crisis eran las de antes
Uno de los pocos integrantes de la primera y mítica época de crisis que aún vive, cuenta sus inéditos recuerdos con el desenfado de quien se sabe parte de un colectivo que ya es historia. ¿Quién era y cómo se manejaba con sus empleados el intrigante mecenas «Fico» Vogelius? Galeano, Gelman, Julia Constenla, Benedetti, Gilio, Zito Lema… y muchas alusiones más.
Mi trabajo en crisis duró exactamente veinticinco meses, de diciembre de 1973 a diciembre de 1975. Y digo “durar” porque la experiencia se cortó abruptamente con mi secuestro por parte de las fuerzas represivas. Pero vayamos al inicio: tras abandonar Uruguay en medio de una desbandada de población (sobre todo montevideana) que descalabró la estructura social del país, me instalé en Buenos Aires y salí a ofrecer mi oficio de “cocinero editorial” a diversas editoriales como Amorrortu y Grijalbo. Particularmente toqué la puerta de quien era por entonces el director de la revista crisis, Eduardo Galeano. Ya había trabajado con él en 1970, cuando dirigía el Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República. De hecho corregí las pruebas, indicé y preparé el original de Las venas abiertas de América Latina. Cuando el segundo golpe de Estado arrasó con la autonomía universitaria, Galeano se retiró y dejamos de vernos hasta que crucé al otro lado del río, dos años más tarde. Eduardo me dio algunos originales de crisis para acortar, sin censura; o para pulir, estilísticamente hablando.
1973 fue muy conmocionante no solo para Uruguay sino también para Argentina. El tiempo transcurría presuroso, “pasaban muchas cosas”: buscaba vivienda, hacía trámites, trabajaba no sé cuántas horas y un día la subdirectora de la revista –Julia “Chiquita” Constenla– me propuso colaborar en el cuidado de la edición, dándole seguimiento a los pliegos y tapas en imprenta, también a la encuadernación. En febrero de ese año ya trabajaba en un régimen fijo a tiempo parcial, con sueldo estable. Poco después, Federico “Fico” Vogelius, el factótum de crisis, hizo un nuevo enroque: despidió sin más a quien coordinaba contratos con el mundo imprentero (y administraba un insumo clave: el papel) y me ofreció hacerme cargo de una parte de esos contactos y controles. El suministro de papel, sin embargo, quedó en sus manos. Luego de contratarme por sesenta horas mensuales, Vogelius me propuso incorporarme plenamente a la editorial, que no publicaba solo la revista crisis; a través de la Fundación FV, por ejemplo, financiaba la revista Historiografía.
Vogelius, vehemente, rápido, decidido hasta lo despótico, era todo un personaje. Se decía que contaba en la quinta La Paz -su hogar- con un plantel de dieciséis empleados entre bibliotecarias, chofer, personal doméstico, jardinero, la secretaria y “su camionero particular”. Mientras tanto, en su oficina-mundo atendía a empresarios, gente del arte, proveedores; coordinaba y disponía todo, en primer lugar lo relativo a crisis. Físicamente su despacho estaba al lado del de Eduardo, pero mientras Galeano venía cuatro tardes por semana, Fico estaba allí los cinco días hábiles, mañana y tarde. Una vez entré a su oficina justo cuando estaba despidiendo a su marchand, un veterano voluminoso que se fue con un exhorto: “A ver, Fico, cuando dejás todas esas actividades empresariales que te distraen y no te permiten concentrarte en el arte”. Fico me miró pícaramente y me dijo: “Este no se da cuenta de que me puedo dedicar al arte porque tengo todas estas empresas”. De sus asistentes escuché que eran cincuenta y seis los emprendimientos. Algunos típicamente industriales, como producción de cerámica; otros, más comerciales, como la red de máquinas tragamonedas que tenía en el sur del Gran Buenos Aires.
desde adentro
Cuando ingresé éramos dieciséis: nueve argentos y siete yoruguas. La oficina era sede de la revista, de la Editorial del Noroeste, nombre legal de la editora de crisis, de la Fundación F. V., y de toda la actividad de Vogelius. Algunos no estaban dedicados a la revista. Mario Benedetti estaba a cargo de una colección de literatura en la incipiente editorial. También Horacio Achával. Mi tarea se repartía casi en partes iguales entre ediciones de libros (más adelante también Cuadernos de crisis) y la revista.
Debido a sus vastísimas conexiones con el mundo de la cultura, Vogelius tendía a acumular originales de los más diversos temas y autores. Con discrecionalidad, este hombre con tres títulos académicos, decidía por sí y ante sí cuáles se publicarían y cuáles no. Mi función como asesor o coordinador editorial era a menudo oficiar de colchón, de amortiguador ante algunos reclamos, y transmitir “resoluciones”. Recuerdo un episodio penoso con una memoria o autobiografía de Enrique Cadícamo. Fico había recibido el original y optó por no publicarlo. Pero, claro, Cadícamo, además de un veterano de setenta y cinco años, muy entrador, era famoso, y Vogelius quería evitar transmitirle la decisión. Me mandaba a mí a recibirlo. A la segunda o tercera vez sin respuesta, Cadícamo se calentó, tomó la postergación como negativa y se mandó a mudar.
La estructura ideológica de la revista era un mosaico, como la editorial y la vida misma de Vogelius. Coexistían conflictivamente un redactor como Hernán Mario Cuevas, demoliberal, antifascista y antiperonista; un polo nacionalista properonista con Constenla, sustituida luego por Aníbal Ford; y un abanico que iba desde Juan Gelman hasta Fermín Chávez, peronista neto; y la vertiente Galeano que se inspiraba en Jorge Abelardo Ramos pero tenía consigo la vena uruguaya que pasaba por Carlos Quijano y su semanario Marcha, por el marxismo y ciertos rasgos de librepensamiento. Con Galeano y Benedetti venía además cierto espíritu epocal de identificación con Cuba, Fidel Castro y Prensa Latina. No era una convivencia fácil. Cuevas era sostenido por Vogelius vaya uno a saber por qué. Dentro de la revista funcionaba casi tabicado, reducido, cercado en los carnet, una de las pocas secciones fijas con artículos y comentarios breves sobre historia, literatura y temas de actualidad. Gran revuelo causó entre los peronistas uno que editó recordando que Perón se deslumbró por la Italia fascista. Estaba documentado. Había que tragárselo. Porque en Argentina, en los setenta, se podía ser perfectamente peronista y antifascista. Además de los inevitables ombliguismos de tanto intelectual de izquierda (en eso iguales a los de derecha), crisis acogió excelentes labores periodísticas, como las formidables entrevistas de María Esther Gilio, otra del pelotón de salida del Uruguay, o de Eric Nepomuceno, de Brasil. Desde el punto de vista de los ingresos de los trabajadores, la revista cumplía con las marcas de jerarquía de cualquier editorial o empresa “normal” del rubro. Me tomé el trabajo de calcular el salario-hora de la tucumana a cargo de la cocina y el del director editorial y la relación era 31 a 1. Un abanico demasiado amplio en una empresa tan chica. El sueldo del miniaparato administrativo –los que facturaban, empaquetaban, transportaban, casi todos uruguayos–, era francamente bajo.
Roberto Gomensoro, otro yorugua, activista político del PCR (Partido Comunista Revolucionario), ingresó al equipo como yo: directo al núcleo, como coordinador de la sección ventas de la editorial y se fue granjeando la confianza de Vogelius. Antes de su llegadao, junto con varios de los que estaban “en negro” como yo, habíamos decidido hacer una denuncia al Ministerio de Trabajo para que nos blanquearan. A esa “movida” no se sumaron, claro, los intelectuales profesionales como Gelman, Galeano, Zito Lema y tampoco Gomensoro, aunque en su caso él me explicó que fue “para escamotear toda identificación” ya que estaba “clande” en Buenos Aires. Lo cierto es que sorprendentemente nuestra denuncia funcionó y si bien no conozco el conciliábulo entre Gomensoro y Vogelius, sí sé y vi que Gomensoro se apersonó al inspector que se presentó y “resolvió”, o mejor dicho disolvió la inspección con unos pesos. José, Elizabeth, Graciela, algún otro del que no recuerdo el nombre, yo mismo, quedamos contrariados con nuestro pequeño naufragio y con la constatación, una vez más, del grado de corrupción generalizado de las estructuras públicas argentinas (ni que hablar de las privadas). Yo era el menos perjudicado por estar −entonces y hasta julio de 1975− en la escala alta de salarios. El papel de Roberto, tan identificado con la causa de los explotados y a la vez, por su seguridad política y personal, tan dispuesto a jugar la carta propatronal, me hizo pensar en el triste rol de algunas militancias políticas que dialécticamente tienen que hacer lo opuesto a lo que predican.
el comienzo del fin
1975 empezó mal y fue cada vez peor. No recuerdo la fecha, pero un día lo llaman a Vogelius de la quinta y le dicen que tenían secuestrados a su esposa e hijos. Se le saltaban las lágrimas pero allá fue y arregló el rescate con guita. A partir de ese momento contrató a tipos de inteligencia y andaba con guardaespaldas todo el santo día. Una vez, al salir, me cruzo con Fico y su sexuado ángel guardián. Me ofrece llevarme y acepto. Fico, al volante, el gorilón a su lado con la pistola (debía ser una 45) y yo atrás. Fico manejaba endemoniadamente, cruzaba en amarillo, sobrepasaba coches y el guardaespaldas comunicándole todo el tiempo sus sospechas: moto por derecha, viene rápido, el brazo con la pistola en alto blandiéndola de un lado al otro. Si Vogelius vivía acelerado, con el secuestro se había recargado.
A esa altura ya me había hecho cargo del área de producción gráfica y en ese mismo año Fico decide “ampliarla” con un asistente, Carlos Revello. Otro uruguayo exiliado. Fiel a su estilo, Vogelius decidió cubrir traslados de originales y matrices utilizando el domicilio de Carlos. Esa dirección era trucha porque Revello había estado preso. Cuando Fico descubrió el engaño se sintió ultrajado en su buena fe y despidió a Carlos literal y físicamente, llevándolo a la rastra hasta el ascensor. Revello pidió testigos de esta expulsión cuasiviolenta ante la consternación y el silencio de los presentes. Solo dos dimos nuestra anuencia a atestiguar: Gelman y yo. Cuando llegó la citación del juzgado, Juan no podía presentarse por estar semiclandestino. Quedé yo y fui solo. Fico, a su vez, consiguió otros dos testigos presenciales que no habían visto lo acontecido. Uno era Eduardo Sarlanga, el diagramador y cuñado; el otro, si mal no recuerdo, su chofer Murtagh.
No le fue bien a Vogelius. Un testigo de los suyos, Sarlanguita, reconoció toda la escaramuza y la denuncia de Carlos. Calculo que Revello recibió una indemnización y yo quedé un poco en la cuerda floja. El deterioro del país se intensificaba a pasos agigantados. Y el terror avanzaba con la Triple A. Secuestraron a un periodista de investigación –Villar Araújo– que había denunciado un chanchullo entreguista con el petróleo. Vogelius lo había contratado pensándolo como futuro director de una revista que quería publicar en Buenos Aires inspirada en Ciudadano, publicación española de ecología que denunciaba el mundo empresario como agente de daño. Cuando lo sueltan, Villar Araújo da una conferencia de prensa y nos anuncia que le dieron un plazo perentorio para irse del país. A las dos semanas de su “liberación” viajó a España contratado para trabajar en Ciudadano. Con el naufragio del proyecto se publicaron en crisis algunos artículos con esa veta, ajena a la intelectualidad latinoamericanista forjista, abelardista, izquierdista que caracterizaba a la mayor parte de los artículos.
Empezaba el tiempo de las amenazas de muerte. A mí me tocó, por ejemplo, recibir una voz pausada y grave que me anunciaba que el autor de los tampones tóxicos (una de esas notas de calidad ambiental) iba a morir. Eduardo atendió otra llamada y “muy profesionalmente” le explicaron que el horario para recibir amenazas era más temprano.
Si no me falla la memoria, el 3 de julio de 1975 Celestino Rodríguez anunció su plan económico. La CGT esta vez rompió con el aparato político al que tanto había secundado despertando ira en la izquierda y llamó a una movilización contra el Rodrigazo. Lorenzo Miguel enfrentado a un gobierno peronista. De la revista soy el único que abandonó el lugar de trabajo para ir a Plaza de Mayo. Vogelius tuvo un nuevo motivo de enojo. Me siguió, me increpó, y al lado ya del ascensor me chuzó: “¿Y vos tan izquierdoso vas a plegarte a la burocracia sindical, eh?”. Le respondí que el paquete económico era inaceptable, hambreador. Él me gritó: “¡Conmigo terminaste! ¡No vas a ver un aumento más!”. Y cumplió su promesa.
Por ese entonces mi escritorio se fue convirtiendo en una suerte de trinchera contra el intelectualismo que se siente protagonista del mundo, al estilo Asís, por ejemplo. Ford tenía otro corte. Pertenecía a la capa reconocida, profesional, docente universitario, pero era un laburador. Jamás ostentaba. Creo que en el mismo mes de mi desaparición, diciembre de 1975, me tocó leer una reflexión de Haroldo Conti en la que sostiene que, al usar su máquina de escribir, en rigor era un “trabajador manual de la cultura”. Me pareció tan forzado asimilarse así al proletariado, obviar nada menos que la cuestión de la enajenación, que hice un cartel alusivo al texto de Conti: “Las últimas investigaciones nos permiten identificar toda una serie de organizaciones sindicales para nuevas ramas de actividad vinculadas con la mano: Sindicato de la Ventilación, que agrupa a damas de alcurnia que se abanican; Sindicato Dactilar, que representa a los pungas, y otro sindicato para los que usan la mano para masturbarse y así, sucesivamente varias agrupaciones sindicales una más absurda que la otra”. Ford se indignó. Exigió que lo retirara. Me negué, obviamente. Pocos días después me retiraban a mí de circulación. Me imagino a Ford quitando toda mi cartelería con ganas.
Mientras yo estaba en prisión fue secuestrado Conti, quien jamás fue recuperado, ni vivo ni muerto. Lo mío resultó, en comparación, apenas un percance.
sin retorno
A la salida de la cárcel en 1977 viví lejos de la Argentina, expulsado por una década. crisis estaba clausurada, borrada de la faz de la tierra. Vogelius había decidido, ya avanzada la segunda mitad de 1976, mudarse a Inglaterra. En alguna de sus visitas relámpago contó que en Londres había escasez de azúcar blanca y que como necesitaba para su familia fue a un hotel de primera categoría, pidió un té y vació en el bolsillo el contenido generoso de la azucarera. En alguno de esos regresos, finalmente, lo estaban esperando en el aeropuerto.
El secuestro cumplió su cometido. No sé cómo se habrá librado de las confiscaciones de tantas aves rapaces que con el uniforme militar hicieron leguas para quitarle todo: su biblioteca vastísima y valiosísima, su pinacoteca fuera de serie, todos sus formidables bienes culturales. Supe que estuvo un año preso en la cárcel modelo de La Plata. Sus colaboradores me dijeron que fue bibliotecario del pabellón, un reconocimiento siquiera simbólico a su capacidad.
En el reencuentro que tuve diez años después con Aníbal (Ford), él mostró una tibieza que revelaba que no habíamos formado parte de lo mismo. Y eso que habíamos bregado juntos en tantas instancias. Con Eduardo (Galeano) apenas si nos vimos. Vivía en Uruguay y su asistencia a la crisis renacida fue apenas simbólica. Con Roberto (Gomensoro) resultó penosamente distinto: le perdí la pisada y jamás pude saber nada de él salvo que habría llegado a refugiarse en Suiza. Vogelius, sin embargo, con quien tanto me enemisté en episodios sindicales, judiciales, culinarios, económicos, en una memoria suya me ubica en el núcleo duro y confiable de crisis. No lo hacía tan ecuánime por su carácter atrabiliario. Pero era increíblemente perceptivo. En cierto sentido crisis fue tormentosa y por ello tal vez muy representativa de la situación que a todos nos envolvía.
