice Marcelo, el tatuador más antiguo de Monte Grande. Gente del metal pesado, presos, sectas de motoqueros o el tradicional marinero con el ancla, el tatuaje era signo de haber cruzado las fronteras de la corporalidad burguesa. La marca de una experiencia, que distinguía a los cuerpos que andaban por la ciudad pero se habían atrevido y/o estaban dispuestos a exceder los límites de su codificación; a los que estaban adentro pero eran marginales, a quienes iban más allá del vínculo urbanita con el dolor. Cuerpos, en definitiva, que no se dejaban domeñar así nomás.

En nuestro siglo lo que era orgullo marginal, o excéntrico, pasó a formar parte del código mayoritario; el tatuaje muestra que estás acá. Ahora se usan cremas anestésicas. “Vale unos quinientos pesos la crema necesaria para tatuarte rosas en el cuello, una sesión de cuatro horas, no sentís nada”, me aclaran. En CABA, hay unos mil locales con tatuadores, según calcula el emprendedor en el rubro Diego Staropoli, dueño de Mandinga Tattoo, quizá la casa más famosa, y fundador de la exposición TatooShow, que este año realizó en La Rural su decimocuarta edición, con más de cuarenta mil personas.

Marcelo tiene un cartel en su tatuería que dice anticaretas: “Se puso de moda el tatuaje y eso es bueno, porque la gente se hace más cosas, pero se convirtió también en un comercio. Toda esa onda de ponerse gorrita visera y saludar (hace cuernitos y dice man), el rubro se vendió; por ejemplo, Mandinga Tattoo. O el programa de tele Ink Masters (reality show protagonizado por tatuadores que compiten entre sí), toda una farsa, una farsa; igual lo vi entero, era entretenido. Para mí el tatuaje es un arte, no una pose cool. Pero antes había menos ideas y herramientas, ahora se valora más”, dice mientras le dibuja un delicado Elvis Presley en la cara interna del antebrazo, axila y hombro a una chica de unos treinta años, a quien acompaña su novio, un tipo fornido cuyo grueso brazo izquierdo está cubierto totalmente con el dibujo de una “cota de malla”, ese entramado metálico flexible de las armaduras antiguas.

Los reallity de tatuajes estadounidenses, desde Miami Ink en 2005, fueron un boom, y quizá la bisagra del cambio de estatuto del tatuaje a nivel mundial; de artistas under pasaron a proyectarse como celebridades (muchos lo logran precisamente por ser los artistas elegidos por las pieles de celebridades mayores, como sucedió acá con Mariano Antonio, tatuador de Maradona, Fantino, Calamaro, Tini Stoessel, Aníbal Fernández). En parte, el tatuaje acompañó al rock en su desplazamiento de la contracultura a la mercantilización; rockeros, futbolistas, y “mediáticos” fueron los actores sociales que propulsaron la masificación de esta práctica.

“El quiebre en Argentina habrá sido hace diez o doce años. Yo puse este local en el 98 y era el único en Monte Grande; en el 2000 ya había otros dos, y para 2004 o 2005 ya había cinco locales y otras diez personas que tatuaban en sus casas. Ahora es incontable”, cuenta Marcelo, el único de los muchos consultados para esta nota que no ubica a Tinelli como bisagra: “Yo creo que fue Jowi Campobassi la que un poco ayudó a que mucha gente, sobre todo mujeres que les gustaban los tatuajes pero no se animaban, se hicieran. Al verla a ella, periodista y en Telefé… Ahora le hago tatuajes a todo el mundo, todas las edades, gente de guita, gente de laburo, tengo clientas que venden ropa en la calle, dueños de locales, hasta policías vienen. Yo calculo que de la gente, digamos, entre 16 y 50 años, el 60 o 70 % tiene tatuajes”.

carnear el flujo

«Sí, tengo a mis hijos acá, mirá. Mis hijos para siempre. Tengo otro que sí me arrepiento pero ya está, me acostumbré… Estaba un poco loca y pensaba que era amor eterno». Jennifer camina La Paternal trabajando como recicladora. Tiene las palabras Ramón, Luz y Estefanía en los brazos. No se diría que son eminentemente decorativos. Del que se arrepiente no me lo muestra pero entiendo que habla de un antiguo macho. “También tengo al Gauchito acá”, y se levanta el pantalón; lo tiene en el gemelo. “Ese fue el primero a conciencia que me hice, para acordarme de cuánto le agradezco”.

El tatuaje era signo de haber cruzado las fronteras de la corporalidad burguesa.

Los nombres de los hijos están entre los mayores hits de los tatuajes actuales, y muestran una de sus funciones: inscribir una atadura para siempre. La implicación, la marca, debe escribirse en la carne, quizá por la evanescencia y variabilidad del material simbólico. Podría pensarse que las implicaciones profundas no requieren rotulación cutánea, pero quizá lo visible del tatuaje sirva para resistir a la deriva de superfluidad que se cierne como destino amenazante para las vidas. En el posfordismo, la movilidad -o celularidad- como norma, hace que ya nadie tenga estructuralmente testigos de largo plazo de su vida, dice Richard Sennet. Cada época establece sus criterios prácticos de existencia, y en el régimen de existencia conectivo, inscribir una atadura en la piel es una forma de garantizarse conectado con algo.

También los padres son motivo repetido, con caras o nombres que dan historicidad familiar en medio de la temporalidad del instante intrascendente (“el otro día vino una señora de 84 años, y me pidió que le tatuara abuelitos, ya nos vamos a encontrar”). Abundan además los sellos de clubes de fútbol o agrupaciones musicales, incluso corrientes políticas, aunque eso “se usaba más antes, ahora la gente elige cosas más personales”. De la identidad tribal al perfil individual customizado.

Los signos identificatorios se han multiplicado al infinito, y cada quien puede tener el propio, sin necesidad de pertenencias más amplias. Calaveras mexicanas, gatitos kity kat, personajes de animé, estrellas del MMA, marcas de autos, el contormo de Latinoamérica, el guasón, etcétera, etcétera. “El primer tatuaje me lo hice a los 13 -cuenta Yamila, estudiante de psicopedagogía, 19 años. Me dejaron mis papás. Quería hacerme muchos más pero me dijeron que esperara, me pusieron un límite, que agradezco, porque si no, me hubiera llenado toda y no me quedaría espacio para tatuarme cosas que me gustan ahora”. Una identificación aditiva, a diferencia de la antigua identificación aglutinante-narrativa.

El boom es inseparable del paso hacia la función decorativa del tatuaje. “Las que fueron cambiando las cosas fueron las mujeres, que empezaron haciéndose cosas quizá más chiquitas, pero más diversas: el hada (siempre sentadita en la luna con alas de mariposa), el unicornio, la araña, la iguana, la letra china, las flores, ¡a nosotros nos salvaron, las flores, en un momento!, daban trabajo y eran interesantes para hacer; antes cuando casi todos los que se tatuaban eran hombres, elegían siempre los mismos diseños: el vikingo, la moto, la calavera, la cruz con la serpiente. Ahora hay más lugar para el arte”, cuenta Marcelo.

Si lo real es una marea de imágenes circulantes sin cesar, tatuarse algunas es inscribir al cuerpo en lo real y, a la vez, atenuar el mareo

La calle, la mediósfera y los cuerpos conforman la dermis social, superficie de multiplicación de imágenes que hace rato no remiten a cosas, de modo análogo a cómo el valor financiero no representa bienes reales sino que constituye una especulación (una puesta en espejo) en base a otra especulación. La piel prolonga a la ciudad y la mediósfera como superficie de inscripción de signos. Si lo real es una marea de imágenes circulantes sin cesar, tatuarse algunas es inscribir al cuerpo en lo real y, a la vez, atenuar el mareo; del flujo desbordante que no puedo evitar percibir, agarro algunas y las adhiero para siempre en mi piel. Si todo pasa, que algo quede. Esta selección de imágenes –y no todas las demás– soy yo. Bajo la irrelevancia tendencial de toda interioridad (¿a quién le importa tu núcleo invisible?), la distinción se tatúa.

Signo de rebeldía, marca de pertenencia tribal, identificación individual, embellecimiento estético. El tatuaje como boom instala la idea de que el cuerpo a priori viene pobre, insuficiente en su presunta lisura, aburrido en su mudez. “La moda es la sustitución del material simbólico sin alteración subjetiva”, definía Ignacio Lewkowicz. Pues bien, el tatuaje es la primera moda que dura para siempre.