La forma del proceso revolucionario ya había cambiado durante los años 1960, pero se topó con un obstáculo infranqueable: la incapacidad de inventar un mundo distinto del que había abierto, en 1917, la larga serie de revoluciones del siglo XX. En el modelo leninista, la revolución todavía asumía la forma de la realización. La clase obrera era el sujeto que ya contenía las condiciones de la abolición del capitalismo y de la instalación del comunismo. El pasaje de la “clase en sí” a la “clase para sí” debía realizarse mediante la toma de consciencia y la toma del poder, organizados y dirigidos por el partido que aportaba desde el exterior lo que faltaba en las prácticas “sindicales” de los obreros. Ahora bien, a partir de los años 1960, el proceso revolucionario tomó la forma del acontecimiento: el sujeto político, en lugar de estar ya presente en potencia, es “imprevisto” (los Chalecos amarillos son un ejemplo paradigmático de esta imprevisibilidad); ya no encarna la necesidad de la historia, sino solo la contingencia del enfrentamiento político. Su constitución, su “toma de consciencia”, su programa, su organización nacen a partir de un rechazo (de ser gobernado), de una ruptura, de un aquí y ahora radical que no se ve satisfecho por ninguna promesa de democracia ni de justicia por venir.
Desde luego, aunque le desagrade a Rancière, el levantamiento tiene sus “razones” y sus “causas”. Los Chalecos amarillos son más inteligentes que el filósofo, porque “comprendieron” que la relación entre “producción” y “circulación” se ha invertido. La circulación, circulación del dinero, de las mercancías, de los hombres y de la información, ahora predomina sobre la “producción”. No ocupan las fábricas, ocupan las rotondas y atacan la circulación de la información (al ser más abstracta, atacar la circulación de la moneda requeriría otros niveles de organización y de acción).
La condición de emergencia del proceso político es evidentemente la ruptura con las “razones” y las “causas” que lo generaron. Solo la interrupción del orden existente, solo la salida de la gubernamentalidad podrá garantizar la apertura de un nuevo proceso político, porque los “gobernados”, incluso cuando resisten, son los dobles del poder, sus correlatos, sus vis-à-vis. La ruptura con el tiempo de la dominación, mediante la creación de nuevos posibles, inimaginables antes de su aparición, constituye la condición de la transformación de sí y del mundo. Pero ninguna mística de la revuelta, ningún idealismo del levantamiento es adecuado.
Los procesos de constitución del sujeto político, las formas de organización, la producción de saberes para la lucha, posibilitados por la interrupción del tiempo del poder, se enfrentan inmediatamente a las “razones” del lucro, de la propiedad, del patrimonio que el levantamiento no hizo desaparecer. Al contrario, estas son más agresivas, invocan inmediatamente el restablecimiento del orden, ponen en primer plano su policía y continúan con sus “reformas” como si nada hubiera pasado. Aquí las alternativas son radicales: o bien el nuevo proceso político logra cambiar las “razones” del capital, o bien esas mismas razones lo cambiarán. La apertura de posibles políticos se enfrenta a la realidad de un doble y difícil problema, el de la constitución del sujeto político y el del poder del capital, porque la primera solo puede suceder al interior del segundo.
Las respuestas que brindaron a estas preguntas las Primaveras árabes, Occupy Wall Street, las jornadas de junio de 2013 en Brasil, etc., son muy débiles. Los movimientos siguen buscando y experimentando, pero no encuentran verdaderas estrategias. Estos impases no pueden ser superados de ninguna manera por el “populismo de izquierda” que practica Podemos en España. Su estratehace realidad la liquidación de la revolución iniciada en el post 1968 por muchos marxistas cuyo marxismo había fracasado. La democracia como lugar de los conflictos y de la subjetivación reemplaza al capitalismo y la revolución (Lefort, Laclau, Rancière) en el momento exacto en el que la máquina del capital literalmente devora la “representación democrática”. La afirmación de Claude Lefort, “en democracia el lugar del poder está vacío”, ha sido desmentida desde el comienzo de los años 1970: ese lugar es ocupado por un “soberano” sui generis que es el capital. Todo partido que ocupa ese sitio no puede más que funcionar como su “comité de negocios” (muchos se burlaron de la “simplificación” marxiana, pero fue realizada completamente, incluso de forma caricatural, por el último presidente de la República francesa, Emmanuel Macron). El populismo de izquierda le da una nueva vida a algo que ya no existe. La representación y el Parlamento no poseen ningún poder, este se concentra completamente en el ejecutivo que, en el neoliberalismo, ya no ejecuta las órdenes del “pueblo” o del interés general, sino las del capital y la propiedad.
La voluntad de politizar los movimientos posteriores a 2008 se revela reaccionaria, porque impone precisamente lo que la revolución desde los años 1960 había rechazado y lo que rechaza cada movimiento que emerge desde entonces: el líder (carismático), la “trascendencia” del partido, la delegación de la representación, la democracia liberal, el pueblo. El posicionamiento del populismo de izquierda (y su sistematización teórica realizada por Laclau y Mouffe) impide nombrar al enemigo. Sus categorías (la “casta”, “los de arriba” y “los de abajo”) están a un paso de la teoría del complot y a dos de su realización, la denuncia de la “judería internacional” que controlaría el mundo a través de las finanzas. Estas confusiones, cuidadosamente mantenidas por los dirigentes y teóricos de un imposible populismo de izquierda, siguen atravesando a los movimientos. En el caso de los Chalecos amarillos, son atizadas por los medios y el sistema político, al tiempo que expresan la vaguedad que todavía caracteriza a las modalidades de la ruptura. Hay que decir que, en el desierto político contemporáneo, trabajado por cincuenta años de contrarrevolución, no es fácil orientarse.
Los límites del movimiento de los Chalecos amarillos, los de todos los movimientos que se desplegaron desde 2011, son evidentes. Pero ninguna fuerza “exterior”, ningún partido puede ocuparse, como lo habían hecho los bolcheviques, de señalar “qué hacer” y “cómo”. Estas indicaciones solo pueden venir del interior, de manera inmanente. El interior está aquí constituido, entre otras cosas, por los saberes, la experiencia, los puntos de vista de otros movimientos políticos, porque las luchas de los Chalecos amarillos, a diferencia de la “clase obrera”, no tienen la capacidad de representar a todo el proletariado, ni de expresar la crítica de todas las dominaciones que constituyen la máquina del capitalismo.
El movimiento de los “colonizados del interior”, constituido sobre la división Norte/Sur, que reproduce un “tercer mundo” al interior de los países del centro, necesariamente implica la crítica de la segregación interna, pero al mismo tiempo la de la dominación internacional del capital, de la explotación mundial de la fuerza de trabajo y de los recursos del planeta. Esto es algo claramente ausente en los Chalecos amarillos. Ante la ausencia de este componente “racial” e internacional del capitalismo, el movimiento a veces parece un “nacionalismo franchute”. Ahora bien, es imposible ilusionarse con el espacio nacional: el Estado nación del siglo XIX debe su existencia a la dimensión mundial del capitalismo colonialista y el Estado de bienestar le debe la suya a la revolución mundial y al enfrentamiento global estratégico de la guerra fría.
