el sótano de la escritura

El ejercicio de escribir un diario, y de leer compulsivamente diarios de escritores a lo largo de los últimos seis meses, ha terminado por imponerme una reflexión sostenida sobre la intimidad, sus pliegues y sus trampas.

Se suele atribuir al género del diario íntimo una verdad mayor de la que atribuimos a la fi cción, y aun a las memorias y la correspondencia. El hecho de escribir día a día —sin la edición que efectúan, de manera natural, el tiempo y la memoria— parece propiciar una autenticidad específi ca, atada al desnudo aburrimiento de lo cotidiano. En el diario, el escritor se desdobla y se observa como otro para hablar consigo mismo, prescindiendo de todo cálculo. Y si bien muchos diarios se publican en vida del autor, me parece que la mayoría son pensados para su aparición póstuma: hay verdades que, para decirse, necesitan del silencio de su artífice.

Al mismo tiempo, paradójicamente, el diario íntimo mantiene una relación muy estrecha con la mentira: uno escribe allí todas aquellas cosas que necesita decirse pero que no podría decirle a los demás. Como en un juego de espejos, revelar una verdad es también revelar una mentira. La tinta canta lo que la voz esconde.

El primer diario que recuerdo haber leído, el de Anaïs Nin, me afirmó en esta idea escurridiza. Es el diario de lo prohibido por antonomasia; en sus páginas, Nin relata pormenorizadamente las idas y venidas de un adulterio a tres bandas (con Henry Miller y la esposa de este, June), además de confesar su transgresión mayúscula: la relación incestuosa con su padre, descrita con una candidez y una apertura casi kamikazes.

En otros diarios, la relación entre el secreto y el exhibicionismo, entre lo público y lo íntimo, se articula de modos más complejos. André Gide, autor de uno de los grandes diarios del siglo XX, fue también uno de los primeros escritores que decidió publicar en vida algunos fragmentos de esa obra. El proceso de edición y purga no debe haber sido sencillo: Gide, casado con su prima Madeleine, nunca consumó su matrimonio (según explica Laura Freixas en el prólogo a su edición del Diario que publicó Alba Editorial), pero sí sostuvo amoríos de corta y larga duración con varios hombres (adolescentes, sobre todo: fue un pederasta sin complejos), además de concebir una hija con la hija de un amigo suyo. “La facilidad de la mentira me turbará siempre”, resume Gide, casi sorprendido por la duplicidad de su propia vida.

Pero a veces el diario no alcanza a ser un espacio lo suficientemente oculto como para verter los secretos, y entonces surgen los segundos diarios, los noctuarios (como llamó a los suyos Salvador Elizondo), los lados B del lado B, el sótano del sótano. Varios autores llevaron dos diarios simultáneos, uno más público que otro. La escritura se articula, como la personalidad, en capas.

Witold Gombrowicz empezó a escribir su célebre Diario (1953- 1969) por invitación de la revista Kultura, en donde lo iba publicando por entregas. En esas páginas practica la burla y la invectiva contra los intelectuales polacos del exilio, la autodenostación, la crítica feroz y el ensayo. En paralelo, Gombrowicz escribía un segundo diario, publicado en Polonia y en Francia después de su muerte y titulado Kronos. Allí, el polaco se permite, por primera vez, hablar de manera explícita de su bisexualidad —tan explícitamente que lleva un registro de los jóvenes con los que coge.

También Lev Tolstói, férreo moralista que alternaba la disipación y el ascetismo, incurrió en la práctica del doble cuaderno. Las páginas del diario que le daba a pasar en limpio a su esposa callaban lo que escribía en otras páginas, que guardaba en sus botas.

Claro que no todos los secretos que guardan los diarios son de índole sexual. Muchos grandes diaristas (Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Sándor Márai y Virginia Woolf son los primeros que me vienen a la mente) terminaron por suicidarse, y no me parece del todo casual. La centralidad de la muerte en sus vidas es, también, un secreto que los diaristas engordan a oscuras, en el sótano de la casa, hasta que la bestia termina por devorarlos.

El diario define una dimensión a la que nos hemos desacostumbrado por completo: la intimidad. Partidos entre la fantástica estulticia de las redes sociales y la defensa activista de la privacidad —esa versión degradada y comerciable de lo íntimo—, se nos olvida a veces que el secreto y la mentira son tan necesarios como inevitables. La lectura y escritura del diario íntimo abre un espacio en el que el secreto no es lucrativo, porque no es información que le interese a las corporaciones sino una modalidad del silencio. Contra el imperio de los “datos personales”, el diario se erige en depositario de contradicciones, ruido y exceso que no cede, sótano en el que se rozan la verdad y la mentira, de espaldas a todo.