Algo así decía el Cholo Vallejo hace casi un siglo: no hay que escribir telégrafo sin hilos para ser moderno, hay que escribir con la ansiedad del que espera un mensaje telegráfico. Temblores nuevos. Mejor que decir es hacer decía otro Cholo. No hay que escribir democracia para ser democrático. Pero… pajaritos y pajarracos. Suena el teléfono. Es mi viejo. Desarma su bulo. “¿Qué hago con los discos?”, me dice. Somos una tribu: los discos no se manchan. Me quedo con los discos.
Película en blanco y negro, el piano de García, pubis angelical, el rock trajo un cuerpo, un cuerpo virgen, un cuerpo joven, un cuerpo cristiano, un cuerpo carne de cañón. La Balsa cantada en los botes del naufragio del Crucero General Belgrano llegó a todas las buhardillas del país. Hubo canciones para la guerra, hubo canciones para la vuelta de la guerra. Rock y democracia hicieron sus migas ahí, en el patio de la parroquia del Estado, canciones de fogón, la juventud pacificada y los amantes de la paz.
¿Probaron de hacer el riff de Smoke on the water de Deep Purple en una guitarra criolla? El rock fue un modo de ser argentino. Toco esos discos. Sale humo. Puedo imaginar la escena de la escucha de ese sonido mundial. Me lo dijo un montonero: “fue la música de mi pieza a solas”. Una canción como aceite en el agua, brilla, pega el sol y rebota. Como en la biografía de Juan Morris: Gustavo Cerati acostado, en forma de cruz, escucha a Hendrix, a Vox Dei. Cuando todo era nada era nada. La democracia es la canción del último colimba. Del que vuelve a casa. La vuelta del colimba a casa. En el último tren. Sombrero de paja. La vuelta del soldado desconocido.
Y fue una mañana hermosa: a cada político como si le hubiera nacido un pájaro cantor de la garganta para cantar lo que no puede decir, para soñar lo que no puede hacer, para llorar lo que no puede reparar, para aplaudir lo que no puede representar. De tanta impotencia el canto. La vieja democracia espiritual, el solemne festival en vivo. Estudio país, Badía y Compañía. Todavía cantamos. Cada político y su gemelo. ¿Jairo es Terragno? ¿Alguien los vio en una misma pieza, a una misma hora? ¿Patricio Echegaray es César Isella? ¿Baglietto es Lombardi? El contrato: un cantor para cantar lo que se puede decir y no se puede hacer. Composición solemne del festival en vivo: la plaza infinita que fundó 1983. “Cultura democrática.” Todo político un canto, una voz, vapores nacidos de las miserias del orden. Todavía cantamos. Los guardianes del orden viril. Pero un día quedó el canto solo. Y el político solo. Huérfano. Se terminó el festival, pasa el rollo de paja y la armónica de fondo del delegado municipal. En 1989, en 1999, en 2001, en 2015. Que cada cual le ponga el año, el moño.
La política y las viejas canciones de nieve cubana, ¿marcaban el camino a Viedma? ¿Nos hizo falta ese tren al sur, un lento tren que arrancara de cuajo los restos del Estado? ¿Una Brasilia fría? ¿Un país sin pueblo para un pueblo sin país? ¿Un vagón de ingenieros radicales rumbo al sur, al mar, al frío? Se acabó la canción, una que sepamos todos. Música con el hacha en la mano. Somos flores robadas en los jardines de Olivos.
La democracia es un sueño eterno, no despierten al politólogo así sigue soñándonos, bellos y frágiles. Los peronistas se olvidaron del partido, los radicales se olvidaron de la gente. Querido diario: no conozco las palabras que deberían nombrar el futuro pero respiro ansiedad. Decía Vallejo: “En la poesía verdaderamente nueva pueden faltar imágenes o ‘rapports’ nuevos (…) pero el creador goza o padece allí una vida en que las nuevas relaciones y ritmos de las cosas se han hecho sangre, célula, algo, en fin, que ha sido incorporado vitalmente en la sensibilidad.”
Es más fácil narrar la crisis que la abundancia, la guerra que la democracia. A los que nos enamoramos de la palabra orden nos pasan a degüello. Se acabó ese juego que te hacía feliz. Con nuevos trapos, nuevas tropas. Antes del fusilamiento un deseo. Una canción más. Una que sepamos todos.
