Boost & Bounce, derivas virtuales

¿Hasta dónde nos puede llevar un anodino clic? El escritor Tomás Downey rebota en Google, de página en página, de link en link, en busca de unas zapatillas, y en la oleada protagoniza una caída sin retorno por los mil y un círculos de internet.

Hace tres meses hice clic en una publicidad de zapatillas de Adidas para runners. El modelo se llama Supernova, viene totalmente en negro y cuesta trece mil novecientos noventa y nueve pesos. Hace tres meses, pagar eso por un par de zapatillas me parecía ridículo, obsceno. Hoy ya no sé, me acostumbré al número.

En todos lados −en todos los sitios de internet a los que entro, quiero decir− se me aparecen las Supernova con su brillo oscuro, su mediasuela híbrida, “que combina el increíble retorno de energía de Boost con la elasticidad de Bounce”, su fabricación a base de plásticos reciclados recuperados del océano, su valoración de 4.7/5, promediando las opiniones de más de 977 clientes satisfechos. El algoritmo, con su insistencia ciega, me repite una y otra vez: acá están, sabíamos que las querías incluso antes de que vos lo supieras. Y te las vamos a seguir ofreciendo aún después de que las hayas comprado.

El algoritmo se parece a veces a un mal sueño, al retorno de lo reprimido. Un deseo zombie. Una pesadilla erótica en la que la voluptuosidad se vuelve exceso y empalaga, ahoga.

Me propongo desoír el canto de sirenas, escapar hacia las profundidades de internet y desdibujar el mapa de mis supuestos intereses. Dentro de la página de Adidas, busco el link menos seductor. “Acerca de”, en el último rincón. Me lleva a una página con la dirección de las oficinas. Busco en Google el domicilio: San Isidro, cerca de la Panamericana. El mapa está lleno de marcas que también son links: venta de ropa, restaurantes, sanatorios, sanitarios, colchones. En un rincón, arriba a la derecha, aparece la Plaza Martínez, que no conozco y parece inofensiva, es solo una plaza. Hago clic y a la izquierda, entre otros datos, asoma un panel con los horarios, la dirección y un teléfono que me imagino sonando en una habitación vacía. Un poco más abajo están las opiniones, 4.6/5, promediando las valoraciones de 1834 ¿vecinos?, ¿usuarios de Google? Uno cuenta: “Fui con mi novia a tomar un helado de La Plaza y estuvo interesante”. Googleo La Plaza helados y leo que la heladería La Plaza (4.2/5, promedio de 184 opiniones) queda en Martínez, tiene buenos precios y al parecer hacen muy ricos waffles. En los 0,91 segundos en que Google tarda en recolectar 68.500.000 resultados sobre waffle, recuerdo los de la peatonal de Miramar en mi infancia. Pero la pantalla le gana la partida por mi atención a la memoria, y leo en Wikipedia que en castellano el término correcto es gofre (del francés gaufre) y que “es una especie de galleta con masa crujiente parecida a un barquillo, de tipo oblea y de origen belga, que se cocina entre dos planchas calientes”. Pero me interesan datos más azarosos, como un grabado medieval en el que dos hombres hacen protowaffles con una plancha de hierro , o el link sobre los waffles de foodtimeline.org. Está en inglés y descubro que uno de sus antecedentes son una especie de panqueques conocidos como obleios que se comían en la antigua Grecia. Leo que mucho antes que los waffl es y los obleios, en el neolítico, cocinaban una pulpa de cereal sobre una piedra caliente, que daban vuelta (fl ip) para que se cociera de ambos lados. Ojeo sobre panqueques, pitas, crêpes y empieza a acechar el aburrimiento. La página puede escrolearse hasta el infinito y no tiene atractivo visual, letras negras sobre un fondo marrón clarito. De nuevo escapo por los links que no le interesan a nadie. Leo sobre cómo convertirse en historiador culinario (“es una carrera de nicho”) y paso a la página de Wikipedia de Lynne Olver, bibliotecaria, historiadora culinaria y única autora de foodtimeline, sitio que inició en 1999. Casi toda la información de la página está extraída de los más de dos mil libros que Olver coleccionó a lo largo de los años. A diferencia de otros sitios, aclaran, las entradas de foodtimeline.org están sostenidas por citas cuya veracidad puede confirmarse en ese archivo. Leo que luego de la muerte de Olver, en 2015, su familia entrevistó varios candidatos para que dirigiesen el sitio. Eligieron el Programa de Estudios Culinarios de Virginia Tech, un “instituto politécnico y universidad estatal” en Blacksburg, Virginia, fundado en 1872. Entre los apartados del artículo, uno me llama la atención: “Sucesos de abril de 2007”. Hago clic. Leo que el 16 de abril, un estudiante surcoreano llamado Seung-Hui Cho asesinó a treinta y dos personas antes de suicidarse. Leo que Seung-Hui Cho había nacido en Seúl el 18 de enero de 1984 (el mismo año que yo) y que a los ocho años, según su familia, le diagnosticaron autismo. Por esa época emigró con sus padres y su hermana mayor a Estados Unidos. Se instalaron en el condado de Fairfax, al norte de Virginia. Al momento de la masacre, Seung-Hui era un estudiante de literatura inglesa cursando su último año. Los especialistas, luego, afirmaron que su conducta no encuadraba en el espectro autista, que probablemente hubiese sido víctima de maltrato infantil o abuso sexual, que debía padecer psicopatía, esquizofrenia paranoide y trastorno bipolar, y que el desencadenante había sido, seguramente, una depresión. Leo que quienes lo conocían lo describieron como una persona solitaria que apenas hablaba, que a veces era violento y tenía “conductas aberrantes” −una vez prendió fuego un cesto de papeles en su habitación de la universidad y el fuego alcanzó un listado que circulaba para que se anotaran los estudiantes y que él había firmado como “?”. Leo que sus compañeros de habitación contaron que una noche, luego de unas cervezas, confesó que tenía “una novia inventada que vivía en el espacio”. Otro compañero cuenta que, al enterarse de la masacre, se dijo “apuesto que fue Cho”. Leo que cuando lo encontraron, ya muerto, vieron que se había escrito con tinta ocre en el brazo la frase “Ismail Ax”. Asumo que tiene alguna conexión con el Ishmael del Pequod y selecciono, clic derecho, busco en Google. Enseguida aparecen fotos de Seung-Hui Cho. Las primeras parecen de algún carnet de identidad, en las siguientes está con el arma, apuntando al lente o a su propia cabeza. En todas tiene el mismo gesto, como si su realidad interna excediera las circunstancias. Como si dentro de él hiciera mucho calor, o mucho frío. Leo que todos asumieron que “Ismail Ax” era un acertijo y que nadie lograba descifrarlo, hasta que un televidente del Nightline, de la cadena ABC, llamó al aire porque había reconocido la frase. Era una línea de un poema de Drum Hadley, poeta beat, firmado con el seudónimo Yonder Ridgeline. El poema (traduzco en tiempo real, con ayuda de DeepL) se llama Los ganaderos de cabras, y dice así: “Fueron donde habían pastoreado cabras cuando eran niños/ Fueron donde fueron amantes/ Fueron donde se casaron, aquí, hace cincuenta años/ Los rastros del hacha de Ismael en las cicatrices de los troncos de los cedros/ Cruzando los cañones y arroyos sinuosos”. Pero el poema habla de “Ishmael’s Ax”, no de Ismail, y más que esa referencia a las marcas del hacha en los árboles (que podemos forzar como siniestra), y el hecho de que “Ishmael” se traduce como “Dios oirá”, no veo la conexión. Escroleo un poco más, y empiezan las publicidades. Una de ellas, por supuesto, de las Adidas Supernova.

Trato de escapar, como si hubiese tocado el borde de un remolino. Vuelvo para atrás y encuentro una página donde hay dos obras de Seung-Hui (que en su momento “preocuparon a sus profesores por su carga de violencia”), Richard McBeef y Mr. Brownstone. Los personajes son Richard McBeef, padrastro; Sue, madre, y John, hijo, 13 años. Los escenarios: un living, un sótano y un auto. La obra empieza una mañana en la que el sol entra por las ventanas de la cocina, Richard lee el diario y John entra a buscar una barra de cereal. Hola, John, dice Richard con una sonrisa forzada. ¿Qué hacés, pelotudo?, responde John. (Me tomo la libertad de traducir “dick” −pija− como “pelotudo”). Probá llamándome papá, responde Richard. No sos mi papá y lo sabés, pelotudo, insiste John mientras mastica con bronca. Dale, John. Sentate. Tenemos que tener una charla hombre a hombre, dice Richard, y empuja una silla, se la ofrece. John responde: hombre a hombre tu culo, amigo. Y ahí me quedo, y me pregunto quién habrá subido estas obras (muy breves, de unas diez páginas cada una), y me parece que ese pozo es todavía más profundo, ese remolino gira con más fuerza. Escapo de nuevo, busco a qué agarrarme. Leo que las armas usadas por Seung-Hui fueron una Walther P22 y una Glock 19, dos pistolas semiautomáticas, y que compró balas de punta hueca, que causan más daño porque al ingresar al tejido se expanden. Pero no, por ahí tampoco. Salto a la entrada de la Walther P22 y leo que se empezó a producir en 2002, que es calibre 5,5 mm, y que su diseño y fabricación son de la compañía Walther America, asociada con Smith & Wesson. En guns.com, una usada cuesta cuatrocientos cincuenta y seis dólares con noventa y nueve centavos. No encuentro puntaje ni reseñas de usuarios. Traduce DeepL, esta vez ni intervengo: “La originalidad en su máxima expresión. Esta arma de fuego es el testimonio de una historia de logros sin precedentes tanto en ingenio como en eficacia.”. Leo que también fue usada en el tiroteo de la escuela de Kauhajoki, en Finlandia, en el que Matti Juhani Saari, de veintidós años, mató a diez personas antes de pegarse un tiro en la cabeza. Leo que uno de los vigilantes de la escuela, Jukka Forsberg, que sobrevivió, dijo que Jukka estaba muy bien preparado y “caminaba con tranquilidad”. Además de la Walther P22, tenía en la mochila varios cócteles molotov preparados por él mismo y una máscara de ski. En una foto se lo ve apuntando a cámara y sonriendo. Era muy rubio y estaba perdiendo el pelo. Tiene puestas unas zapatillas negras, con las tres rayas al costado.

Escapo de nuevo, busco a qué agarrarme para que no me arrastre la corriente. Leo que las armas usadas por Seung-Hui fueron una Walther P22 y una Glock 19, dos pistolas semiautomáticas, y que compró balas de punta hueca, que causan más daño que las normales.

Cierro la computadora.

A unas quince cuadras de mi casa hay un local de Adidas. Necesitado de materialidad, voy hasta allá a tocar las Supernova, a probármelas, a comprobar mis sospechas: no van a ser tan cómodas como en mis fantasías, tan lindas, no valen lo que cuestan. Pero no las tienen. Un vendedor al que le veo cara conocida −¿me lo crucé en alguna red social?, ¿nos habrá sugerido el algoritmo nuestras respectivas cuentas?− me dice que ese modelo se vende solo por internet y me lleva hasta unas pantallas donde puedo entrar a adidas.com. Dice que si no me quedan bien, incluso si me arrepiento, puedo cambiarlas o pedir la devolución del dinero. Leo: “el increíble retorno de energía de Boost con la elasticidad de Bounce”. ¿Qué es Boost?, le pregunto, ¿qué es Bounce? Él sacude la cabeza, busca con la mirada a algún colega por el salón, no encuentra a nadie y me mira de nuevo, derrotado. Él también está perdido.