Carlos Busqued, Esteban Podeti y la autoestima de una nación

En algún momento de 2008 compré Bajo este sol tremendo, la primera novela de Carlos Busqued, en la librería Hernández de Corrientes y Uruguay. Lo compré porque había sido publicado por Anagrama y porque me había gustado la tapa, con sus cruces siniestras y aquel elefante sobreexpuesto. No sabía nada del libro ni del autor. Cuando terminé de leerlo quedé perplejo. No parecía una novela argentina. Pero tampoco parecía uno de esos libros profesionales y con un tenue sabor a gelatina hechos en el planeta Anagrama. Voy a decirlo de otra manera: sí que era un poco ambas cosas, pero lo era de una forma bella, monstruosa, estimulante.
Busqued no parecía pertenecer a ninguna de las sectas literarias argentinas de aquella época: no era realista barrial, ni un posvanguardista a veces pop, gracias a Dios tampoco un poeta con novela bajo el brazo. Ni siquiera se parecía a los solemnes de provincias ni a los salieris de Fogwill ni era una franquicia de Lorrie Moore. Su trabajo era poco frecuente: muy meditado –no puedo evitar el placer estético que me generan las novelas muy corregidas, a veces pienso que me alimento del dolor– pero al mismo tiempo sucio. Un objeto pustulento y seco a la vez, tan filoso en su estructura como nihilista en sus principios. Suele suceder con los clásicos: la novela transitaba todas esas duplicidades con una felicidad única. Era y todavía es una joya, un poliedro precioso.
Varias veces me pregunté qué habría sucedido si Bajo este sol tremendo no hubiera sido publicada bajo la tremenda y beneficiosa sombra de Anagrama. Creo que entre ambos se dio una simbiosis perfecta. La novela había procesado lo mejor del catálogo de la editorial de Jorge Herralde: Burroughs, Kenzaburo Oé, Capote, Bukowski, Norman Mailer, Vonnegut, Hunter Thompson, todos regurgitados con gracia y luego vomitados sobre Lapachito, Chaco. Busqued publicó en Anagrama porque era inmensamente talentoso y también porque había sido creado por Anagrama. Quizás por eso la novela tenía buena parte de los requisitos Anagrama para las novelas argentinas: una pizca de color local, un ribete de exotismo y si no hay minimalismo que haya pampa, pobreza o dictadura militar.
En un gran texto Juan Terranova señaló justamente eso: Bajo este sol tremendo es una novela sobre la última dictadura militar argentina. Algo que yo había pasado por alto en mi primera y fascinada lectura. Al releerla bajo este prisma me doy cuenta de que existe ahí una astucia, tanto de Terranova como de Busqued. Es cierto que la novela habla de “los efectos de la dictadura en la sociedad civil, que fue al mismo tiempo cómplice y víctima”, tal como reza nuestro mantra progresista. Pero también es cierto que hay un punto en que clausura a ese tipo de obras tan frecuentes en los últimos treinta años de nuestro país: al ser una novela sobre la dictadura pero sin desaparecidos, lleva esta pregunta a un nivel metafísico que organiza toda la obra de Busqued. Se trata de la pregunta por el origen del mal, por aquello que el mal trae hacia la historia, y por sus formas de reverberar en el presente. Una pregunta religiosa, una pregunta social, la pregunta de un gran escritor.
Si alguna vez buscan ejemplos sobre cómo actualizar el aún vigente programa de Borges en El escritor argentino y la tradición, el desafío de ser nacional sin dejarse seducir por lo pintoresco ni renegar por ello de lo universal, Bajo este sol tremendo es un ejemplo casi perfecto: en el Corán de Busqued no hay extractivismo ni estado, y la dictadura es tematizada pero al mismo tiempo se la deja atrás. Busqued logró generar un lugar único e imprevisto para nuestra literatura. Le dio a Anagrama –y a nosotros– más de lo que Anagrama –y nosotros– le dimos a Busqued.
una pila de vida
En 1962 Julio Cortázar publicó sus Historias de Cronopios y de Famas. Para muchos es un libro horrible, naif, de un surrealismo adolescente. Y creo que para mí también. Pero como Cortázar fue Cortázar a través y no a pesar de ese libro, me gustaría retomar la figura del cronopio para pensar algo del legado de Carlos Busqued. En Cortázar un cronopio no es un muñequito de Toy Story sino un sistema ético que construye una estética. Pero antes de avanzar en este razonamiento tengo que hablar, sin embargo, de Magnetizado, la segunda novela de Busqued, también publicada por Anagrama. Y empiezo por el final: no la pude terminar, algo que acaso hable bien de la novela y mal de mí.
En los papeles Magnetizado lo tenía todo: en el profundo y respetuoso diálogo que lo llevó a la reconstrucción de los crímenes de Ricardo Melogno, Busqued se arriesgaba en otra carrera alucinada hacia el origen del mal. Un trabajo comprometido con los materiales, lejos del estereotipo del cronista transitoriamente arrabalero. La demolición literaria de la trama institucional con la que los poderosos hacen coincidir a la verdad con las formas jurídicas. Su debut como documentalista y montajista literario. Busqued se jugó para mirar al mal desde otro lugar y con el mismo rigor de siempre. Con su talento para armar frases perfectas en su destrucción.
Pese a todas estas virtudes creo que no siempre un enfoque correcto hace a un buen libro, y también creo que un buen libro puede ser poco interesante. Emmanuel Carrère escribió El adversario fascinado por Jean-Claude Romand, que cuando sus mentiras se desmoronaron asesinó a sus hijas y a su esposa para luego fingir demencia. Al final del libro Carrère lo enfrenta, lo interroga, decide que ha conocido al mal y, de una forma sutil y exquisitamente literaria, trascendiendo la moralina a la que nos tiene acostumbrados en el resto de sus libros –existe también la posibilidad de que por única vez yo esté de acuerdo con él–, toma partido y lo condena. Siempre compartí con Busqued el rechazo al fariseísmo burgués y europeo de Carrère, un escritor cuya principal virtud consiste en haber nacido en una buena familia y gracias a eso haber aprendido a difamar con elegancia a personas mucho más talentosas que él, sean San Pablo, Limónov o Philip K. Dick. A pesar de esto creo que El adversario es mejor que Magnetizado desde que, en lo personal, y por más que comprenda la crítica sistémica implícita en el libro de Busqued, me parece que el libro de Carrère logró que me cuestionase mi forma de pensar sobre el mal, mientras que Magnetizado confirmó lo que ya pensaba.
No se escriben buenos libros desde el morbo ni desde la piedad, que por su parte tiene una convivencia poco afable con el nihilismo. Pero hay artistas que pueden darse el lujo de escribir libros que a algunos críticos mal habidos no nos gusten sin que eso haga mella en su significación cultural ni en su contribución a la autoestima nacional. Busqued es –y digo es porque todavía me niego a aceptar que se haya ido– uno de esos pocos.
Así es que volvemos a Cortázar, que milita en esa misma categoría. En “El almuerzo”, uno de los breves capítulos de sus Historias de Cronopios y de Famas, Cortázar considera necesario explicar qué son los cronopios, qué son los famas y qué son las esperanzas, develando el mecanismo de esa parte de su libro. Para ello recurre en primer lugar a un “termómetro de vida”. Es así que los famas son infra-vida, es decir, se caracterizan por existir en una frecuencia experiencial donde el vitalismo, digámosle la potencia en términos de Deleuze o la fuerza en términos de George Lucas, es débil. Las esperanzas son para-vida, y esto significa que también están en otra frecuencia, no inferior como la de los famas pero sí, podría decirse, gastada, mal canalizada, incapaz de conectar con el presente. Los profesores de lengua son inter-vida, eso es, buscan la vida en el afuera, siempre en el lugar equivocado. Aunque no me identifico con los profesores de lengua, yo me siento un poco inter-vida. “En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero más por poesía que por verdad”.
Me gusta pensar que la super-vida es uno de los nombres que le hemos dado a la santidad. Y por eso creo que la figura del cronopio es útil para pensar el legado de Carlos Busqued. No porque fuera super-vida, ya que los que lo conocieron mejor que yo saben que siempre fue un defensor del suicidio como opción. Más bien porque fue border-vida, y esa, la vida border, es quizás una de las formas contemporáneas de la super-vida. En sus libros, a través de la narración de su vida en las redes sociales, en sus manifestaciones públicas, el cronopio border generó algo mucho más perdurable que un par de libros perdurables: una estética existencial que también fue una ética, donde el nihilismo podía comprometerse con lo importante, donde la negatividad jamás se permitía el cinismo, donde el dolor no era melancólico y donde la opción era siempre opuesta al liberalismo silvestre de nuestros famas. Así como su literatura era una indagación incansable y religiosa sobre la naturaleza del mal, su impulso vital fue una interrogación por el reverso de ese mal que lo obsesionaba: el de un compromiso sin imposturas con ser fiel a sí mismo. Así escribía Busqued en cualquiera de sus registros. Así vivía.
el susurro de lo que se pierde
Hay otro escritor contemporáneo que me hace acordar a Busqued por la genuina coherencia de su dispositivo y quizás también dada su obsesión por los despojos: Esteban Podeti. No se nada de él, sólo miro su Instagram (@podeti99) y su humor gráfico me llega por acá y por allá. Sé que colabora con asiduidad en la página Ponele.info y que publicó la Enciclopedia Mundial del Coso, en 2020, por Galería Editorial. El humor gráfico de Podeti tiene algo inocente y algo brutal, con una sensibilidad extrema para tomar el pulso fino de su tiempo. Como ocurre con Busqued, la obra de Podeti podría leerse como una búsqueda incansable por alcanzar algún tipo de verdad que surgiría en contraposición al concepto de civilización, al relato progresista del avance general de las cosas. Su método: auscultar el susurro de lo que se pierde.
Podeti es un dibujante obsesionado con el poder de la palabra. En la Enciclopedia… circulan 108 “cosos”, exquisitamente dibujados y glosados con gracia, cuya mera existencia nos habla no de cosas sin nombre preciso –como sucede con el “Naricero para anteojos de borde metálico” o la “Cucharita de café de máquina expendedora” o el “Eje retráctil del rollo de papel higiénico”– sino de energía social malgastada, desperdiciada, tirada al tacho. Pero no es una basura cualquiera: es una basura que, como los futuros perdidos de los que habla Mark Fisher, pulula entre nosotros y nos recuerda nuestra imposibilidad de construir –o al menos decir– una vida diferente. Por eso la “Colita rutera” tiene el mismo estatuto ontológico que la “Columna ensalchichada de pelotero infantil” y que el “Código QR”. Tras mirar los 108 dibujos de la Enciclopedia Mundial del Coso y tras leer las 108 descripciones el lector termina experimentando una sensación doble. Por un lado, admiración hacia el virtuosismo de Podeti para narrar lo banal. Por otro lado, opresión ante la idea de que nada se pierde, nada se transforma y todo, toda la experiencia, queda suspendida en el basurero de nuestra memoria sin que siquiera lleguemos a ponerle un nombre.
Argentinos y universales, nuestros cronopios border son arqueólogos de deshechos, artesanos de lo genuino, cazadores de las ilusiones de progreso. Su estética se basa en una política de la desconfianza, que en una paradoja hermosa se compromete en horadar el catecismo liberal. No son lo nuevo ni lo viejo ni lo residual ni lo emergente, porque abandonaron las fantasías de la dialéctica. Son un poco santos y un poco locos. Nos acompañan, y no podemos evitar que nos contagien la risa del patíbulo.