la literatura sobre tablas
Cada obra que escribe es un acto de resistencia al ninguneo que padece la escritura teatral por parte del excluyente mundillo literario. Empezó a dirigir mucho después de ser un prestigioso dramaturgo y dice que se animó viendo las puestas de sus alumnos, algunos de ellos principales animadores de la escena teatral contemporánea. Mauricio Kartun analiza las generaciones, la tradición y el futuro de un arte que le hace frente a la celeridad de las redes digitales.
Mauricio Kartun hace teatro desde que dejó la secundaria sin terminar y empezó a estudiar dramaturgia cuando era algo raro que muy pocos hacían. Se convirtió en un dramaturgo prestigioso –autor de obras que se siguen poniendo después de quince años de haber sido escritas– con textos que llevan la historia a cuesta de personajes y mundos particulares y que siempre tienen una calidad poética capaz de mezclar de manera conmovedora lo universal con lo local. Se convirtió en el gran docente teatral, formando a los escritores y directores que mantienen encendida la escena contemporánea. Pero con una particularidad: sus discípulos crean un teatro propio que no se parece al del maestro, que no tiene más marcas que las de la rigurosidad y la libertad. Recién cuando ya era un dramaturgo premiado y prolífico, decidió que quería ponerse a dirigir sus propios textos a pesar de haberse pasado muchos años creyendo que era importante que autor y director no fueran la misma persona. Hacer teatro parecería ser para Kartun un oficio diario y una exploración constante. Alguien que encontró una materia infinita con la que pensar la humanidad, en el sentido amplio y en el sentido más simple, el del cuerpo que se levanta a la mañana y sale a trabajar, que tal vez tiene hijos, que es parte de una historia incluso aunque reniegue de eso. Tanto sus clases como sus obras tienen esa mezcla particular de tradición y futuro, mezcla de alguien que ya vivió muchas cosas pero sigue prestando atención a lo nuevo. Él mismo tiene esa energía en el cuerpo y en el habla: erudito y campechano, sólido y vibrante.
campos de batalla
¿Qué es un texto teatral? Un escritor de narrativa podría decir que el texto teatral es literatura pero no tanto. A diferencia del guion de cine que está pensado para ser un objeto transitorio porque encuentra su destino al filmarse, el texto teatral tiene desde siempre un carácter literario, y si bien nadie dudaría de llamar escritor a Esquilo o a Shakespeare, hace varias décadas que el dramaturgo ha sido desplazado del gran banquete de la literatura. Kartun es un abanderado de la dramaturgia como arte literario y poético, y defiende ese carácter incluso en un momento en el que muchas veces el teatro se expande alejándose de la centralidad del texto. Él cree que hay una sospecha mutua entre los que escriben narrativa y los que escriben teatro: “Si bien el Premio Nobel viene reconociendo a los dramaturgos como escritores, dentro del teatro y dentro de la literatura hay dos campos muy cerrados que siempre se miran con recelo uno a otro. Mi obra Terrenal –que acaba de restrenarse en su sexta temporada– ganó el premio a la mejor producción literaria en la Feria del Libro y eso generó una especie de aspereza nada disimulable. A mí me encantó que suceda porque ponía sobre la mesa este quilombo: ¿Es literatura? ¿Cómo debe entenderse la escritura teatral? El teatro tiene la hipótesis de que el texto es un elemento más, como es la luz, la escenografía o la música. El texto ha perdido la entidad que tenía hace unos siglos. Antes no se dudaba de la calidad literaria de un texto dramatúrgico”.
Quizás se deba a que leer teatro sea para muchos una tarea ardua, y escuchar un texto en un escenario pareciera ser una actividad distinta a la de la lectura. Sin embargo, ahí están la palabra, la narración, y la poesía. Claro que también hay otras cosas, sobre todo cuerpos.
Kartun cuenta que trataba de convencer a los alumnos de que no dirigieran, de que había que buscar una dialéctica y que eso se daba en el encuentro entre un director y un texto ajeno; todo lo contrario de lo que piensa ahora: “El autor de teatro es el constructor del discurso, el discurso tiene un soporte que es la palabra escrita y tiene otro soporte que es el texto sin palabras, que se constituye por acción física, pero todo forma parte del mismo trabajo. El director es un dramaturgo. La función del director es nueva, no tiene más de dos siglos y el teatro tiene veinticuatro. Yo dirijo aplicando leyes de la dramaturgia, porque quiero construir un discurso; por eso en los últimos años me he vuelto un fanático del autor que dirige o del director que escribe. De todas formas, cada vez que me siento a escribir el impulso literario está por delante, no puedo pensar en un trabajo de dialoguista, alguien que le pone palabras a una situación donde la situación es más importante que la palabra. Para mí es un fenómeno literario y lo trabajo como tal”.
maestro ignorante
Las obras de Kartun son reconocidas por el tremendo texto, pero también lo son por las actuaciones; y no es solamente por el talento de los actores y actrices que convoca sino porque debe haber algo de él que se entiende con la materia física, con la palabra dicha, con lo inasible de los cuerpos en escena y lo que ellos pueden producir cuando empieza la función y no hay marcha atrás. “Es que el texto no es un objeto a ser puesto. El actor no es el soporte físico de la palabra proferida, es otra cosa, es una encarnación. Cuando se produce esa encarnación el teatro encuentra su manifestación máxima, porque lo que sucede frente a mis ojos es tan rico como lo que está pasando frente a mis oídos. El texto es azúcar que la tirás adentro del líquido que es la acción teatral y se diluye en esa acción. Si sentís los granos de azúcar es porque no está funcionando”.
Cuando Kartun habla de los actores habla con respeto y fascinación, cuenta anécdotas de ensayos, de actores que entregan todo. Al escucharlo uno comprende que es una persona que lleva años haciéndole preguntas a este arte, y las respuestas le vinieron de sus distintos roles como dramaturgo, docente y director.
Cuenta que al crear la carrera de dramaturgia en la universidad, sistematizó aquello que nadie había hecho hasta entonces. Kartun lee las obras de los cientos de alumnos que tiene cada año, lee las que le mandan sus exalumnos, y observa las puestas a las que lo invitan. Se enfrentó a textos que no terminó de entender hasta que los vio en escena. Lee a jóvenes que le abren nuevos espacios para pensar, textos que lo desafían, que no se parecen en nada a lo que él hace y por eso su tarea es que cada alumno se encuentre con su propia poética: “El maestro que forma discípulos que lo copian es un acto decadente y humillante porque busca la trascendencia en alter egos; lo interesante es formar dramaturgos poetas con su propia estética. Yo quiero que lo que les doy les sirva para hacer lo suyo, para entender cómo es el funcionamiento de esto que es imaginar teatro”.
economía política
Los textos de Kartun se caracterizan entre otras cosas por un trabajo riguroso de las palabras y su ritmo. Así como en El niño argentino hizo hablar a Ozqui Guzmán, a María Inés Sancerni y a Mike Amigorena en verso, en todas sus obras el habla no es la que se usa en la calle, hay siempre algo que es extraño, que no es familiar y sin embargo se vuelve cercano con el correr de la obra. Un trabajo con el fraseo, con el habla argentina, rural, con los modismos de clase, un estudio de lo que las palabras dicen más allá de su significado. El estilo como algo a lo que uno debe iniciarse como espectador. “Yo estoy escribiendo de manera cada vez mas ascética porque cada vez confío más en los actores con los que trabajo. Es mágico ese acto de concentración elocuente que el actor trae y que a veces es muy difícil de escribir, o implicarían muchas palabras. Yo empecé a dirigir entre otras razones para tratar de encontrar una teatralidad que sostuviese a mis textos sin que estos pasen a ese lugar de evidencia o de manifestación central. Yo tenía la sensación muchas veces de que los directores quedaban atrapados en cierta zona de complejidad y que muchas veces lo acompañaban, en lugar de pensarlo como compañía del acto teatral mismo. No renunciar a esa calidad poética del texto, pero sí encontrar cuál es la teatralidad que la acompaña. Hoy a la mañana estuve con una maqueta escenográfica donde estamos con Gabriela Fernández buscando resolución a las dificultades del texto de la próxima obra. Quiero un espacio que le permita al texto todo el grado de teatralidad que requiere”.
Las palabras de Kartun suenan y traen universos a cuestas: épocas, ideologías, batallas y sentimientos. “Ir a ver una obra de teatro es la inmersión en un universo que inevitablemente tiene una rareza porque ese es el fenómeno de lo poético: producir una extrañeza. Ese universo no es la realidad, sino uno quedaría pegado a los códigos del costumbrismo, como en la televisión. No me interesa ese festejo de ver algo que es como lo que pasa en la casa de uno. El universo corrido lo da un tono de actuación, lo visual y también lo textual. Muchas veces se naturaliza un universo raro para que el espectador lo acepte de una manera más espontánea, esas son las obras en donde uno se sienta y a los tres segundos ya acepta todo. Sin embargo, ni en la poesía ni en la vida, los universos distintos son aceptados de entrada. Si yo me acerco ahora a un taller de reparaciones ferroviarias y escucho a dos obreros hablar, es muy probable que el cincuenta por ciento de lo que dicen no lo entienda, que manejen un código y supuestos que a mí me van a dejar afuera, pero interesado justamente en descubrir de qué código se trata. A mí me gusta trabajar con lenguajes de una complejidad tal que creen esa diferencia. Eso implica un acto de lealtad para con el espectador y es no romperle el código, que pueda decir acá hablan raro pero hablan así. El texto teatral siempre fue un texto lírico que no se parecía a la realidad”.
¿Te preocupa de qué manera dialogan tus obras con la realidad? ¿Te inquieta hacer un teatro político?
—He tenido la suerte de que mis obras se mantengan mucho tiempo en cartel, y eso hace que dialoguen con distintos públicos y realidades sociales. Uno descubre que el público monologa con un interlocutor llamado teatro; se sienta ahí y lee cosas que él interpreta. Nos han pasado cosas con Terrenal que son incomprensibles, desde plateas que entran en un unísono espontáneo de “a volver, vamos a volver”, a gente que se enoja con la obra porque la siente como un discurso antimacrista, aunque la obra fue estrenada muchísimo antes del gobierno de Macri. O ahora que la obra se estrena en su versión en portugués en San Pablo, los actores me escriben diciendo que les preguntan mucho si la escribí pensando en Bolsonaro. Porque la obra menciona el tema de las armas, ya que se basa en la historia bíblica de Caín y Abel, y Caín logra imponerse a su hermano a partir de incorporar el arma de fuego. Entonces, en Brasil se lee como una obra contra Bolsonaro. El público profiere frente a lo que lee. Es una ambición muy vana la de escribir algo que le pegue al espectador en algún punto vigente de su inquietud, porque eso dura nada. Escribís una cosa y tres meses después estás diciendo lo contrario.
Muchas veces se ha dicho que al teatro contemporáneo argentino le faltaba un compromiso político, que las obras no reflejaban un discurso en fricción con la realidad y sus asuntos.
—A veces veo teatro que elude de una manera inocultable la realidad, vemos que hace esfuerzos justamente por eludirla; ese teatro fastidia porque da la sensación de lo vano, de querer alejarse de lo doloroso y de lo complejo en aras de cierta liviandad. Pero yo no le exijo al teatro un acto de compromiso. Me parece que en todo caso el compromiso del autor es con sus propias ideas, no necesariamente con las ideas sociales, con las ideas que conmueven a la comunidad. A veces el compromiso es con su propia complejidad, con la relación de él con alguien; y eso no le quita profundidad. Ayer leía El hijo judío, la nueva novela de Daniel Guebel, y esa relación del hijo con el padre no está desconectado de la realidad social aunque no hable de ella.
el tiempo recobrado
Kartun pertenece a dos generaciones lejanas entre sí. Su obra como dramaturgo es muy anterior a su incursión en la dirección, cuando ya se había producido la ruptura estética del teatro de los 2000, con directores como Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, o Mariana Obersztern.“Mi generación como dramaturgo fue mermada por el golpe militar. Buena parte de aquellos que en los setenta arrancábamos como dramaturgos se fueron del país y no regresaron, muchos dejaron de escribir porque no había condiciones para seguir haciéndolo o desaparecieron directamente. Mi generación estuvo muy en el ojo de la tormenta en el momento en que empezábamos a manifestarnos. Quedamos muy pocos. En términos de edad sigo perteneciendo a la otra generación pero adopté prácticas de una generación más joven, debiendo aceptar humildemente que la decisión de dirigir venía de ver los resultados del trabajo de mis alumnos. Y empecé a trabajar en ese campo donde mis referentes era gente más joven”.
La historia argentina, pero también mitos universales como el de Salomé, y el de Caín y Abel, aparecen en sus textos superponiéndolos a nuestra propia historia, desmenuzando los elementos dramáticos para darles una vigencia nueva. En Kartun se ven la distintas generaciones de las que habla, todas dialogando juntas, sacándose chispas. Si en Ala de Criados y El niño argentino se metía con la clase alta argentina de principios del siglo XX para hablar de un proyecto de nación impune, donde con un conocimiento histórico profundo, hablaba de la Semana Trágica y de los hijos de la aristocracia con el afán de mostrar un germen nacional que todavía hoy parece generar añoranza y anhelo, su próxima obra vuelve para atrás, al Virreinato del Río de la Plata. “Es una compañía de cómicos españoles de finales del siglo XVIII que vienen a Buenos Aires con la idea de encontrar una nueva plaza teatral; llegan buscando instalar su arte en una nueva sociedad y se encuentran con una Babilonia embarrada, contrabandista, salvaje y bárbara. Este es el choque básico; luego la obra deviene en qué hacen, dónde pueden arrimarse; entonces, se acercan al Virrey, y aparece el asunto del artista y el poder. Cuando la compañía llega, se dan cuenta de que no pueden hacer teatro, solo pueden acercarse al poder”.
¿Pensás primero el tema, en este caso la relación del artista y el poder?
—No, no, eso viene mucho después. Hace unos años nos llamaron de la Embajada de España y nos pidieron hacer una obra a partir de alguna de las novelas Cervantinas. Después resultó que no había dinero suficiente para montar una obra, entonces fue solamente una aproximación. Yo las leí todas y encontré en el coloquio de los perros –donde dos perros hablan– que uno mencionaba haber sido perro de una compañía teatral y ese fue el comienzo. La novela cuenta una historia que me conmovió mucho, donde un autor lleva una obra suya para leerla frente a un grupo, el tipo paga el vino, organiza todo y cuando se lee la obra, todos se duermen, hasta los actores se duermen. Cuando levanta la cabeza, están todos dormidos. Yo a eso lo llamo una imagen generadora; en este caso, el autor humillado. Investigando un poco, descubro que ese personaje existió de verdad, lo llamaban ‘Angulo, el malo’, diferenciándolo de ‘Angulo, el bueno’, que debía ser más respetado. Aunque el malo aparece en El Quijote, o sea que Cervantes lo debería tener en cierta valoración. Investigué sobre esa compañía, y escribí sobre Angulo, ese autor que paga el viaje con tal de ser estrenado, sobre la mujer de Angulo, con la que se ha casado por conveniencia porque es heredera de telones y vestuario de la compañía de su padre, y sobre el perro, que es el narrador. La obra es eso, en un barrial al costado de los que es hoy Plaza de Mayo, a un costado de lo que luego fue la Aduana. Están varados con un carro tratando de ver qué hacer para sobrevivir en estas tierras”.
Kartun es luminoso cuando dice que el teatro es algo contracultural. Y habla de Netflix y de la edición por corte frenético del cine, una compulsión al efecto, al cambio constante, a un discurso que no se detiene nunca. Pero el teatro tiene una ventaja, y es que no puede achicarse más y por eso expulsa al espectador que quiere otra cosa. “El tiempo del teatro no es el tiempo vertiginoso de las redes, el espectador que quiere eso ni entra al teatro; pero el que entra lo hace aceptando las convenciones de ese templo: estar sin celular y en silencio durante dos horas. Y ya eso, que haya que quedarse sentado, sin poder poner pausa, y sin poder mirar el celular, parece el gran acto contracultural. Yo veo cómo muchos hacen la parodia de apagar el celular pero no lo hacen”. Y entonces, habla de su relación con lo orgánico, y su pasión por la jardinería, y de sus caminatas diarias que se asocian a su labor en el teatro, un tiempo orgánico donde hay que saber esperar, donde una función puede salir mal, donde encontrarle la vuelta a un texto puede llevar semanas de ensayo. “El teatro es un ritual en el que reconsideramos el valor del tiempo. En los últimos años han salido muchos libros que rescata el valor del caminar porque necesitamos actos de compensación simbólica a la pérdida del tiempo orgánico. Nuestro tiempo orgánico estalló, se hizo mierda. Salir a caminar dos horas es extraordinario, todo lo que escribo sale de mis caminatas; yo me siento y no se me cae una cha, por eso camino con libreta. El teatro se inscribe en ese movimiento de recuperación del tiempo orgánico, que es la comprensión del futuro inmediato. Esto tiene un límite, es mirar al futuro y preguntarse cuál es el límite de esta rapidez. Los movimientos de recuperación de lentitud, en donde el teatro está incluido, son un acto de desafío. No es una simple rebeldía de la rareza, de ir a contramano, no es un fenómeno de originalidad burguesa. Aceptar el tiempo y su finitud es la recuperación de algo extraordinario. Estamos manejando un tiempo que es un avión del que nunca hemos bajado; no sabemos cómo bajar. ¿Cuál es la alternativa? Aceptar el otro tiempo. Creo en el futuro del teatro porque el teatro va a seguir manteniendo esto”.