Roces

El roce parece ser una de las principales actividades de nuestra vida cotidiana. Rozar la ropa que vamos a usar nos anticipa cómo va a llevarse con nuestra piel. Rozamos el agua antes de bañarnos. Rozamos la comida con nuestros labios antes de ingerirla. Nos rozamos también en un transporte público que parece llevarnos al infierno. Las encuestas de opinión pública nos rozan, y construyen realidad con el polvo de nuestra afectividad política. Lo mismo hacen los algoritmos.

En 1989 se estrenó The War of the Roses, la película dirigida por Danny De Vito, con Michael Douglas y Kathleen Turner, cuyo título hace referencia a una de las batallas de la guerra civil inglesa durante la Edad Media. Es una película trágica, grotesca, hermosa. Una mansión funcionaba como botín en la disputa del divorcio de una pareja de ricos blancos anglosajones cerca de Washington. La traducción del título, cuyo doble juego se refiere al apellido de la pareja que decide separarse, llegó a la Argentina como «La guerra de los roces», en una versión distorsionada y acaso anticipatoria. Porque los Rose no se rozaban sino que combatían. La guerra se caracteriza, justamente, por la ausencia de roces. La ley se caracteriza acaso por su omisión.

Hace no tanto tiempo creíamos que la imagen se oponía a nuestras manos, a nuestra capacidad de dimensionar el mundo con el tacto. Superficie versus volumen, luminosidad versus profundidad. Pero si algo define al futuro es su capacidad de no transformarse jamás en lo que estábamos esperando. Porque, por encima de todas las cosas, vivimos rozando pantallas. ¿Aprenderemos a acariciarlas?