Vivimos bajo un modo de seguridad preventivo. El poder especulativo funciona a través de la visualización, gestión y distribución de futuros. En este punto se entrecruzan el neoliberalismo como estrategia de producción de desigualdad económica crónica y de fronteras segregacionistas (nacionales, de accesos a la vida, residenciales, de circulación urbana, patentes y propiedades) y el uso securitista y criminológico de la predicción a una escala y con un grado de precisión inaudito. Es, en la mirada de Sandro Mezzadra, una nueva fase −que va de la microfísica a los grandes planos sociales, de los deseos individualizados a las finanzas globales− de cercamientos, como aquellos que en el siglo XVII dieron pie a la acumulación originaria (a la expropiación originaria) del capitalismo. Y no solo se trata del control de los flujos sino del acto, de ser necesario, de imposibilitarlos: discutir el poder de imposibilitamiento tecnológico que incuba una humanidad con contingencia reducida es fundamental para un pensamiento político actual que quiera debatir otros vínculos con las futuridades. Mientras, por un lado, como han afirmado Paul Virilio, Donna Haraway o Bruno Latour, la definición de cuerpo humano, humanidad, naturaleza y cultura cambian a medida que el desarrollo tecnológico amplía, reformula o supera nuestras capacidades y posibilidades (y los riesgos asociados a ellas), con las segregaciones neoliberales, orquestadas en la fase de mayor interconexión poblacional de la historia, el afuera tiene dos opciones: no existe o es absoluto. La segregación (que desde una perspectiva político-racial Malcolm X definió, en 1964, como un “no estar ni dentro ni afuera”, una distancia que no permite la autonomía ni la integración sino solo un vínculo de dominación) produce residuos. El neoliberalismo produce un discurso (racial) en el que el otro no solo es desagradable, peligroso, más o menos estúpido, más o menos astuto y ventajero, más o menos explotable, sino que roza la desubjetivación total: no sirve para nada, está perdido, es irrecuperable. Una basura que ni siquiera merece, como en los tiempos de la disciplina, el beneficio de la normalización. Son los que cargan con “el estigma del descarte”, materia de una futurización racista en la que su lugar es no valer nada, no tener otra posibilidad que la imposibilidad.
Uno de los grandes logros del neoliberalismo molecularizado es su eficacia en la disputa por la percepción social de la condición de víctima. Para dicha percepción la víctima es víctima no solo porque se le supone una nula capacidad de decidir sino porque se le comprende como una entidad viva a la que se la ha arrebatado lo posible. Pero para sufrir ese arrebato de lo posible debe presuponerse que lo poseía; es allí donde emerge una consideración racista de la condición de víctima. Si el que muere no era objeto de esas expectativas, es decir, si se lo suponía ya sin posibilidades, entonces no es una víctima. Es el destino del residuo. Es en ese punto, ese modo de pensar, donde se cruza el racismo, la diferencia de clase (aunque no siempre se la requiere) y la fantasía de exterminio: hay que eliminar ya lo que se afirma que no tiene futuro. En efecto, el racismo contiene un componente de futurización decisivo para el mismo, en la medida en que su argumento se apoya en algún tipo de proyección de lo que un humano debe ser, puede ser y puede no ser. En ese sentido, las racializaciones son un tipo específico de futurizaciones, o en todo caso deben ser leídas también a la luz de estas.
Esa lógica residual se ha visto funcionar muchas veces durante el siglo XX; de hecho, fue parte de la primera muerte del humanismo. Pero cuando se declaró esa muerte, que fue también la muerte de un cierto vínculo con la futuridad, los exterminios y genocidios (el nazismo, Vietnam, Indonesia, un poco después Argentina) tenían un carácter limitado en el tiempo. El genocidio era un fenómeno extraordinario, que se proponía eliminar un supuesto factor de riesgo biológico, cultural, político. Respondía a la metáfora de la medicina de órganos, de la cirugía y la extirpación. Hoy, el pensamiento neoliberal asume que esa residualización ya no es aguda sino crónica: basta con escuchar sus pronósticos sobre el crecimiento poblacional y sus proyectos científicos y tecnológicos para concluir que no pocos planteos apelan solapadamente al “sobra gente y cada vez sobrará más gente”. Un ejemplo reciente de ello fue la opinión de Juan Carlos Parodi, un médico argentino que, en el contexto de la discusión sobre la despenalización del aborto, sostuvo la necesidad de legalizarlo no como un asunto de salud pública o interés en la vida y los proyectos y posibilidades de las mujeres sino como forma de reducir la población de pobres en beneficio del control social y el valor económico. Su pronóstico fue que «en tres generaciones, las familias pobres generan 80 nuevos habitantes y las no-pobres solo 16 (…) Nos estamos llenando de habitantes con escasa capacidad mental, con pobre educación y tendencia al delito» (Bercovich 2018). Así como la discusión sobre el procesamiento de residuos no ha hecho sino incrementarse en las últimas décadas, proposiciones como las de Parodi, que troca un debate ético y de salud por uno de criminología, control y beneficio económico, forman parte de una futurización en clave de procesamiento de residuos humanos.
Esa residualización crónica, conjugada con las segregaciones y las nuevas fronteras, adquiere un cariz delicado si se piensa que no equivale a estar por fuera de los imperativos del valor. Ya no se trata siquiera de la figura, muy propia de los años noventa latinoamericanos, del excluido, cuya función, con la mejor de las suertes, era proveer al famoso ejército industrial de reserva, aunque lo cierto es que su lugar social era el de la expulsión total. El mundo de la fábrica social financiarizada, del trabajo automatizado, donde la producción de valor no conoce límites, fronteras, ni tiempos, no pierde de vista, no olvida, a esos expulsados. Un poco como en Soylent, la distopía cinematográfica de 1973, en la cual la explosión demográfica combinada con el recalentamiento global y los monocultivos acaba produciendo una industria alimenticia cuya materia prima son humanos muertos, en nuestra actualidad los que sobran tampoco estarán seguros en los territorios donde sobran. Ni en sus propios cuerpos: desde las redes de trata hasta la venta de órganos en mercados negros, pasando por los incipientes mercados de esclavos en Siria, se está acelerando un proceso de valorización de lo considerado residual. Mientras tanto, las biotecnologías, las necesidades energéticas, las posibilidades casi infinitas de inventar ciudades de la nada (como las ciudades fantasmas que han nacido al calor de la especulación financiera en China) van encogiendo el mundo humano para ampliar las superficies de negocios. Los que sobran ya no pueden limitarse a sobrar: como en la novela de Houellebecq, o en las declaraciones de cirujanos lombrosianos, tendrían que empezar a desaparecer; o, como en Soylent, volverse materia prima (y ya no trabajo) de otras vidas humanas.
Este es el otro aspecto de la muerte del humanismo poshumanista en clave de capitalismo neoliberal: no es suficiente con la indiferencia o el temor respecto al otro. Hay que decirlo abiertamente: la hipótesis de futuro del gobierno tecnológico-médico-militar es la de una guerra constante, diseminada por todo el planeta. Bajo esa imagen, es necesario un avance de la criminalización de las relaciones sociales, la intensificación de las racializaciones y la producción de nuevas segregaciones, en conexión con las biotecnologías, las ciencias de la información, la robótica.
Quizá, retornando por otro camino al eje del gobierno de las finanzas y la semántica de la moneda, se pueda proponer la hipótesis de que esta problemática brota de los modelos de negocios y las formas de financiamiento (bursátil e inversiones privadas) que actualmente sustentan buena parte de la investigación tecnológica, anclada en emprendedorismos y start-ups (según Wikipedia, un término “aplicado a empresas que buscan arrancar, emprender o montar un nuevo negocio, y aluden a ideas de negocios que están empezando o están en construcción. Generalmente se trata de empresas apoyadas en la tecnología”). Hasta no hace mucho tiempo (digamos: los primeros años 2000 y la euforia de una Internet democratizante) las utopías tecnológicas tenían una pátina humanista: su éxito sería el éxito social, la distribución perfecta de riquezas, el ocio placentero, la productividad efiiente, la comunicación transparente y pacificadora, etc. En el último tiempo esa dimensión de la imaginación tecnológica ya no está necesariamente presente, se ha desenganchado de la imaginación política, aunque esta, una y otra vez, busque los modos de reconstruir ese vínculo. El resultado de todo esto es el de una futurización tecnológica, y unos imaginarios tecnológicos, quizá como nunca antes despegados de una idea de justicia. Un modo ilustrativo de este temor respecto a una disyunción entre la invención tecnológica y el problema de la justicia puede verse en varios capítulos de la serie Black Mirror, donde, a mi entender, se interroga las justicias y las venganzas a la luz de lo que es posible y probable con las tecnologías disponibles actualmente y en un porvenir cercano. Black Mirror muestra una preocupación: la tecnología se convierte en un mecanismo de distribución de venganzas y ajusticiamientos en las que o bien el sujeto está a merced de un soberano anónimo (la tecnología es totalitaria, como en el capítulo de las abejas o en el del joven que es obligado a una serie de hechos para purgar un acto), o bien es reducido a una suerte de bucle de conciencia (como en el capítulo “Justice Park”, de la primera temporada) que repite infinitamente una situación de castigo (la tecnología y la farmacología garantizan allí un presente eterno que, en definitiva, es una futurización congelada, imposibilitando cualquier otro vínculo con la futuridad). En una y otra, la contingencia ha sido eliminada.
Aunque aparezca como una especie de cosmopolitismo kantiano, la utopía de la comunicación planetaria, en su versión capitalista neoliberal, hecha de un uso fundamentalmente mercenario de la información recogida, no se vincula al bienestar social sino, como afirmó Facundo Carmona en el número 29 de crisis (2017), “a captar lo posible en lo actual” para, desde allí, enterrar a la contingencia bajo la producción y procesamiento constante una masa infinita de información instantáneamente valorizable.
