El oficial de Inteligencia Carlos Antonio Españadero, nombre de guerra mayor Peirano, dirigía el área Situación General del Batallón 601, dispositivo del Ejército argentino encargado del espionaje. Sus colegas lo apodaban el Viejo. La primera vez que supe de él fue a finales del siglo pasado. Su foto apareció en la tapa de la revista Trespuntos con un título inquietante: “Habla un interrogador del Proceso”. También podía leerse en la portada un textual del militar: “Yo salvé a los hijos de Santucho”. El agente se atribuía haber convencido al alto mando castrense, piloteado por Jorge Rafael Videla, para lograr que nos liberaran en aquellas tensas jornadas de diciembre del 75. Cuando por fin le dieron autorización nos condujo hasta un hotel en Flores donde se concretó la salvación. “Un bebé hermoso”, recuerda el Viejo. Y me dan escalofríos. Peirano volvió a entrar en escena una semana más tarde como artífice de la infiltración de Rafael de Jesús Ranier, el Oso, en el sector Logística de la Regional Sur del ERP. Ranier tenía una vieja camioneta que utilizó para trasladar personas y armas durante los días prenavideños. Gracias a los reportes que el Oso entregaba a Españadero, el Ejército pudo esperar en estado de alerta a los atacantes del Cuartel de Monte Chingolo. Más que un combate fue una cacería. La investigación posterior de la contrainteligencia guerrillera posó sus sospechas sobre el Oso y su responsable Juan Luis Frachia, alias Coco. Ambos fueron detenidos y sumidos en un intenso interrogatorio. El Oso confesó pronto la traición, Coco debió esmerarse para deslindar responsabilidades. El 13 de enero de 1976 Rafael Ranier fue fusilado. “El largo brazo de la justicia revolucionaria”, declamaba el periódico Estrella Roja.
La tercera actuación destacada de Españadero tendrá que ver con el secuestro del Bombo en 1976. El teniente Armando, que había escapado a la muerte en todas sus versiones, cayó mansamente en una cita con Miguel Ángel Lasser, alias Facundo. Otro delator al servicio del mayor Peirano. Cuarenta años después, Españadero cumple una condena a cadena perpetua en prisión domiciliaria y cultiva una extraña necesidad de redimirse. Escribió un libro sobre El problema del terrorismo que, a falta de editorial que lo publique, colgó en internet. El ensayo ofrece una actualización doctrinaria según la cual los guerrilleros de ayer se trasmutan en fundamentalistas islámicos o narcotraficantes de hoy. E incluye algunos atisbos de autocrítica: “Si a partir de esto se logra mejorar la lucha (no violenta) contra el terrorismo podré sentir que he cumplido parte de mi deber”. También anuncia una obra en curso sobre su experiencia militar, como si fuera un general de mil batallas. “Estoy escribiendo un trabajo que preveo me llevará seis tomos, si vivo”.
Hace un tiempo accedió a conversar con Ricardo Ragendorfer, alias Patán, curtido periodista de la sección policiales. Que algún genocida se incline a brindar su versión de los hechos constituye una excepción, especialmente para quienes no se resignan y siguen intentando fisurar el pertinaz pacto de silencio. Patán publicó en 2016 el libro Los Doblados donde revela cómo Peirano infiltró al ERP, primero a través del Oso y luego gracias a Facundo. El espía castrense se sintió traicionado y juró que no hablaría nunca más.
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“Hola Carlos”, lo saludé con cierto vigor. Españadero pegó un salto en la silla que casi lo desparrama por el piso. El susto del temible represor rompió todo suspenso. Yo llegué a la cita unos minutos antes de lo acordado, él ya me esperaba en un improvisado café en el interior de la clínica militar a la que acude una vez por semana para su chequeo médico. El libro que el espía había propuesto como prueba de reconocimiento –la correspondencia entre Perón y John William Cooke– voló por los aires y cayó a dos metros de distancia. Tuve que ayudarlo en la recogida. No había testigos en el lugar. La escena era un poco ridícula. Dos años demoró en concretarse la reunión, que fue por iniciativa mía. Un día conseguí la dirección de su hija, toqué el timbre en un edificio del microcentro porteño, dije que precisaba hablar con su padre. No quiso saber nada. Le dejé mi número de celular al portero por si ella cambiaba de opinión y al tiempo recibí un mensaje con un teléfono donde podía encontrar a Españadero.
Llamé y atendió su hijo homónimo. Con poca amabilidad dijo que lo consultaría. Nunca obtuve respuesta. Luego la mayor de mis primas le dejó una carta de puño y letra por debajo de la puerta de su domicilio en Avellaneda. María tenía quince años cuando el mayor Peirano nos depositó en aquel hotel de Flores, luego de una semana de internación en los centros clandestinos del Ejército. Ella lo recordaba perfectamente. Entonces comenzó un intercambio epistolar electrónico con el objetivo de reconstruir el episodio de nuestro secuestro, los pormenores, el detalle. La memoria de María y de Españadero no coincidían. Este último reivindicaba solo el episodio de nuestra liberación, ella evocaba algún que otro interrogatorio aunque sin tormentos.
Un día hice mi entrada en el carteo y comencé a formular preguntas relacionadas con el 19 de julio de 1976, fecha en que desaparecen a mi madre, a mi padre y a varios de sus camaradas de la cúpula partidaria. Seguramente Peirano no participó en aquel episodio, aunque quién sabe. Pero sin dudas algo habrá escuchado. O tal vez aún pueda averiguar. Las respuestas fueron siempre evasivas. Españadero contestaba los mensajes verborrágico y con celeridad. Abundaba en justificaciones, teorizaba, esgrimía argumentos históricos, se iba bastante por las ramas. Una frase que escribió resume su idea central: “Potencialmente fuimos todos víctimas, incluso los victimarios”
Quizás el Viejo haya sido uno de los cuadros de Inteligencia más sagaces de la dictadura. Hoy, anciano pero aún activo, pugna por ser incluido en el bando de los mártires y los atormentados con el objetivo de expiar su culpa. Si insistí en un encuentro personal fue para averiguar sobre el Bombo, una de sus presas más valiosas. Al que había logrado cazar gracias a Facundo (“un gran muchacho al que llegué a tenerle mucho aprecio”, dice). Face to face tal vez pudiera descubrir alguna grieta, vislumbrar el atisbo de un dato, o confirmar la dureza de su mentira.
Peirano dice que no vio nada, que no sabe nada, que salvó a mucha gente y que “nunca toqué a nadie, ni lo hice a través de otros”. Él solo era un burócrata que recibía información y producía análisis. Nunca tuvo vocación operativa. Gracias a su pericia logró infiltrar dos agentes en las filas enemigas. Pero solo los captaba, los ponía a punto y una vez que entraban en acción los perdía de vista. Fue corta la entrevista con Españadero, el embustero.
